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La capucha se arrugó a medida que ella, en medio de las sombras, movía la cabeza.

—No lo está. Te comprendo, Heidhin. Un romano ha caído en nuestras manos y crees que deberíamos hacer lo que hacían los guerreros de antaño, dárselo todo a los dioses. Cortar gargantas, romper armas, destruir carros, arrojarlo todo a un cenagal para que Tiw esté contento.

—Una gran ofrenda. Aceleraría la sangre de nuestros hombres.

—Así como enfurecería a los romanos.

Heidhin sonrió.

—Conozco a los romanos mejor que tú, Edh. —¿Había hecho una mueca? Siguió hablando—: Es decir, he tratado con ellos y con los suyos, yo, un jefe guerrero. La diosa te dice poco de esas preocupaciones cotidianas, ¿no? Yo digo que los romanos no son como nosotros. Ellos son pensadores fríos…

—Por tanto los comprendes bien.

—Los hombres me llaman astuto —dijo, sin vergüenza—. Por tanto, empleemos mi ingenio. Yo te digo que una matanza animará a las tribus y nos traerá nuevos guerreros, más de lo que producirá deseos de venganza. —Fingió gravedad—. Además, los dioses estarán alegres. Lo recordarán.

—He pensado en ello —le dijo ella—. Burhmund dice que perdonará a sus hombres…

Heidhin se envaró.

—Ja —dijo—. Ése. Él, medio romano.

—Sólo que los conoce todavía mejor que tú. Considera que una carnicería no sería inteligente. Podría enfurecerlos de forma que cayesen sobre nosotros con toda su fuerza, sin que les importe el coste en cualquier otra zona de su reino. —Edh levantó una palma—. Pero espera. Él también sabe lo que los dioses podrían desear… lo que otros en casa podrían pensar que los dioses quieren. Va a enviarme a uno de los jefes romanos.

Heidhin se puso recto.

—Bien, ¡perfecto!

—Burhmund dice que podemos matar al hombre en el lugar sagrado si es necesario, pero aconseja que controlemos la mano. Un rehén, para cambiar por algo de mayor valor… —Se detuvo un momento—. He pasado este rato de calma invocando a Niaerdh. ¿Quiere sangre o no? No me ha dado ninguna señal. Creo que eso significa que no.

—Los Anses…

Sentada por encima de él, Edh dijo con repentina frialdad:

—Que Woen y el resto se quejen a Niaerdh, Nerha, si quieren. Yo la sirvo a ella. El cautivo vivirá.

Heidhin frunció el ceño mirando al suelo y se mordió el labio.

—Sabes que soy enemiga de Roma y por qué —siguió diciendo ella—. Pero todas esas palabras de destrozarla me parecen cada vez más, a medida que la guerra sigue y sigue, como simples gritos. No es realmente lo que la diosa me ordenó decir, es lo que yo me he dicho que ella quiere que diga. Tuve que repetirlo esta noche, o el encuentro hubiese estado desconcertado y aterrado. Pero ¿realmente podemos ganar algo más que la retirada de Roma de estas tierras?

—¿Podemos ganar incluso eso si nos olvidamos de los dioses? —le soltó él.

—¿O son tus esperanzas de poder y fama las que tendremos que sacrificar? —le respondió ella.

Él la miró con furia.

—Sólo de ti toleraría algo así.

Ella abandonó el taburete. La voz se suavizó.

—Heidhin, viejo amigo, lo siento. No pretendía hacerte daño. Nunca deberíamos pelearlos, nosotros dos.

El hombre también se puso en pie.

—Lo juré una vez… que te seguiría.

Ella tomó sus manos entre las suyas.

—Y bien que lo has hecho. Muy bien.

Cuando levantó la cabeza para mirarlo, la capucha cayó hacia atrás y él te vio el rostro a la luz de la lámpara. Las sombras rellenaban las arrugas y destacaban las mejillas, pero ocultaban el gris de los mechones de la frente.

—Juntos hemos recorrido un largo camino.

—No juré que te seguiría a ciegas —murmuró él, Y tampoco lo había hecho. En ocasiones iba en contra de los deseos de ella, después le demostraba que con razón.

