– El pie izquierdo hacia delante, un poco más -decía él.
– Lo siento -respondió Judy, haciendo lo que le decía-. Tampoco soy capaz de enrollar los espaguetis en el tenedor.
El señor Gaines sonrió.
– El pie derecho un poquitín hacia atrás. Tiene que aprender los rudimentos. Sin la postura correcta, uno parece una casa que va a derrumbarse. ¿Capta el sentido? La casa que se desmorona cuando aparece el lobo. ¿Conoce el cuento?
– Claro.
Judy colocó los pies donde creyó conveniente y controló la postura en el espejo. A través de él, obtuvo una panorámica del gimnasio, donde entrenaban unos diez hombres. La mayoría boxeaba con un adversario imaginario, pero había también una pareja peleando con poco entusiasmo y alguno que utilizaba el equipo. Los mamporros, los ruidos sordos recordaban el batir de unos tambores cuando el guante chocaba contra el saco, el cuerpo y los protectores. El hombre situado frente al saco iba soltando un «¡ja!» a cada golpe, enlazando el ritmo. Judy miraba de reojo a los boxeadores mientras ajustaba su postura.
– ¿Mejor así, señor Gaines?
– Eso. Muy bien. Y cuando inicie un movimiento, siga con los pies así. ¿Vale? Asegurar los cimientos para que no se caiga la casa.
– Bien. -Judy siguió el consejo, pero le resultaba difícil moverse en aquella incómoda posición y finalmente adelantó el pie derecho-. ¡Fatal!
– Tranquila. Va por buen camino, enseguida lo cogerá. Es cuestión de irlo intentando. Tiene que hacerlo suyo. Venga, que quiero mostrarle algo. -La agarró por el chándal y la llevó hacia una mesa situada fuera del cuadrilátero. En realidad se trataba de una puerta, con la pintura desconchada, sobre unos caballetes, y tenía encima un Daily News doblado, una botella de Don Limpio, una jarra de plástico y un vaso sucio. El señor Gaines cogió la jarra y el vaso y los sostuvo por encima de un cubo de acero lleno de basura-. Preste atención. ¿Concentrada?
– Por supuesto.
– En el cuadrilátero, hay que estar en el lugar exacto. ¿Ve esto? No está en el lugar exacto. No puede funcionar. No puede ayudarla. Observe. -El señor Gaines movió algo el vaso y el chorro de agua lo llenó-. ¿Ha visto? Ése era el lugar exacto. Todo a punto. Y el movimiento correcto. Usted tiene que estar en el punto preciso. ¿Entendido?
– Entendido.
Judy sonrió. Se había dado cuenta de que el señor Gaines tenía su método para explicar hasta el principio más simple. Le hubiera gustado tenerlo para atrapar a un asesino.
– Y ahora volvamos a lo nuestro -dijo él, y regresaron junto al espejo-. Lo primero, la postura. Recuerde lo que le he dicho.
Judy se situó, pendiente de los pies como una niña en su primer baile, y miró hacia el espejo. Desde el nuevo ángulo, detectó algo que no había visto antes. Una atractiva joven hacía calceta sentada contra la pared del fondo. Se fijó en la ondulada cabellera, en el delicado rostro ovalado y las pintadas cejas oscuras. Llevaba unos vaqueros ceñidos, cazadora de cuero y botas negras de tacón alto.
– ¿Qué mira? -le preguntó el señor Gaines.
– A esa chica que hace punto. ¿Quién es?
– La mujer de uno de los que entrenan.
– ¿De cuál?
– Del que está en el saco. Danny Morales.
– ¿Viene mucho por aquí?
– Siempre. ¡Vamos, concéntrese en la tarea! ¿A qué ha venido, a cotillear o a boxear?
– A boxear.
– Pues demuéstrelo, mujer.
Judy no disponía de mucho tiempo. Había terminado la clase de boxeo y tenía que volver al despacho. Estaba apurando la credibilidad de la historia que se había montado con lo de dos horas libres para ir al médico, pues incluso tratándose de una visita al ginecólogo, cuya consulta estaba siempre atestada, las cosas tenían un límite. Se agachó junto a la bolsa de deporte, donde fue colocando el equipo mientras observaba a la chica que hacía punto. A su lado, el marido estaba aporreando el saco. El señor Gaines le había dicho que la mujer de Morales se relacionaba con las otras esposas. Tal vez sabría algo.
