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– Entonces iremos a almorzar al Café Búlgaro -dijo Adrián.

– . ¿Por qué?

– Porque allí, de momento, se come bien. Están en una fase de propaganda, querida; así que, probablemente, estaremos bien servidos y gastaremos poco. ¿Quieres empolvarte la nariz? – Pues entra ahí.

En cuanto ella hubo desaparecido, Adrián comenzó a acariciarse la perilla preguntándose qué podría encargar por dieciocho chelines y medio; porque, siendo un funcionario del Gobierno sin medios propios, era raro que tuviese en el bolsillo más de una libra.

– ¿Qué sabes a propósito del profesor Hallorsen, tío Adrián? – preguntó Dinny cuando estuvieron sentados delante de una tortilla a la búlgara.

– ¿El hombre que fue a Bolivia para descubrir las fuentes de la civilización?

– Sí y que se llevó a Hubert consigo.

– i Ah! Pero le dejó atrás, por lo que he sabido. – ¿Jamás te has encontrado con él?

– Sí, en 1920, escalando una cumbre de los Alpes dolomíticos.

– ¿Te gustó? – No.

– ¿Por qué?

– Porque era agresivamente joven. Apostó conmigo a quién llegaba antes a la cúspide. El hecho es que me venció p… me hizo recordar el base bat. ¿No has visto nunca un partido: de base bat?

– No.

– Yo vi uno en Washington. Uno tiene que insultar a su contrincante hasta ponerlo nervioso. Cuando está a punto de batir la pelota se le llama cabezota, soldado de infantería, presidente Wilson, vejestorio y otras cosas por el estilo. Es de ritual. Lo importante es ganar a toda costa.

– ¿Y tú no crees que sea necesario ganar a toda costa?

– Nadie dice que la gente deba ganar, Dinny.

– Pero todos lo intentamos, cuando llega el momento. – Sé que eso ocurre, incluso con los hombres políticos. – ¿Intentarías tú ganar a toda costa, tío?

– Probablemente.

– No lo creo. Yo, en cambio, sí.

– Eres muy amable, querida; pero, ¿por qué este particular desdoro?

- Porque cuando pienso en el caso de Hubert, me siento tan sedienta de sangre como un mosquito. Estuve leyendo su Diario durante casi toda la noche pasada.

– La mujer – dijo Adrián, lentamente-, todavía no ha perdido su divina irresponsabilidad.

– ¿Crees que corremos el peligro de perderla?

– No, porque sean cuales fueren las cosas que las mujeres podáis decir, jamás lograréis aniquilar en el hombre el sentido innato de que él es vuestro guía.

– ¿Qué crees tú que es lo mejor para aniquilar a un hombre como Hallorsen, tío?

– A falta de cachiporra, el ridículo.

– Me figuro que su idea sobre la civilización boliviana era absurda, ¿verdad?

– Completamente. Todos sabemos que existen algunos monstruos de piedra curiosos e inexplicables, pero, si la he comprendido bien, su teoría no tiene fundamento. Sólo que, querida, parecerá que Hubert esté complicado en este asunto. – Por el lado científico, no. Tomó parte en la expedición solamente como encargado de loa transportes. – Y Dinny sonrió mirando a su tío a los ojos -. No estaría mal poner en ridículo una necedad como ésta, ¿verdad? Y tú, tío, ¿sabrías hacerlo tan admirablemente?

– ¡Serpiente ¡

– Pero, ¿no es un deber de los hombres de ciencia el poner en ridículo las ideas empíricas?

– Quizá sí, si Hallorsen fuese un inglés. Pero puesto que es un americano, es preciso entregarse a otras consideraciones.

– ¿Por qué? Yo creía que la ciencia no tenía fronteras.

– . En teoría; pero en la práctica, hay que cerrar los ojos. Los americanos son muy susceptibles. Sin duda recordarás reciente actitud hacia las teorías sobre la evolución. Si en esa ocasión hubiésemos soltado, la carcajada, hubiéramos podido incluso llegar a una guerra.

– ¡Pero muchos americanos también se rieron de ellas! – Sí, pero no hubiesen tolerado que unos extraños se burlasen de sus compatriotas. ¿Quieres un poco de este soufflé Solía?

Continuaron comiendo en silencio, estudiándose mutuamente el rostro con simpatía. Dinny estaba pensando: «Me agradan tus arrugas, y tu barba es pequeña y graciosa». Adrián meditaba: «Me alegro de que tu nariz sea algo respingona. Tengo unas sobrinas y unos sobrinos muy atractivos». Finalmente Dinny dijo

– Bueno, tío Adrián, ¿quieres buscar el modo de castigar a ese hombre por haber tratado a Hubert de un modo indecente?

