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Las caras de Hilary y de Lionel, la una llena de arrugas y la otra lisa, ambas largas, enjutas y decididas, expresaban Una especie de doliente escepticismo, como si esperasen ver aquellos ojos abrirse de nuevo. Wilmet se había puesto colorada, y sus labios se fruncían en una ligera mueca. Era una mujer alta y delgada. El vicario estaba con la cabeza ladeada, moviendo los labios como si, interiormente, rezara el rosario. Permanecieron así durante unos tres- minutos; luego, conteniendo la respiración, salieron uno tras otro y cada cual se dirigió hacia la habitación que le había sido destinada.

Volvieron a encontrarse durante la comida y en su transcurso hablaron una vez más de cosas comunes a todos. El tío Cuthbert, salvo como cabeza nominal de la familia, jamás había estado muy próximo a ninguno de ellos. Se discutió si debían enterrarle en Condaford, con los antepasados, o bien en la misma catedral. Probablemente su testamento lo decidiría. Todos, menos el general y Lionel, que eran los albaceas testamentarios del fallecido obispo, regresaron a Londres aquella misma noche.

Los dos hermanos, después de haber leído el testamento, bastante breve, puesto que no era mucho lo que había que heredar, permanecieron en silencio, sentados en la biblioteca, hasta que el general dijo

– Quiero consultar, algo contigo, Lionel. Se trata de mi hijo Hubert. ¿Leíste el ataque de que fue objeto en la Cámara antes de que suspendieran las sesiones?

Lionel, siempre parco en palabras, y más ahora que se hallaba en vísperas de ser nombrado juez, contestó

– Sé que se hizo una interpelación, pero no conozco la versión de Hubert sobre el asunto.

– Puedo explicártela. Es una cosa diabólica. El muchacho tiene un temperamento algo fuerte, desde luego,- pero es indiscutiblemente recto. Se puede tener fe en todo lo que dice. Y debo asegurarte que, de hallarme en su lugar, probablemente hubiese -actuado de la misma forma.

Lionel asintió.

– Continúa – dijo.

– Bien, como ya sabes, salió de Harrow para ir a la guerra y, después de haber pasado un año en la R. A. F., cuando no tenía aún la edad reglamentaria, fue herido, volvió a incorporarse y se quedó en el Ejército una vez que la guerra hubo terminado. Fue a Mesopotamia, luego a Egipto y finalmente a la India. Cogió la malaria y el pasado mes de octubre le concedieron un año de permiso, que finalizará a primeros de octubre próximo. Le recomendaron que hiciese un largo viaje. Pidió la necesaria autorización y, habiéndola obtenido, atravesó el Canal de Panamá y se llegó hasta Lima. Allí conoció a Hallorsen, el profesor americano que vino aquí hace poco para dar una serie de conferencias sobre unos extraños restos hallados en Bolivia. Entonces estaba a punto de emprender una expedición hacia aquellos lugares. Buscaba a un oficial para encargarse de los transportes cuando Hubert llegó a Lima. Habiéndose restablecido por completo durante el viaje, aceptó gozoso la oportunidad que se le ofrecía. Ya sabes que no puede permanecer inactivo. Hallorsen le contrató exactamente el pasado mes de diciembre. Poco después le dejó en el campamento base con gran número de muleros mestizos.

Hubert era el único hombre blanco y al cabo de unos días sufrió un fuerte ataque de fiebre. Algunos mestizos, según se dice, son unos verdaderos demonios; no tienen sentido alguno de la disciplina y se portan brutalmente con los animales. Hubert se puso a mal con ellos. Es un muchacho de temperamento fogoso, como ya te he dicho, y está particularmente encariñado con los animales. Los mestizos se volvían cada vez más indomables, hasta que uno de ellos, al que Hubert había hecho azotar por maltratar a los mulos y por incitar a los demás a que se amotinasen, le atacó con un cuchillo. Afortunadamente, Hubert tenía el revólver al alcance de la mano y logró matarle. A consecuencia de ello, aquel grupo de benditos, excepto tres, le abandonó, llevándose consigo las mulas. Cuando esto sucedió estaba solo desde hacía casi tres meses, sin socorros ni noticias de Hallorsen. Finalmente éste regresó y, en vez de comprender sus dificultades, la emprendió con él. Hubert no lo pudo tolerar. Le dijo sin rodeos lo que pensaba de él y le dejó. Se vino derecho a casa y ahora está con nosotros en Condaford. Por fortuna, la fiebre ha desaparecido, pero todavía se halla bastante agotado. Ahora bien, el hecho fundamental es que Hallorsen le ataca en un libro que ha escrito. Prácticamente, le atribuye toda la culpa del fracaso de la expedición. Deja entender que se portó como un tirano y que no sabía tratar con los hombres. Le llama aristócrata irascible y, en general, sus patrañas son de las que hoy en día la gente se traga de buena gana. El caso es que un miembro del Servicio de Información Militar oyó la historia y formuló una interpelación en el Parlamento. Uno ya está acostumbrado a que los socialistas se pongan desagradables, pero cuando un miembro del Servicio comienza a hacer alusiones a propósito de la conducta inconveniente de un oficial británico, la cosa cambia de aspecto. Hallorsen ha regresado a los Estados Unidos. Aquí no hay nadie que pueda emprender una acción en contra de sus afirmaciones y, además, Hubert no puede presentar ningún testigo. Tengo la sensación de que este suceso le arruinará la carrera.

El largo rostro de Lionel Cherrell se alargó afín más.

– ¿Ha sondeado al Estado Mayor?

– Sí, lo hizo el miércoles. Los encontró reservados y extraordinariamente fríos. Hoy en día se asustan cuando la gente se desgañita a propósito de la prepotencia de los nobles. Estoy seguro de que se dejarían convencer si no se hablase más del asunto, pero ¿es posible conseguirlo? Hubert ha sido criticado públicamente en ese libro y en el Parlamento prácticamente le han acusado de conducta violenta impropia de un oficial que, por ende, es caballero. Hubert no puede pasar por alto todo esto; ¿qué debe hacer?

Lionel aspiró una larga bocanada de humo de su pipa.

– Me parece – dijo – que lo mejor sería no darle demasiada importancia.

El general cerró los puños.

– ¡Qué diablos, Lionel, yo no lo creo así!

– Pero él admite lo de los azotes y la muerte. El público no tiene imaginación y, por lo tanto, jamás verá las cosas desde el punto de vista de Hubert. Todo lo que recordará es que durante una expedición de carácter civil disparó sobre un hombre y le produjo la muerte. No puedes esperar que comprenda las condiciones y las dificultades en que se hallaba.

– ¿Entonces le aconsejas en serio que acepte sumisamente la acusación?

– Como hombre, no; como hombre de mundo, sí.

– ¡Dios me valga! ¿En qué se está volviendo Inglaterra? Me pregunto qué hubiese dicho tío (Cuffs) de todo esto. Siempre estaba pensando en conservar la dignidad de nuestro nombre.

.- yo también. Pero, ¿qué puede hacer Hubert para salir del enredo?

El general permaneció silencioso durante unos momentos. Finalmente dijo

– La acusación contra Hubert es una ofensa para el ejército y, sin embargo, parece que tu hijo tenga las manos atadas. Si presentase su dimisión podría sostener sus derechos, pero su corazón está en el ejército. Es un mal asunto. Por cierto, Lawrence me estuvo hablando de Adrián. Diana Ferse era Diana Montjoy, ¿verdad?

– Si, prima segunda de Lawrence. Es una mujer muy hermosa. ¿No la has visto nunca?