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– No creo que tengamos mucho en común -le dijo, apenas echándole a la cabaña una mirada rápida.

– Nunca se sabe.

– Se supone que tengo que escribir un artículo sobre ellas. Milt me lo asignó antes de sacarme de Seattle. No puedo imaginar cómo una mujer que esté bien de la cabeza podría vivir aquí.

– No es tan malo -dijo él, preguntándose por qué se molestaba en defender lo contrario con esa mujer-. A algunas mujeres les parece un desafío. No a todo el mundo le gusta vivir como piojos en costura en las ciudades. Con tanto ruido y polución, y tantos criminales… no me sorprendería si acabara gustándole un poco también a usted.

– Yo en su lugar no contaría con ello -apoyó la cabeza en la ventana y observó el paisaje en silencio.

Joe salió despacio de la ciudad, y evitó con cuidado un montículo de nieve que el viento había acumulado en medio de la carretera. Esperaba que Milt Freeman supiera lo que hacía enviando a Perrie Kincaid a Muleshoe. Más de unas cuantas mujeres y un buen número de hombres habían sufrido crisis nerviosas en el aburrimiento y el aislamiento infinito de un invierno en Alaska. Si la nieve y el frío no conseguían sacar de quicio a una persona, las interminables noches lo hacían, ya que los días eran muy cortos, y enseguida se hacía de noche.

Él desde luego no quería estar cerca cuando Perrie Kincaid empezara a sufrir la claustrofobia que provocaba el estar mucho tiempo encerrado y la falta de sol. Cuanto antes resolvieran los problemas Milt Freeman y la policía de Seattle, mejor para él. Mejor para todos.

3

Perrie se recostó contra la áspera puerta de madera mientras escuchaba el ruido de los pasos de Joe Brennan en la nieve de regreso a su cabaña. Agradecía poder estar finalmente lejos de los inquietantes ojos azules de aquel hombre. Con un suspiro de rabia soltó el bolso en el suelo. Momentos después, se deslizó contra la puerta de la cabaña y terminó sentándose en el suelo.

– Estoy como en la cárcel -murmuró mientras se frotaba el brazo que le dolía-. Esto es lo que es este sitio; como un campo de refugiados rusos decorado con cabezas y pieles de animales -suspiró-. Y con un guardián lo suficientemente guapo como para provocarle estremecimientos a cualquier mujer.

Echó un vistazo al interior de la cabaña, a las cornamentas de las paredes, y maldijo a Milt Freeman para sus adentros y al tipo que le había disparado. De no haber sido por esa bala perdida, Milt no la habría enviado a Siberia. Seguiría en Seattle, trabajando en su historia, siguiendo pistas y buscando testigos. En lugar de eso, en el único plan en el que podía ocupar su tiempo era en tratar de escapar de Muleshoe… y en la posibilidad de que Joe Brennan pudiera besarla.

Si tenía tiempo de sobra, tal vez Joe Brennan acabara pareciéndole más que un poco intrigante. Tal vez pudieran darse un revolcón o dos antes de salir de la ciudad. Después de todo, Perrie no era inmune a los encantos de un hombre tan apuesto y masculino. Había habido pocos hombres en su vida; siempre bajo sus condiciones, por supuesto. Pero ninguno de ellos le había durado mucho en cuanto se habían dado cuenta de que no ocupaban los primeros puestos de su lista de prioridades.

Además, ella ya había contado por lo menos cinco buenas razones por las cuales Joe Brennan la ponía nerviosa; cinco razones por las cuales no le permitiría besarla… Y menos aún que se la llevara a la cama. Y la más importante de todas era el que se hubiera negado a llevarla a Seattle. ¿Cómo iba a respetar a un hombre que no respetaba la importancia de su trabajo?

Se frotó la cara con las manos. En ese momento, no quería pensar en Brennan. La tonta atracción que sentía hacia él sólo le serviría para distraerla de su causa, que era regresar a Seattle. Y él le había dejado claro que no la ayudaría con eso.

– Encontraré otro modo -se dijo-. Tiene que haberlo.