– ¿Dónde está ahora?

– Hubert me dijo que en los Estados Unidos.

– ¿Has pensado, querida, que el nepotismo no es una cosa deseable?

– Pero tampoco la injusticia lo es, tío; y la sangre es más espesa que el agua.

– Y este vino – añadió Adrián con una mueca – es aun más denso. ¿Para qué quieres ver a Hilary?

– .Quiero lograr una presentación para lord Saxenden.

– ¿Por qué?

– Papá dice que es un hombre importante.

– ¿Es que estás tirando secretamente de los hilos, como suele decirse?

Dinny asintió.

– Ninguna persona sensible y honrada sabe tirar de los hilos con éxito, Dinny.

1Rsta frunció el entrecejo, y una amplia sonrisa descubrió sus dientes, muy blancos y regulares.

– - Pero yo no soy ni lo uno ni lo otro, querido tío.

– Veremos. Entre tanto, ¿quieres uno de estos cigarrillos? Según la propaganda, son los que más de moda están.

Dinny cogió un cigarrillo y, expulsando una larga bocanada de humo, dijo

– Viste al tío-abuelo Cuffs, ¿verdad, tío Adrián?

– Sí. Su despedida de este mundo estuvo llena de dignidad. Una vez muerto, adquirió el color del ámbar. El tío Cuffs echó a perder su talento ingresando en la Iglesia; hubiese resultado un diplomático perfecto.

– Yo le vi tan sólo un par de veces. Pero, ¿quieres decir que no hubiese podido lograr lo que quería, sin perder dignidad, tirando secretamente de los hilos?

– En su caso, querida, no se trataba de tirar de los hilos. En él se daban cita la dulzura y una fuerte personalidad.

– ¿Y los buenos modales?

– Modales augustos. Los cuales con su muerte puede que hayan desaparecido.

– Bueno, tío, he de irme. Deséame que sea deshonesta y descarada.

– Y yo – dijo Adrián -, volveré al maxilar de Nueva Guinea con el que espero poder aniquilar a mis sabios colegas… Si puedo ayudar a Hubert de un modo decente lo haré. En todo caso, pensaré lo que se pueda hacer. Dale recuerdos cariñosos de parte mía; y ahora, adiós, sobrina.

Se separaron y Adrián regresó a su museo. Volviendo a tomar su posición frente al maxilar, empezó a pensar en una quijada muy distinta. Puesto que había llegado a la edad en que la sangre de los hombres flacos, de costumbres moderadas, corre con lenta regularidad, su amor por Diana Ferse, que databa de varios años antes de su fatal matrimonio con el capitán Ferse, tenía cierto carácter altruista. Antes que su propia felicidad deseaba la suya. La consideración «¿Qué es lo que más le conviene?» era siempre la primera en sus continuos pensamientos dedicados a Diana. Hacía tanto tiempo que estaba acostumbrado a vivir sin ella, la inoportunidad (jamás propia de él) estaba fuera de cuestión. Pero su rostro ovalado, de ojos negros, de labios y nariz deliciosos, un poco triste en los momentos de reposo, borraban continuamente los contornos de los maxilares, los fémures y otros fenómenos interesantes de su trabajo.

Ella y sus dos hijos vivían en una pequeña casa en Chelsea, con las rentas de un marido que, desde hada cuatro años, estaba en -una casa de salud y que quizá ya nunca más recobraría su equilibrio mental. Ella tenía casi cuarenta años y, antes de que Ferse hubiese caído definitivamente en el abismo de, la locura, sufrió terriblemente. Hombre de la vieja escuela en cuanto al pensamiento y a los modales, educado a base de una visión coherente de la historia humana, Adrián aceptaba la vida con un fatalismo a medias humorístico. No era del tipo de los reformadores y la posición de la mujer amada no le inspiraba el deseo de lograr el trofeo del matrimonio. Deseaba que ella fuese feliz pero, tal como estaban las cosas, no veía el modo de poder contribuir a dicha felicidad. Después de todo, vivía en paz, con las rentas suficientes de quien había sido maltratado por el Destino. Además, Adrián tenía algo del supersticioso sentimiento propio de los hombres primitivos para son los afectados por esta especial forma de desgracia. Ferse había sido.un individuo decente hasta que el germen de la locura comenzó a penetrar en la coraza formada por la salud y la educación. Su proceder durante los dos años que precedieron a su total obscurecimiento, era liberalmente explicado por la enajenación mental. Era uno de los afligidos por Dios y su desdicha exigía, por parte de los demás, la máxima compasión.