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Formaban un grupo triste: andrajosos, sucios, esqueléticos. La mayoría caminaba con ojos vacuos, sin ni siquiera intentar mantener la fila, En su mayoría eran galos, tanto soldados regulares como auxiliares, y era al Imperio gato al que se habían rendido y jurado lealtad, según las exigencias y promesas del representante de Clásico. No es que hubiesen podido soportar un ataque directo, como habían hecho una y otra vez al comienzo del asedio. El bloqueo los había obligado a comer hierba y las cucarachas que un hombre pudiese atrapar.

La escolta era nominaclass="underline" un puñado de compañeros galos, bien alimentados y vestidos, soldados ellos mismos antes de convertirse en seguidores de Clásico y sus colegas. Otros hombres vigilaban los carros tirados por bueyes que iban más atrás, cargados con despojos. Ésos eran germanos, algunos veteranos de la legión que mandaban a montañeses armados con lanzas, hachas y espadas largas. Era evidente que Claudio Civilis —Burhmund el Bátavo— tenía una fe muy limitada en sus asociados celtas.

Frunció el ceño. Era una hombre grande, de rasgos toscos, el ojo izquierdo ciego y lechoso por una infección del pasado, el derecho de un azul frío. Después de renegar de Roma se había dejado crecer la barba, mechones castaños con canas, como su pelo, también sin cortar, teñido de rojo al estilo bárbaro. Pero sobre el cuerpo llevaba una cota, un casco romano en la cabeza, y colgada de la cadera una espada de legionario diseñada para clavar, no para cortar.

—Me llevaría todo el día hablar de Wael-Edh… Veleda —dijo—. Tampoco estoy seguro que fuese muy afortunado. Sirve a una extraña diosa.

—¡Wael-Edh! —susurró una voz en el oído de Everard—. Su nombre real. Los hablantes latinos naturalmente lo alterarán un poco… —Los tres hombres empleaban la lengua de Roma, la que tenían en común.

Sorprendido por la tensión, Everard involuntariamente levantó la vista. Sólo vio una cubierta de nubes. Por encima, Janne Floris flotaba en el cronociclo, Una mujer no podría haber entrado cabalgando en el campamento rebelde. Aunque él hubiese podido explicar su presencia, era una idiotez asumir tal riesgo en una misión ya de por sí delicada. Además, era más útil donde estaba. Sus instrumentos vigilaban la zona de forma extensa, ampliando lo que deseaba. Por medio de dispositivos electrónicos en la banda ornamental que llevaba en la cabeza, podía ver y oír lo que él veía y oía, mientras que la conducción ósea le traía las palabras de ella. Si tenía dificultades serias, Floris intentaría rescatarle. Eso si podía hacerlo sin crear demasiada sensación. No había forma de saber cómo reaccionaría aquella gente —incluso el más sofisticado de los romanos creía al menos en los presagios— y el sentido de toda aquella operación era preservar la historia. Si era preciso, dejabas morir a tu compañero.

—En todo caso —siguió diciendo Burhniund, evidentemente deseoso de dar por zanjado el tema—, su ferocidad disminuye. Quizá la diosa misma quiera el final de la guerra. ¿Qué hay que ganar después de haber ganado aquello por lo que la empezamos? —Su suspiro se perdió en el viento—. Yo también he tenido ni¡ ración de batallas.

Clásico se mordió el labio. Era un hombre bajo, lo que podía haber alimentado la ambición que ardía en él, aunque un rostro aquilino apoyaba la ascendencia real que decía tener. Al servicio de Roma había mandado la caballería de térreos, y fue en la ciudad de esa tribu gala, la que se convertiría en Tréveris, donde él y otros conspiraron por primera vez para sacar partido del levantamiento germano.

—Nos queda por ganar el dominio —respondió—, la grandeza, la riqueza, la gloria.

—Bien, yo soy un hombre de paz —dijo Everard por un impulso. Si no podía detener lo que iba a suceder ese día, podría al menos, de forma débil y fútil, protestar.