Se puso de pie y dio una vuelta despacio alrededor de la cabaña, que era bastante bonita, caliente y acogedora. El suelo era de madera, cubierto con alfombras de lana muy coloridas. Una chimenea de piedra dominaba una de las paredes; a un lado y a otro de la chimenea había un sofá y una mecedora vieja.

Al otro lado de la cabaña, un par de camas de hierro y un viejo tocador de madera conformaban la zona para dormir. Las camas estaban cubiertas de bonitas colchas y cojines de plumas. En el rincón, una estufa panzuda irradiaba un calor muy agradable. Perrie sostuvo un momento las manos delante para calentárselas, para seguidamente pasar a inspeccionar la cocina.

Como el resto de la cabaña, era sencilla. Había una placa eléctrica, un frigorífico pequeño y unos cuantos armarios de madera de pino que parecían haber sido hechos a mano. En el centro de la mesa de roble había un jarrón con flores secas. Suspiró y se frotó las manos, entonces cruzó la habitación y descorrió las cortinas de una de las tres ventanas de la cabaña.

Esperaba poder echar un vistazo a ver qué tiempo hacía; pero en lugar de eso contempló una cara llena de arrugas y una boca desdentada que le sonreía. Perrie dio un grito y se retiró de la ventana, con el corazón en la garganta. El hombre la saludó con la mano antes de dar unos golpes en el cristal y señalar la puerta. Llevaba puesto un sombrero de piel con orejeras a los lados.

¿Quién sería ése? No podía ser que en Muleshoe hubiera también un mirón. Se llevó la mano al pecho, tratando de calmar sus latidos, y abrió la puerta una rendija.

El hombre de cara sonriente se pegó a la abertura.

– Hola, usted debe de ser la señorita de Seattle.

– Lo soy -dijo ella con recelo-. ¿Quién es usted? ¿Y por qué está mirando por mi ventana?

– Me llamo Burdy McCormack -metió la mano por la abertura, y de mala gana ella se la estrechó antes de abrir la puerta un poco más-. Se me ocurrió venir a ver cómo estaba -elijo mientras entraba con el paso tambaleante de sus piernas arqueadas-. No sabía si había llegado ya.

Un viento frío entró con él en la cabaña, y Perrie cerró la puerta rápidamente. El hombre dejó de sonreír y se rascó la cabeza.

– Supongo que no le gustarán mucho los perros. Strike está educado para hacer sus necesidades limpiamente.

Ella lo miró a él y después a la puerta.

– Perdone, ¿su perro está fuera? -abrió la puerta de nuevo y se asomó, pero no vio nada salvo nieve y árboles y una fila de huellas que morían a la puerta-. Me temo que no está aquí fuera.

– Vamos, Strike -lo llamó Burdy-. Entra al calor, perrucho. Muy bien, chico.

Perrie vio cómo Burdy se agachaba y acariciaba el aire justo al lado de su rodilla. Pero no había acariciado nada, puesto que allí no había ningún animal. Perrie se mordió el labio inferior. ¡El pobre viejo pensaba que tenía un perro!

Por un momento pensó en dejar la puerta abierta por si ella necesitaba escaparse, pero estaba entrando frío en la cabaña, así que decidió arriesgarse y estar caliente.

– Qué bonito perro tiene. Y muy obediente.

Burdy asintió y sonrió tanto, que su sonrisa parecía ocupar toda su cara curtida por el clima y los años.

– ¿Entonces, tiene todo lo que necesita aquí? Joe me pidió que viniera a ver cómo está de vez en cuando.

Perrie se frotó las manos y estudió a Burdy McCormack con astucia. Parecía inofensivo, un hombre que tal vez pudiera apoyar su causa.

– En realidad, hay algo con lo que podría ayudarme. No encuentro el baño.

Burdy se rascó la barbilla.

– Eso está fuera de la cabaña, en la caseta que tiene la luna en la puerta.

Perrie emitió un gemido entrecortado.

– ¿Fuera de la casa? ¿En pleno invierno? -se dio la vuelta y empezó a pasearse por la habitación-. Tiene que ayudarme a salir de aquí. Puedo vivir sin televisión y sin comida basura; pero no puedo vivir en una casa sin cuarto de baño. ¡No lo haré!