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Mis inquietudes respecto a mi fisico se habían desvanecido casi por completo. Creo que era imposible que alguien sospechara la verdad. Dexter me asustó en una de las últimas ocasiones en que fuimos a bañarnos. Yo estaba haciendo el imbécil, desnudo, con una de las chicas: la lanzaba por los aires haciéndola rodar sobre mis brazos como a una pepona. Dexter a mis espaldas nos observaba, tendido boca abajo. No era un espectáculo agradable, el de aquel mequetrefe con sus cicatrices de punciones en la espalda: había tenido pleuresía en dos ocasiones. Me miraba de abajo arriba, y me dijo:

– Tú no eres como todo el mundo, Lee, tienes los hombros caídos como un boxeador negro.

Solté a la chica y me puse en guardia, y bailé a su alrededor cantando palabras que me iba inventando, y todos se echaron a reír, pero yo estaba molesto. Dexter no se reía. Seguía mirándome.

Aquella noche, me miré en el espejo del cuarto de baño, y me eché a reír a mi vez. Con ese pelo rubio, esa piel rosada y blanca, no corría ningún riesgo. Los iba a joder a todos. Dexter hablaba por pura envidia. Y además, era verdad que yo tenía los hombros caídos. ¿Qué mal había en ello? Pocas veces he dormido tan bien como aquella noche. Dos días más tarde, tendría lugar en casa de Dexter un party que iba a durar todo el fin de semana. Rigurosa etiqueta. Fui a alquilar un smoking, y me lo arreglaron en un segundo; el tipo que lo había llevado antes que yo debía de ser más o menos de mi talla, y no me caía nada mal.

Aquella noche volví a pensar en el chico.

CAPÍTULO V

Cuando entré en casa de Dexter comprendí el porqué de la rigurosa etiqueta: nuestro grupo estaba sumergido en una mayoría de gente «bien». Reconocí a algunas personas en seguida: el doctor, el pastor, y a otros de la misma calaña. Vino a recoger mi sombrero un criado negro, y luego vi a dos más. Dexter me cogió del brazo y me presentó a sus padres. Entonces caí en la cuenta de que era su cumpleaños. Su madre se parecía a éclass="underline" una mujer bajita, delgada y morena, de ojos feos; su padre era uno de esos hombres a los que dan ganas de asfixiar lentamente con la almohada, por la forma que tienen de ignorarle a uno. B. J., Judy, Jicky y las demás estaban muy elegantes en sus vestidos de noche. Yo no podía dejar de pensar en sus sexos al ver los remilgos que hacían para tomarse un cocktail o salir a bailar con uno de esos tipos con gafas y aspecto serio. De vez en cuando nos guiñábamos el ojo para no perder el contacto. Aquello era desolador.

Había bebida en cantidad. Hay que reconocer que Dexter sabia cómo recibir a los amigos. Me presenté yo mismo a una o dos chicas para bailar unas cuantas rumbas y bebí, no habla otra cosa que hacer. Un buen blues con Judy me puso el corazón a tono: Judy era de entre las chicas la que me tiraba con menos frecuencia. Normalmente, parecía evitarme, y yo no la deseaba más que a otras, pero aquella noche creí que no saldría vivo de entre sus muslos: ¡qué calentura, Dios mío! Quiso llevárseme al dormitorio de Dexter, pero temí que no estuviéramos lo bastante tranquilos y la acompañé a beber, en compensación, y entonces fue como si me pegaran un puñetazo entre los ojos, cuando vi al grupo que acababa de entrar.

Eran tres mujeres -dos jóvenes, la otra de unos cuarenta años- y un hombre -pero de ése no vale la pena hablar-. Supe que por fin habla encontrado lo que buscaba. Sí, aquellas dos -y el chico se revolvería de placer en su tumba-. Le apreté el brazo a Judy, y ella debió de creer que la deseaba, porque se acercó a mí. Habría podido acostarme con todas a la vez, después de ver a aquel par de mujeres. Solté a Judy y le acaricié disimuladamente las nalgas, dejando caer el brazo.

– ¿Qué hay de esas dos muñecas, Judy?

