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– Su turno, Rosato -la llamó la funcionaría.

Bennie se levantó y pasó por el detector de metales situado al otro lado del mostrador. Dejó la cartera sobre el mal pulido mosaico y levantó los brazos mientras una funcionaría hacía deslizar sus impertinentes y profesionales manos por su cuerpo, desde las axilas hasta los costados.

– Dime que no hay otra en tu vida -dijo Bennie, y la funcionaría esbozó una sonrisa.

– Arriba, jovencita.

– Vale, pero la próxima vez también me invitas a cenar.

Bennie recogió la cartera mientras un guardián abría otra puerta metálica gris de doble grosor. Los abogados firmaban una «declaración para caso de secuestro» a fin de conseguir una tarjeta de identificación; cualquier error en el nombre implicaría su exclusión en la negociación, si la tomaran como rehén. Una vez cruzado el umbral, Bennie se encontraría encerrada entre la población reclusa, que podía esconder cuchillos, afiladas cuchillas de afeitar, garrotes, mangos de herramienta, tenedores torcidos con punzantes púas y posiblemente algún soplete. Bennie tenía como únicas armas la cartera de lona y el bolígrafo Bic. Quien considere que una pluma es más poderosa que la espada no ha visitado nunca una cárcel de alta seguridad.

Cruzó la puerta con un aire de despreocupación que no engañaba a nadie y siguió por un estrecho pasillo gris, tan asfixiante como la sala de espera aunque afortunadamente más silencioso. Allí sólo llegaban los ecos del griterío lejano y dominaba el sonido de sus pisadas. Pulsó un deteriorado botón y subió sola a la tercera planta. A la salida se encontró con una ventanilla de cristal ahumado que le impedía ver a la persona situada tras ella, la cual admitió la solicitud que le pasó a través de la ranura.

– Cabina 34 -dijo la voz apagada, e inmediatamente se abrió la puerta mecánica situada a la derecha de Bennie.

Una segunda puerta la llevó a un pasillo gris con una serie de cubículos a la izquierda. Las reclusas accedían a ellos por las puertas del pasillo de seguridad situado al otro lado, y todas ellas se cerraban automáticamente. Los cubículos, de metro veinte por metro ochenta, aproximadamente, contenían dos sillas colocadas frente a frente y un teléfono gris de pared para llamar a la funcionaría. Sólo una estrecha tabla de fórmica separaba a la delincuente del abogado. Algo que nunca había inquietado a Bennie, pero que sin embargo aquel día le parecía poco adecuado. Continuó hasta el fondo del pasillo, abrió la puerta que daba a la cabina 34 y quedó algo desconcertada al ver a la interna.

– ¿Es usted Alice Connolly? -le preguntó.

– Sí -respondió ella con una sonrisa altanera-. ¿Sorprendida?

Bennie miró a la presa de arriba abajo, deteniendo el desconcertante recorrido en el rostro de Connolly. La reclusa parecía una copia, algo más atractiva y taimada, de su propia estampa, a pesar del pelo, de color cobrizo y mal escalado. Tenía los pronunciados pómulos de Bennie, también sus labios carnosos, aunque llevaba el maquillaje suficiente para hacer resaltar tales rasgos. Tendría la misma estatura de Bennie, pero estaba delgada como una modelo, de forma que el peto naranja que llevaba le quedaba muy holgado. Los ojos -redondos, azules y despiertos- eran idénticos a los de Bennie, lo que dejó por un momento estupefacta a la abogada.

Connolly le tendió la mano por encima de la tabla.

– Encantada de conocerte. Soy tu hermana gemela -dijo.

2

Bennie la miraba sin dar crédito a lo que veía. ¿Su hermana gemela?

– ¿Mi hermana gemela? ¿Es una broma?

– En absoluto -respondió Connolly. Dejó la mano, que Bennie no le había estrechado, suelta contra el costado y extendió los dedos-. Mírame bien. Somos gemelas idénticas.

Bennie iba moviendo la cabeza poco a poco. Era imposible. Pese a la similitud en los rasgos, notaba una frialdad en el ademán de la presa que ella jamás había visto reflejada en un espejo. La comparación entre ellas podría ser la de un cadáver con un ser vivo.

– Podemos parecemos pero no somos gemelas.

– Te sorprende, ya lo sé, a mí me ocurrió lo mismo. Pero es cierto.

– Imposible. -La cabeza de Bennie no podía asimilar la idea. Seguía negándolo con el movimiento de la cabeza. Veía su imagen en los ojos de la reclusa-. No me habló del tema cuando me llamó, Connolly. Me dijo que tenía que cambiar de abogado.

– No quise decírtelo por teléfono, pues no habrías venido. Me habrías tomado por una chalada.

– Y eso es lo que eres.

– No tenías noticia de mi existencia, ¿verdad? -Connolly se sentó señalándole con la cabeza la silla que tenía enfrente-. Será mejor que te sientes, te veo algo pálida. Es curioso descubrir que tienes una hermana gemela. Lo sé porque he pasado por la misma experiencia.

– Esto es una locura. Yo no tengo una hermana gemela. -Bennie se dejó caer en el asiento de plástico del otro lado de la tabla y fue recuperando el equilibrio emocional. Con casi cuarenta años, Benedetta, Bennie, Rosato era hija única de una madre enferma y un padre al que no había conocido. No tenía una hermana gemela; sí tenía un bufete, además, un novio joven y un perro perdiguero-. Yo no tengo una hermana gemela -repitió Bennie, segura de sí misma.

– Sí la tienes. No te precipites. Ya lo irás asumiendo. Fíjate en que nuestra constitución es idéntica. Yo mido metro ochenta y dos, y veo que tú también. Peso sesenta y tres kilos. Tú eres un poco más robusta, pero no tanto.

– Peso más. Dejémoslo.

– Eres bastante musculosa. ¿Haces ejercicio?

– Remo.

– ¿En barca? -Connolly la observó con ojo crítico-. Has desarrollado excesivamente los hombros. Creo que tendrías que perder un poco de peso, hacer algo. Tienes una cara bonita pero te maquillas poco. Necesitas un corte de pelo y más color en la cara. Tengo una amiga fuera que podría ayudarte. Te daría un aspecto más sexy. ¿Te gustaría mi color?

– No, gracias -dijo Bennie, desconcertada.

– Oye, a mí también me resulta extraño verte. Alucino. Alguien igual que yo, sin maquillaje. Mi otro yo.

– Yo no soy su otro yo -saltó Bennie, sin reflexionar. Valiente idea. Una reclusa, tal vez una asesina-. Que nos parezcamos un poco no significa que tengamos que ser gemelas. Muchas personas tienen un parecido con otras. A menudo alguien me dice: «Conozco a una mujer idéntica a ti».

– No es eso. Fíjate en mi cara. ¿No reconoces en ella tus propios ojos?

– No necesariamente. Soy penalista y en lo que menos confío es en las apariencias. Además, sé muy bien quién soy yo.

– Sólo sabes de la misa la mitad. La otra mitad soy yo. Escúchame. Incluso en el sonido somos iguales. La voz. -Connolly hablaba deprisa, con un tono directo, un determinado eco del tono y la cadencia de la letrada.

– Podría hacerlo a propósito.

– ¿Cómo, imitarte? ¿Por qué tendría que hacerlo?

– Para convencerme de que acepte su caso.

– ¿Crees que miento?

Una mueca de dolor se dibujó en la frente de Connolly, y Bennie, al constatar el parecido, se arrepintió de haber pronunciado aquellas palabras, por no decir de sus pensamientos.