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– No, no podrías -contestó Milt-. Trabajas en Seattle.

– No tendría por qué. Podría trabajar en Muleshoe. Podría llamar a ese periódico y venderles mis historias. Tengo muchas más. Y podría trabajar para el periódico de Fairbanks o de Anchorage. O podría montar mi propio periódico; hay una prensa en el ático de la taberna de Doyle. Quiero decir, tendría que modernizar el equipamiento, conseguir un ordenador, tal vez incluso una prensa nueva. Y no hay mucha circulación. Pero Joe vuela todo el tiempo por las tierras salvajes. Estoy segura de que a esas familias les gustaría leer las noticias locales. Y dirigir un semanal sería…

– ¡Kincaid! ¡Basta! Estás hablando como lo haría una demente. No puedes vivir en Alaska.

Perrie sonrió despacio.

– Sí que puedo. Puedo vivir donde quiera, Milt.

– ¿Pero y tú carrera profesional?

– Soy escritora. Puedo escribir en cualquier sitio, incluido Muleshoe, en Alaska.

– Es culpa mía, o bien sufres desfase horario. Vete a casa y descansa. Mañana podrás escribir la historia de Riordan.

Perrie metió la mano debajo de la mesa y sacó su bolso.

– No, Milt -dijo mientras le colocaba el bolso en las manos-. Tú puedes escribir la historia de Riordan. Aquí están todos mis apuntes, mi investigación y mis pruebas.

– Esta historia es tuya, Kincaid. Tienes que escribirla.

Ella se puso de pie.

– No. En este momento tengo que volver a Alaska y averiguar si Joe Brennan me ama de verdad.

– ¿Joe Brennan te ama? ¿Mi Joe Brennan?

Perrie se echó a reír.

– Era tu Joe Brennan; a partir de ahora, será mi Joe Brennan -descolgó el teléfono-. Tengo que llamarle y decirle que voy -volvió a colgarlo-. No, tal vez sea mejor que vaya y hable con él -negó con la cabeza-. Llamaré a Julia. Le diré que voy a ir. Ella podrá recogerme en la pista.

Se fue al despacho de Milt y, cuando encontró la tarjeta del refugio, marcó el número.

– ¿Joe? -dijo una voz femenina.

– ¿Julia?

– ¿Quién es?

Perrie se aclaró la voz.

– Soy yo, Perrie Kincaid.

– Oh, Perrie. Menos mal que has llamado. ¿Joe se ha puesto en contacto contigo?

– No, no me ha llamado. ¿Es que no está ahí?

Un largo silencio siguió a su pregunta.

– Perrie, tengo malas noticias. Joe iba a llevar provisiones a una ciudad cercana al Ártico y no apareció. Avisó por radio antes de salir para que lo esperaran antes del anochecer. Se llevó el Cub. Al principio pensamos que podría haber ido a verte.

– ¿A mí?

– Tanner me dijo que después de irte tú estaba muy disgustado. Pensamos que habría ido a Seattle a aclarar las cosas.

– Él… no está aquí, Julia dijo Perrie-. No ha llamado.

– Hawk dice que Joe jamás se desviaría de su plan de vuelo. Por eso estamos preocupados.

– Es un buen piloto -murmuró Perrie-. El mejor. Él nunca…

El corazón se subió a la garganta mientras asimilaba las palabras de Julia. El avión de Joe había caído en la espesura y no sabían dónde estaba.

Se llevó la mano a los labios para no gritar y ahogó las repentinas lágrimas que estaba a punto de derramar.

– Voy para allá -dijo Perrie en tono sorprendentemente sereno-. Tal vez tenga que volar a Anchorage y después a Fairbanks, pero por la mañana estaré allí. Lo prometo.

– Perrie, no tienes que…

– Quiero estar allí. Mi sitio está en Muleshoe.

– De acuerdo. Llama al refugio antes de salir de Fairbanks y enviaré a Hawk para que vaya a esperarte al aeropuerto.

– Estaré allí lo antes posible. ¿Y, Julia?

– ¿Sí?

– ¿Si lo encuentran antes de que llegue yo, querrás decirle que lo amo? ¿Y que todo se arreglará?

La diminuta pista de aterrizaje de Muleshoe apareció en la distancia. Perrie llevaba toda la noche volando, primero de Seattle a Anchorage, y de allí a Fairbanks. Le había costado encontrar a un piloto de madrugada; pero finalmente habían salido hacia Muleshoe justo antes del amanecer.