«Pum, pum», contra el saco, pegando al contrachapado y oscilando de vuelta para recibir el siguiente golpe. Morales golpeaba el saco con la parte exterior de los guantes, los tatuados brazos en alto y los codos ladeados como si fueran alas. Su mujer levantaba de vez en cuando la vista para observarlo, pero el boxeador estaba concentrado en las sacudidas, en un trance marcado por el ritmo de su propia violencia.
Judy cerró la bolsa, se incorporó y avanzó tranquilamente hacia ellos. «Bum, bum, bum, bum», el sonido iba intensificándose. Pasó por delante de Morales y se detuvo al lado de su esposa, quien no levantó la vista.
– Me encantaría saber hacer calceta – dijo Judy en voz alta.
La joven levantó la cabeza, sorprendida. Las uñas pintadas quedaron inmóviles sobre la prieta pasada. Morales dejó de golpear el saco, que siguió oscilando en la chirriante cadena, y miró a Judy, intrigado.
– ¿Qué le ha dicho? -preguntó.
– Nada importante -respondió ella, desconcertada. Detrás de Morales vio al señor Gaines, que había interrumpido el entreno y la miraba con atención-. Intentaba aprender a hacer punto.
– ¡No me diga! -Morales parpadeó, se secó el sudor y la abultada frente dibujó unas arrugas que respondían por sí solas-. ¡Pues cómprese un libro!
– Danny, Danny… -gritó el señor Gaines, arqueando las piernas. Levantó un brazo como si fuera a parar un taxi-. No hace falta que te pongas así. Es Judy Forty, una de mis alumnas.
Morales torció la boca en una sonrisa.
– ¿Una chica que quiere aprender?
– Para mí es alguien que quiere boxear, sin más -respondió el señor Gaines-. Deberías tratarla bien. Ponérselo un poco más fácil.
Judy se sintió culpable. El señor Gaines daba la cara por ella, y ella le había mentido.
– Tranquilo, profe.
– No, no, Danny no querrá ser maleducado y se presentará. Imagino que le interesará conocer a un célebre boxeador. Tiene en su haber veinticinco peleas, veinticuatro ganadas por fuera de combate. Y sólo una por puntos. Dentro de unos meses boxeará en un combate de doce asaltos.
Morales se tranquilizó; le habían aliviado las credenciales expuestas por el otro. Saludó con la cabeza a Judy.
– Danny Morales. Si es usted amiga del señor Gaines, me alegro de conocerla. Puede preguntarme lo que desee saber sobre ese deporte. Historia, trucos, lo que sea. No me importa.
– Se lo agradezco, Danny. No sé cómo se llama su esposa… -dijo Judy, y la joven sonrió, al parecer contenta ante unas atenciones que le parecieron poco habituales.
– Ronnie, Ronnie Morales -dijo-. Si le interesa aprender a hacer calceta, cuente conmigo.
Judy se acercó a ella.
– ¿Qué es lo que está tejiendo?
– Una bufanda para Danny. -Se llevó un dedo a los labios-. Pero no se lo diga a él. Tendría que ser una sorpresa.
Morales casi esbozó una sonrisa.
– Como si no lo supiera. Será la tercera que me hace, aparte de un jersey.
– Es un hombre afortunado -dijo Judy, y la conversación se interrumpió. No podía hablar con Ronnie delante de su marido. Tendría que buscar un sitio al que no accedieran los hombres.
– ¿Sabe dónde están los lavabos de señoras, Ronnie? No creo que una pueda lavarse en los vestuarios…
– Al fondo. Tendrá que utilizar el del portero.
– No lo veo. ¿Está muy lejos?
– Un poco. ¿Quiere que la acompañe? -dijo Ronnie, dejando el punto.
– Se lo agradezco -respondió Judy, como si fuera lo más normal-. Usted primero.
5
Bennie entró precipitadamente en su despacho con una taza de humeante café y quitó de la mesa los mensajes telefónicos, la correspondencia y los papeles referentes a otros casos. Connolly se había convertido en su máxima prioridad. ¡Cómo no, si ya era jueves! Se quitó la chaqueta, se fijó en la tirita que llevaba en el pliegue del brazo y pasó el dedo por el bultito teñido de rojo del centro. Su sangre; la sangre de Connolly. En una semana sabría si eran iguales. Después de la prueba, la posibilidad le parecía más probable, pese a que sabía que su razonamiento no era del todo lógico.