– Te interesan, ¿eh?, miserable vendedor de catálogos…

– ¡Dime! ¿De dónde ha podido sacar Dexter esas preciosidades?

– Son de buena familia. Nada que ver con las bobby-soxers de barrio, date cuenta, Lee. ¡Y nada de baños con ellas…!

– ¡Qué lástima! A decir verdad, creo que hasta me quedaría con la vieja para conseguir a las otras dos.

– Cálmate, muchacho, no te excites. No son de aquí.

– ¿De dónde vienen?

– Prixville. A ciento sesenta kilómetros de aquí. Viejos amigos de papá Dexter.

– ¿Las dos?

– ¡Pues claro que sí! Estás atontado, esta noche, querido Joe Louis. Son las dos hermanas, la madre y el padre. Lou Asquith y Jean Asquith, Jean es la rubia. Es la mayor. Lou tiene cinco años menos que ella.

– ¿Es decir, dieciséis? -aventuré.

– Quince, Lee Anderson, ya veo que vas a abandonar la banda y a ponerte a trotar tras las niñitas de papá Asquith.

– Eres tonta, Judy. ¿No te tientan?

– Prefiero los hombres. Perdóname, pero esta noche me siento normal. Vamos a bailar, Lee.

– ¿Me las presentarás?

– Pídeselo a Dexter.

– O.K. -dije.

Bailé con ella los dos últimos compases del disco que estaba terminando y la planté allí. Dexter discutía la jugada al otro extremo del hall con una fulana cualquiera. Le interrumpí:

– Eh, Dexter…

– ¿Sí?

Se volvió hacia mí. Habla un viso de burla en su mirada, pero me importaba un carajo.

– Esas chicas… Asquith, me parece… Preséntamelas.

– Cómo no, amigo mio. Acompáñame.

De cerca estaban aun mejor de lo que me había parecido desde el bar. Eran sensacionales. Les dije no sé qué e invité a la morena, Lou, a bailar el slow que el pinchadiscos acababa de encontrar en el montón. ¡Dios mío! Daba gracias al cielo y al tipo que se había mandado hacer el smoking de mi talla. La ceñí a mi un poco más de lo que se acostumbra, pero de todos modos no me atrevía a pegarme a su cuerpo como nos pegábamos unos con otros, cuando nos apetecía, los de la banda. Se había perfumado con algo complicado, seguramente muy caro: diría que un perfume francés. Tenía el pelo negro recogido hacia un lado de la cabeza, y ojos amarillos de gato salvaje en una pálida cara triangular; y su cuerpo… Mejor no pensar en él. Su vestido se sostenía solo, no sé cómo, porque no habla nada de donde colgara, ni en la espalda ni alrededor del cuello, nada, sólo sus pechos, pero, todo hay que decirlo, unos pechos tan duros y agudos como aquéllos habrían podido aguantar el peso de dos docenas de vestidos como el que llevaba. La desplacé un poco hacia la derecha, y por la abertura de mi smoking sentía el pezón a través de mi camisa de seda, contra mi pecho. A las demás se les notaba el reborde de las bragas a través de la tela, a la altura de los muslos, pero ésta debía de arreglarse de otra forma, porque su línea, de los hombros a los tobillos, era tan regular como un chorro de leche. A pesar de todo, me animé a dirigirle la palabra. Lo hice tan pronto como recobré el aliento.

– ¿Cómo es que no se deja ver nunca por aquí?

– Sí que me dejo ver. La prueba es que estoy aquí.

Se echó un poco hacia atrás para mirarme. Era bastante más alto que ella.

– Quiero decir, por la ciudad…

– Me vería si viniera usted a Prixville.

– Entonces me parece que me voy a buscar una casa en Prixville.

Dudé un poco antes de soltarle esto. No quería precipitarme, pero con esta clase de chicas nunca se sabe. Hay que correr el riesgo. No pareció emocionarle. Sonrió un poco, pero su mirada se mantenía fría.

– Ni aun así podría tener la seguridad de verme…

– Me imagino que debe de haber no pocos aficionados…

Decididamente, me lancé a lo bestia. Ninguna persona de mirada fría se viste de esa forma.