– Es muy extraña esa acción de gracias – murmuró el joven Tasburgh al oído de Dinny -. Bendición sobre el asesinato, ¿verdad?
– Tendremos liebre – contestó Dinny -. Yo vi cómo la mataban. Lloraba.
– Cuando como liebre me hace el efecto de estar comiendo perro.
Dinny lo miró con agradecimiento.
– ¿Quiere usted venir con su hermana a visitarnos en Condaford?
– ¡Déme usted una oportunidad! – ¿Cuándo volverá a embarcarse? – Tengo un mes de permiso.
– Supongo que será usted amante de su profesión, ¿no es así?
– Sí – respondió sencillamente -. La tenemos en la sangre. Siempre ha habido un marino en la familia.
– Y en la nuestra siempre ha habido un soldado.
– Su hermano es pasmosamente ardiente. Estoy muy contento de haberle conocido.
– No, Blore -1e dijo Dinny al criado- Perdiz fría, por favor. También el señor Tasburgh comerá algo frío.
– ¿Buey, cordero o perdiz, señor? -Perdiz, gracias.
Una vez vi una liebre que se lavaba las orejas – dijo
Dinny.
– Cuando la veo a usted así -repuso el joven Tasbourgh – yo, sencillamente…
– Así, ¿cómo?
– Como semejando no estar aquí, ya me comprende. – Gracias.
– Dinny – preguntó sir Lawrence -. ¿Quién dijo que el mundo es una ostra? Yo digo que es una almeja. ¿Qué opinión tienes tú?
– No he visto nunca ninguna almeja, tío Lawrence.
– Eres afortunada. Esa parodia del respetable molusco bivalvo es la única prueba tangible del idealismo americano. Lo han colocado sobre un pedestal e incluso llegan a comerlo. Cuando los americanos renuncien a las almejas eso significará que se habrán vuelto realistas y pertenecerán a la Liga de Naciones. Y nosotros ya estaremos muertos.
Pero Dinny estaba estudiando el rostro de Hubert. La mirada pensativa había desaparecido; ahora sus ojos parecían estar pegados a los profundos y fascinadores ojos de Jean. Emitió un suspiro.
– Completamente cierto – añadió sir Lawrence -. Será una pena no poder vivir para ver a los americanos abandonar a las almejas y unirse a la Liga de Naciones. Porque, después de todo – continuó, guiñando el ojo derecho – ha sido fundada por un americano y quizás es la única cosa sensata de nuestros tiempos. Queda, no obstante, el movimiento de antipatía creado por otro americano, llamado Monroe, que murió en 1831; las personas como «Snubby» jamás pueden hablar de ello sin mofarse.
A scof, f, a sneer, a kich or two,
With few, but with how splendid jeers…[4]
¿Conoces estos versos de Elroy Flecker?
– S f – contestó Dinny, sobresaltándose -. Están en el Diario de Hubert. Se los leí a lord Saxenden y fue justamente en ese momento cuando se quedó dormido.
– Desde luego. Pero no te olvides, Dinny, que «Snubby» es un hombre extraordinariamente hábil y que conoce perfectamente su mundo. Quizás es un mundo en el que no te quisieras encontrar ni muerta, pero es también el mundo en el que diez millones de jóvenes, más o menos, hallaron recientemente la muerte. No sé – concluyó sir Lawrence, pensativo – cuándo comí tan bien en mi casa como durante estos últimos días. A tu tía debe pasarle algo.
Cuando luego estaba organizando un partido de «croquet» entre ella y Alan Tasburgh contra el padre de él y tía Wilmet, Dinny observó la partida de Jean y de Hubert hacia los montículos rocosos. Se extendían desde el jardín nivelado hasta un antiguo vergel, detrás del cual se levantaban las laderas cubiertas de hierba.
«No se pararán a mirar las portulacas», pensó. Efectivamente, ya habían jugado dos partidos cuando los vio regresar por otra dirección, sumidos en la conversación. "Ésta – dijo para sí, golpeando con toda su fuerza la pelota del rector – es la cosa más rápida que he visto en mi vida.» – ¡Dios me ampare! – murmuró el pastor, vencido.
Y tía Wilmet, erguida como un granadero, gritó muy fuerte
– ¡Maldita sea, Dinny, eres imposible!…
Más tarde, sentada al lado de su hermano en el coche descapotable, permaneció silenciosa, resignándose, por decirlo así, a ocupar un segundo término. A pesar de que hubiese sucedido cuanto esperaba, se sentía deprimida. Había ocupado el primer lugar en el pensamiento de Hubert hasta ese momento. Mirando la sonrisa que vagaba por sus labios, necesitaba de toda su filosofía.