Notó que lo miraban con escepticismo. Sería mejor que lo desmintiera. ¿Él, un pacifista? Fingía ser un godo, venido de las tierras que algún día serían Polonia, donde todavía habitaba su tribu. El hijo de Everard Arnalaric se encontraba entre la numerosa progenie del rey, su jefe guerrero, y por tanto tenía una posición social que le daba derecho a hablar con libertad frente a Burhmund. Nacido demasiado tarde para recibir una herencia que valiese la pena mencionar, se había dedicado al comercio de ámbar, realizando personalmente el costoso viaje hacia el Adriático, que es donde adquirió su latín tan acentuado. Finalmente lo dejó y se dirigió al oeste porque sentía deseos de aventura y había oído rumores de que en esas partes podían ganarse fortunas. Además, dio a entender, algunos problemas en casa precisaban de algunos años para enfriarse.

Era una historia inusual pero no increíble. Un hombre grande y formidable, que llevaba poco que valiese la pena robar, podía viajar solo sin ser asaltado, En realidad, se le recibiría bien en la mayoría de los sitios, un paréntesis en la monotonía, como portador de noticias, historias y canciones. Claudio Civilis se había sentido feliz de recibir a Everard cuando llegó. Tuviese o no Everard algo útil que decir, al menos le ofrecía algo de distracción en la larga campaña.

Pero no era creíble que no hubiese luchado nunca, o que hubiese perdido el sueño después de haber despedazado a un ser humano. Antes de que sospechasen que era un espía, el patrullero se apresuró a añadir:

—Oh, he tenido mis batallas y combates individuales. Cualquiera que me llame cobarde estará dando de comer a los cuervos antes de anochecer. —Hizo una pausa. Tengo la impresión de que puedo apelar a algo en Burbmund, hacer que se abra un poco conmigo. Tengo que saber cómo piensa el hombre clave en todo esto si hemos de descubrir cómo se desvía la línea temporal… y cuál es el curso correcto, cuál el erróneo para nosotros y nuestro mundo—. Pero soy razonable. Cuando es posible, el comercio es mejor que la guerra.

—Encontrarás rico comercio entre nosotros en el futuro —declaró Clásico—. El Imperio galo… —Pensativo—: ¿Por qué no? Traer el ámbar directamente al oeste por tierra así como por mar. Pensaré en ello cuando tenga tiempo.

—Alto —interrumpió Burhmund—. Tengo algo que hacer. —Dio con el talón al caballo y se alejó al trote.

La mirada de Clásico le siguió con cautela. El bátavo cabalgó hasta la línea de tropas rendidas. La cola de la triste procesión estaba pasando. Se acercó a un hombre, casi el único que caminada recto y con orgullo. Sin tener en cuenta lo práctico, el hombre se había envuelto en una toga, limpia y de color barro, el cuerpo desnutrido. Burhmund se inclinó y le habló:

—¿Qué se le ha metido en la cabeza? —murmuró Clásico. Inmediatamente se dio la vuelta y sonrió a Everard. Debía de haber recordado que el recién llegado le oiría. Las fricciones entre aliados no debían mostrarse a los extraños.

Tengo que distraerle, o podría ordenarme que me aleje, pensó el patrullero. En voz alta dijo:

—¿El Imperio galo? ¿Te refieres a esa parte del Imperio romano?

Ya conocía la respuesta.

—Es la nación independiente de todos los galos. La he proclamado. Soy el emperador.

Everard fingió estar impresionado.

—¡Os pido perdón, señor! No lo había oído, puesto que he llegado recientemente.

Clásico sonrió sardónico. Había algo más en él que vanagloria.

—El Imperio en sí es de reciente fundación. Pasará un tiempo hasta que reine desde un trono y no desde una montura.

Everard le sonsacó. Fue fácil. Rústico y sin influencias, aquel godo seguía siendo alguien con quien hablar y, después de todo, un hombre impresionante, que había visto mucho, y por tanto su interés era una forma sutil de halago.