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Nunca le ha caído bien Cora, pese a las alabanzas que su común amigo Salvador Matas le dispensa con generosidad. ¿O es precisamente esa exaltación de sus cualidades en boca del, por otra parte, sexualmente imperturbable arabista, la causa de su animadversión? Matas siempre ha intentado vendérsela como un prodigio de inteligencia y belleza. No es que Diana esté celosa. ¿O sí? Desde que se conocieron, al poco de su aterrizaje en la ciudad, Salva se ha convertido en uno de sus mejores amigos. Más que eso, es un compinche. Es bastante más joven que ella, pero tienen mucho en común. Pese a su erudición, Matas es un conversador ligero, notable contador de chismes y anécdotas. Disfruta mucho, Diana, con sus encuentros semanales y el intercambio de información, ironías e incluso parodias que puntean sus charlas. Se siente atraída hacia él, pero esta verdad se la oculta a sí misma las más de las veces. Nada en su amigo, ninguna señal, la predispone a dar un paso en falso.

Se pregunta a menudo qué sabe ella de Salva. El embajador Ramiro De la Vara no es una fuente muy fiable. Los dos hombres coincidieron en unos cuantos destinos, ya que Salva pertenece a la cuadra de profesores que trabajan en la Fundación Quijote para la divulgación global del castellano y, en condición de tal, ha enseñado en un par de capitales del norte de África, así como en Damasco y El Cairo. De la Vara lo sabe todo sobre etiqueta y cortesía, e incluso sobre intrigas en las altas esferas, pero carece de inteligencia emocional. Y aunque La Casa -como llaman los iniciados a la institución quijotesca- es un hervidero de hormonas, sus chismorreos básicos apenas traspasan las paredes del edificio que ocupa en el viejo Beirut. Sus intrigas, académicas o pasionales, componen un puchero poco apetitoso incluso para Dial, que tiene por oficio observar la naturaleza humana.

En cuanto al embajador -un viudo borrachín y faldero, miembro del Opus Dei, con media docena de hijos repartidos en cargos importantes en Madrid-, es más probable que conozca con quién se acuesta el director de la Fundación Quijote -o con quién no, lo cual resulta más frecuente- a que detecte los hábitos sexuales de profesores y funcionarios; mucho menos entre la tropa. Y Matas no es más que un profesor de español bien considerado por sus alumnos pero que nunca alcanza -porque no quiere o porque no puede, otro de sus misterios- un rango superior en la institución.

Del arabista Diana sabe lo que éste le muestra, los signos que le envía su lenguaje corporal cuidadosamente contenido, porque él jamás se refiere a su intimidad ni evoca recuerdos del pasado. Quizá por eso mantiene su atención fija en él, su instinto periodístico -detectivesco, rectifica- siempre alerta. Intentando descifrarle, la investigadora se ha aficionado a su presencia, a su existencia. Pero Dial va a dejar Beirut para siempre -tanto como se lo permita su alma vagabunda-, y ninguno de los dos ha hecho otra cosa que dar por sentado que la amistad seguirá en un escenario u otro. En los temas personales, el lingüista es como una casa con ventanas y puertas cerradas. Una casa sin luz, mal que le pese a Diana.

Salvador Matas no ha cumplido los cuarenta -la periodista le lleva quince años cruciales, al menos para ella- y es enjuto, moreno, alto y barbudo como un cruzado. Resultaría severo si una dentadura blanca y perfecta no despejara a menudo su semblante, enmarcada por unos labios mullidos cuya sensualidad irrumpe inesperadamente. Es atractivo y viste con elegancia, siempre de oscuro, en verano como en invierno, y los jerséis o las camisetas cuelgan de sus hombros delgados como cotas de mallas. Parece un castellano viejo en una producción sobre la vida del Cid Campeador.

Su sobriedad aparente esconde una mente exacta, un espíritu afilado y una lengua de víbora, cualidades que Diana aprecia por encima de todo. Se le ve siempre un par de pasos por detrás del lugar de los hechos: no porque no quiera llegar, sino porque ya ha estado allí, cree la reportera. Es un observador de la naturaleza humana. Como ella. Aunque ella combina el análisis con la acción. Incluso en su expresión corporal, Salva muestra su intención de no querer salir de sí mismo.