– Parece que hay alguien ahí abajo -gritó el piloto, señalando el final de la pista.

Perrie entrecerró los ojos y vio el Blazer aparcado junto a una fila de aviones. Cuando el piloto dio la vuelta a la pista, vio a Hawk que miraba hacia el avión. Había hablado con él antes de salir de Fairbanks, y entonces no se había sabido todavía nada de Joe.

Nada más aterrizar el avión, Perrie saltó del aparato y se echó a los brazos de Hawk, que a su vez la abrazó con fuerza antes de retroceder un poco y mirarla a la cara.

– Me alegro de que hayas venido -le dijo Hawk.

– ¿Hay alguna noticia?

Hawk negó con la cabeza.

– Ahora van a enviar unos aviones de rescate en su busca. Lo encontraremos.

– ¿Y qué hay de su radio? ¿No ha tratado de ponerse en contacto con nadie?

– Tal vez no le funcione -dijo Hawk.

– Pero entonces eso quiere decir que…

Perrie no quiso continuar.

– Hay muchas razones por las cuales podría haber perdido el contacto por radio -le aseguró Hawk-. Si está en un valle, las montañas pueden bloquear la señal.

– Sabrás la ruta que estaba haciendo, ¿no?

– Iba a llevar provisiones a Fort Yukon.

– ¿A Fort Yukon? -preguntó Perrie.

– Iba a llevar allí provisiones. Así que si ha tenido que aterrizar de emergencia, tiene sacos de dormir y comida enlatada, y podrá esperar a que lleguemos.

De pronto a Perrie se le ocurrió una idea cuando Hawk mencionó los sacos de dormir.

– Creo que tal vez sepa dónde está -dijo ella-. ¿Y si aterrizó por alguna razón, y luego no pudo despegar de nuevo?

– ¿Y para qué iba a hacer eso?

– Para ver a Romeo y Julieta, los lobos -dijo ella-. Sabes, la familia de lobos que él va a observar a las llanuras del Yukon. Me llevó a verlos.

– ¿Joe va a ver a una familia de lobos? -Hawk parecía sorprendido por la revelación-. ¿Te acuerdas de dónde aterrizasteis?

– Estábamos en casa de los Gebhardt.

– ¿En Van Hatten Creek?

Perrie asintió. Entonces empezó a describirle lo que recordaba del recorrido desde casa de los Gebhardt hasta donde habían aterrizado, pero había cosas de las que Perrie no estaba segura.

El piloto que la había llevado a Muleshoe le llevó sus cosas. Perrie lo agarró del brazo.

– ¿Cuánto combustible le queda?

– Suficiente para volver a Fairbanks.

– ¿Y para volar a Fort Yukon? -le preguntó Perrie.

– Por el combustible no hay problema; repostaremos aquí -intervino Hawk.

– Pero tengo que regresar para…

– Es una misión de rescate -le explicó Hawk.

La expresión del piloto cambió totalmente.

– ¿A quién buscamos?

– A Joe Brennan.

– ¿De Polar Bear Air? Conozco a Brennan.

– Creemos que podría haber aterrizado en algún punto de la llanura ayer por alguna razón.

– Entonces repostemos y salgamos lo antes posible. Tal vez podamos encontrarlo y que no tenga que pasar otra noche en el frío.

En veinte minutos prepararon todo, avisaron a Tanner de sus planes y enseguida estaban en el aire.

Perrie se asomó a la ventanilla desde su asiento detrás del del piloto, tratando de recordar el paisaje. Cuando sobrevolaron la cabaña de los Gebhardt, se irguió en el asiento, esperando que el avión de Joe estuviera delante. Pero Perrie no vio nada salvo un poco de humo saliendo de la chimenea.

El pilotó viró al oeste y Snowy Peak apareció delante de ellos.

– Sí, es por aquí. Tomamos esta dirección. Estábamos más o menos a la altura del pico cuando Joe viró hacia el norte.

El piloto esperó hasta estar más cerca de la montaña y entonces giró a la derecha. El paisaje a sus pies no le resultaba familiar, y a Perrie se le encogió el corazón.

– No me suena -dijo-. No lo reconozco.

Perrie aspiró hondo y se llevó la mano al pecho, donde sintió el crujido del papel bajo la tela de la cazadora. Entonces metió la mano en un bolsillo y sacó la tarjeta de San Valentín de Joe.