– Bien, ¿qué te han parecido nuestros primos?
– El es un buen muchacho. He tenido la impresión de que está enamorado de ti.
– ¡ Oh! ¿De veras? ¿Cuándo te gustaría que viniera a visitarnos?
– Cualquier momento. – ¿La semana próxima? – Sí.
Viendo que él no quería ser más explícito, se sumergió en la contemplación de la belleza de la luz del día que moría lentamente. La altiplanicie Wantage y la carretera de Faringdon eran un encanto bajo los rayos del sol poniente; Whittenham Clumps parecía oponerse a la subida, como una barrera. Virando hacia la derecha llegaron al puente y, cuando estuvieron en el centro, ella le tocó un brazo.
En ese trecho, abajo, fue donde vimos los lámprides. ¿Te acuerdas, Hubert?
Se detuvieron y miraron el río tranquilo, desierto y casi hecho ex profeso para los peces brillantes. La luz crepuscular que se filtraba a través de los sauces iluminaba acá y acullá la ribera meridional. Parecía el río más plácido del mundo, el más sometido al humor de los hombres; su corriente fluía límpida e igual entre los campos luminosos y entre los árboles simétricos, de ramas inclinadas hacia el suelo, poseyendo como una suave intensidad de vida, una fisonomía propia, llena de gracia y de esquivez.
– Hace tres mil años – dijo Hubert repentinamente -, este viejo río era como los que he visto en los países salvajes un curso de agua informe en medio de la selva intrincada.
Puso el coche en marcha. Ahora tenían el sol a su espalda, y era como si se zambulleran en algo que se hubiera pintado para ellos. Y así iba corriendo, mientras por el cielo se difundía el carmesí del ocaso del sol, y los campos, desnudos después de la cosecha, comenzaban a oscurecerse y la soledad parecía intensificarse bajo el vuelo vespertino de los pájaros.
A la puerta de Condaford Grange, Dinny se apeó del coche canturreando: «Ella era una pastorcita, ¡oh!, tan bonita», y miró el rostro de su hermano. Pero éste se hallaba atareado con el automóvil y no pareció darse cuenta de la relación que eso pudiera tener con él.
CAPITULO XII
El carácter de un joven inglés de la variedad «taciturno» es difícil de entender. La variedad «locuaz» es, desde luego, más fácilmente comprensible. Sus modales y sus costumbres chocan a la vista, pero poco cuentan en la vida nacional. Vociferador, criticón, ingenioso, conociendo y dando a conocer tan sólo a los de su propia variedad, forma como una iridiscencia que resplandece sobre la superficie del pantano ocultando el fango que está debajo. De un modo constante y brillante expresa muy pocas cosas, mientras los que pasan la vida en la aplicación de una energía disciplinada permanecen invisibles, pero no por esto son menos sólidos, puesto que los sentimientos continuamente exhibidos dejan de ser sentimientos, y los sentimientos jamás exhibidos se profundizan en el silencio. Hubert no tenía el aspecto sólido, ni era torpe; le faltaban, quizás, esos recursos que son normales en la línea de conducta del silencioso. Disciplinado, sensible y nada tonto, era capaz de formarse tranquilamente un juicio sobre las personas o sobre los sucesos, que hubiera sorprendido al locuaz; pero jamás lo expresaba, salvo a sí mismo. Hasta poco antes, efectivamente, le habían faltado tiempo y oportunidad; pero, viéndole en una sala de fumar, en una comida o en uno cualquiera de esos lugares donde brillan las personas de fácil conversación, se hubiera comprendido que ni el tiempo ni las ocasiones le harían volverse más ruidoso. Dado que había ido a la guerra muy joven como oficial de carrera, le faltaron las influencias de la universidad y de la vida mundana de Londres, que tanto contribuyen a la expansividad de un hombre. Ocho años en Mesopotamia, en Egipto y en la India, un año dé enfermedad y, finalmente, la expedición de Hallorsen, le habían dado un aspecto remoto, enjuto, casi amargo. Tenía el temperamento de los que, cuando están ociosos, se consumen el corazón. Con su perro, su escopeta, o bien montando, encontraba la vida soportable, pera sólo esto. Careciendo de esos recursos accidentales, languidecía. Tres días después de haber regresado a Condaford salió a la terraza. Donde estaba Dinny, con un número del Times en la mano.