Fue él, recuerda Diana mientras pasa las páginas de un Mondanité, quien le presentó a Cora Jimeno en una recepción en la embajada. Por entonces, de eso hace casi dos años, la chica, también recién llegada a la ciudad, reinaba en las noches de Beirut, según expresión del propio Matas, que solía glosar regularmente las conquistas de la muchacha. «La he rescatado del Quijote de El Cairo. No es ciudad para una mujer como ella. Se moría de aburrimiento. Cora necesita brillar, deslumbrar, enamorar. Y follar, coño.» Con un puesto fijo en la Fundación beirutí y pista libre en los locales nocturnos que proliferan en el lado cristiano, a Cora Jimeno todo parecía irle bien. Desde la fiesta de la embajada, Diana Dial ha seguido las andanzas de la bella, gracias a los escrupulosos partes de Salva y, a raíz de su compromiso y posterior matrimonio con Tony Asmar, también por los cotilleos de las revistas de sociedad.

– ¡Lo tengo! -grita, agitando un Mondanité.

Joy llega corriendo desde la cocina, temiendo que el alarido haya despertado a Yara. Pero la niña duerme, sin inmutarse, en el rincón más resguardado del salón -junto a su mecedora- anidada en una cuna rosa, ribeteada de pompones, regalo de Diana.

La filipina se inclina, fisgona, por encima del hombro de la mujer:

– ¡Es ella! -se extasía-. ¡La pobre viuda!

El reportaje que Diana examina, publicado en la primavera de 2008, marcó la aparición de Cora Jimeno, por la puerta grande y en papel cuché, en la escena pública libanesa. Líbano acababa de vivir un espeluznante episodio de violencia -los Hechos de Mayo-, pero los ricos que no habían buscado refugio provisional fuera del país continuaban desarrollando sus boatos como si el caos no pudiera alcanzarles. Mejor dicho, como si el caos fuera -y lo era, lo es- su razón de existir. En Beirut, a una crisis siempre le sucede un período de calma, y eso significa una nueva recalificación del suelo, otro frenesí vitalista y más oportunidades de hacer negocios. El Mondanité que Diana tiene en sus manos, aunque no tan voluminoso como acostumbra a ser, refleja en sus satinadas páginas esa burbuja de lujo excesivo en la que se mantiene, anestesiada, parte de la sociedad.

Cora Jiménez, futura esposa del empresario Tony Asmar -perteneciente a una de las familias más ilustres de la tribu maronita-, resplandece en el cumplido reportaje gráfico de su fiesta de compromiso. Viste de rojo, un modelo de crepé de seda, sin hombros, ajustado, que ciñe su silueta y se amplía a partir de las caderas perfectas, firmes, permitiendo que el juego de la falda deje adivinar la calidad marmórea de los muslos. El pelo, también de color fuego, natural, se desparrama escandalosamente, tal como les gusta a los árabes, en torno a su cabeza de muñeca. Diana la imagina enlutada, y no le cabe ninguna duda de que el negro le sentará muy bien.

Recuerda que, en aquel tiempo, se preguntó qué podía conducir a la liberada Cora a aceptar el yugo de una familia libanesa tan tradicional como estrecha de miras. «El amor, no lo dudes», le había dicho Salva cuando se lo preguntó. «¿En serio? ¿Enamorada de ese insignificante?» «El amor escribe con renglones torcidos. Como Dios. A tu edad y con tu experiencia, deberías saberlo», comentó el otro, y Diana calló, confundida. En su fuero interno, Dial se dijo que, posiblemente, la muchacha -tenía veintiséis años- no estaba tan emancipada como parecía. Joder por libre sólo rompe cadenas secundarias.

– ¿Usted la conoce? -inquiere Joy-. ¿Es tan guapa como en las fotos?

– Mucho más -admite Diana, a regañadientes-. Es impresionante.

Impresionante era el adjetivo exacto para definirla. Lo que la distinguía de las otras mujeres, además de su atractivo de pelirroja de película y su cutis de camelia, era su carnalidad. Imposible que alguien -salvo otra mujer- se fijara en lo que llevaba puesto. Parecía ir desnuda, parecía saber perfectamente que lo parecía. Al saludar se apretaba por igual a hombres y mujeres, bestializando el abrazo, poniendo a prueba el registro sexual del otro o la otra. Cuando la conoció, la otra se lanzó a abrazarla y Diana casi sintió su prominente pubis encima del ombligo, y se dijo que esa mujer iba a acabar muy mal. No era un juicio moral, sino un vaticinio casi físico. Mirarla era como ver a una criatura de pocos años haciendo equilibrios en la barandilla del balcón de un quinto piso. Había que quedarse quieto y esperar a los bomberos.