—Muy, muy largo —susurró ella como si no lo hubiese oído. Sus ojos avellanados buscaron en la oscuridad de espaldas a él—. ¿Acabamos aquí, al este del gran río, por los años y las millas que nos han desgastado? Debíamos haber seguido vagando, quizá hasta los bátavos. Su tierra se abre al mar.

—Los brúcteros nos recibieron bien. Hicieron por ti todo lo que pediste.

—Oh, sí. Estoy agradecida. Pero algún día, desde un solo reino de todas las tribus, volveré a observar la estrella que Niaerdh hace brillar sobre el mar.

—Ese reino no será posible a menos que acabemos por completo con los romanos.

—No hables así. Después quizá tengamos que hacerlo. Ahora recordemos cosas más agradables.

La salida del sol teñía de rojo el cielo cuando él se despidió. El rocío manchaba el barro. Cruzó la pequeña arboleda en dirección al refugio y a su caballo. Ella tenía paz en la frente, lista para dormir, pero él sujetaba con dedos tensos la empuñadura de su cuchillo.

4

Castra Vetera, el Campamento Viejo, se encontraba cerca del Rin, más arriba de donde se encontraba Xanten en Alemania cuando Everard y Floris habían nacido. Pero toda aquella tierra en esa época era Germania: atravesaba Europa desde el mar del Norte hasta el Báltico, desde el río Scheldt hasta el Vístula, y por el sur el Danubio. Suecia, Dinamarca, Noruega, Austria, Suiza, Holanda, los estados germanos que nacerían en el curso de casi dos mil años, eran hoy una tierra salvaje rota aquí y allá por zonas cultivadas, pastos, villas, ocupada por tribus que guerreaban, emigraban y se mantenían en una eterna turbulencia.

Al oeste, en lo que serían Francia, Bélgica, Luxemburgo, la mayor parte del Renania, los habitantes eran galos, de lengua celta y costumbres celtas. Con una cultura desarrollada y capacidad militar, habían dominado a los germanos con los que tenían contacto —aunque la distinción nunca había sido absoluta, y se hacía imprecisa en la zona fronteriza— hasta que César los conquistó a ellos. Eso se había producido recientemente, y la asimilación no había progresado lo suficiente como para que el recuerdo de los viejos días se hubiese desvanecido.

Había parecido que lo mismo sucedería a sus rivales del este; pero cuando Augusto perdió tres legiones en el bosque de Teutoburgo, decidió fijar la frontera del Imperio en el Rin más que en el Elba, y sólo unas pocas tribus germanas permanecieron bajo dominio romano. Para las más periféricas, como los bátavos y los frisios, no se trataba de una ocupación real. Como a los estados nativos de la India del rajá británico, se les exigía pagar tributo y, en general, comportarse como dictara el procónsul más cercano. Aportaban muchas tropas auxiliares, originalmente voluntarios, más tarde reclutados. Fueron los primeros en rebelarse; después consiguieron aliados entre sus parientes del este, mientras que en el suroeste los galos se rebelaban.

—Fuego… he oído hablar de una sibila que profetiza que la misma Roma arderá —dijo julio Clásico—. Háblame de ella.

El cuerpo de Burhmund se movió incómodo sobre la silla.

—Con palabras como ésas unió a nuestra causa a los brúcteros, los téncteros y a los charriavos —reconoció él, con menos entusiasmo del esperado—. Su fama ha saltado sobre los ríos para llegar a nosotros. —Miró a Everard—. Debes de haber oído hablar de ella en tu viaje. Tu camino debe de haberse cruzado con el suyo, y aquellas tribus no han olvidado. Sus guerreros han seguido viniendo porque supieron que ella estaba con nosotros, invocando la guerra.

—Ciertamente oí hablar de ella —mintió el patrullero—, pero no sabía cómo tomarme esas historias. Cuéntame más.

Los tres montaban bajo un cielo gris, bajo una brisa fría, cerca de la vía que salía del Campamento Viejo. Era una carretera militar, pavimentada y recta como una flecha, siguiendo el sur junto al Rin hasta Colonia Agripina. Las legiones romanas habían estado allí durante muchos años. Ahora los restos de aquellos que habían defendido la fortaleza durante el otoño y el invierno se dirigían bajo vigilancia hacia Novesium, que había caído con mayor prontitud.