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Se sentó en el asiento acolchado y notó el sol que le llegaba a través de la ventana que tenía detrás, recordándole como con un golpecito en el hombro que el día estaba tocando a su fin. Fue repasando papeles en busca de los informes de la policía. Era la parte menos convincente de la acusación, y ella pretendía llevar aquello al límite.

«Informe de la investigación», leyó en una tira de papel blanco. Eran los papeles que Carrier había solicitado al tribunal y que éste había cedido, si bien redactados sin gran lujo de detalles. Tenían el insignificante aspecto de unas notas de quiosco y en cambio eran los documentos más decisivos en un caso criminal. Constituían en general la narración cronológica del trabajo policial en el lugar de los hechos, aunque en aquella ocasión no precisaban cómo demonios habían acudido Reston y McShea con tanta rapidez al escenario del crimen. A Bennie le quedaban sólo por repasar las transcripciones de las llamadas telefónicas recibidas por el 911.

Cogió las referentes a aquella noche. La primera se había producido a las 20.07 y había podido verificarse la identidad de la comunicante. Nada del otro mundo para la defensa, pero la vecina, llamada Lambertsen, no precisaba cuándo había oído el disparo. Interesante, pues Bennie quería precisarlo. Siguió leyendo; la respuesta de la policía. La primera se produjo exactamente un minuto después. Bennie tomó nota de ello y continuó con el informe. Otras llamadas en las que se informaba de que se había oído un disparo y visto a Connolly corriendo calle abajo, que Bennie leyó con creciente angustia. La acusación haría desfilar a todos esos testigos. El efecto acumulativo machacaría la defensa.

Bennie dejó a un lado sus temores. Tenía que encontrar algún punto flaco de la acusación, y estaba convencida de que era cuestión de insistir. La luz del sol proyectaba sobre los papeles una sombra oblicua que le recordó la última visita que había hecho a su madre, y se le ocurrió que llevaba unos días sin hablar con el médico que la llevaba. Tenía que llamarle. Sería sólo un minuto. Cogió el teléfono, marcó el número y dio su nombre cuando obtuvo respuesta.

– El médico lleva toda la mañana intentando localizarla, señorita Rosato -dijo la recepcionista.

Aquello la desconcertó. ¿Intentando localizarla? No había leído ningún mensaje. Con el auricular apoyado en el cuello, hojeó rápidamente las notas de color rosa: doctor Proveto, a las 9.13. Doctor Proveto, a las 11.45. ¡Jesús! ¿Por qué habría llamado? En cuanto oyó la voz del médico se le hizo un enorme nudo en la garganta.

6

Judy descubrió que el lavabo del portero era en realidad un retrete abierto de mugrientas paredes que contenía, además, una fregona y un viejo cubo bajo un manchado lavamanos. El dispositivo de sujeción del papel higiénico estaba vacío y sobre la cisterna se veían dos medios rollos junto a un viejo ejemplar de Sports Illustrated. Judy se lavó las manos.

– ¿Es muy difícil hacer punto? -dijo-. Al menos a mí me lo parece.

– No, muy fácil. -Ronnie Morales se arregló el pelo ante el agrietado espejo. Llevaba los ojos pintados pero el cutis sin maquillar y se le veía una piel muy fina sobre los pómulos que conformaban su rostro como un corazón de postal de san Valentín-. Yo lo aprendí en un libro. A eso se refería Danny. Podría enseñarle en cinco minutos. Incluso puedo dejarle las agujas, unas gordas para principiantes. Se las traeré.

– Gracias -aceptó Judy, sorprendida ante la oferta.

Tuvo la impresión de que a Ronnie Morales le hacía falta una amiga.

– No me cuesta nada. -Ronnie cruzó los brazos sobre el brillante cuero negro que ceñía su torso-. He acabado ya un montón de prendas. Jerseys para Danny, para mi madre y para mi hermana, cosas para mi sobrino recién nacido e incluso un chaleco para mi abuelo.

– De modo que le gusta.

– No, no me gusta nada -respondió ella con una risita-. Si quiere, le enseño, pero es algo aburridísimo. Lo paso mejor haciéndome la manicura que con el punto.

– ¿Por qué lo hace, pues?

Las manos de Judy goteaban mientras intentaba localizar algo con que secarlas.

– Para ocupar el tiempo en algo. Aquí no hay tele. Me compro las revistas en cuanto salen, pero luego no tengo nada que hacer mientras Danny entrena.

– ¿Viene con él todos los días? -Judy decidió por fin secarse las manos en el pantalón del chándal.

– Tengo que hacerlo. -Ronnie se miró de reojo en el espejo-. Danny dice que soy su amuleto de la suerte.

– ¿Necesita suerte para entrenar con el saco?

Ronnie sonrió pero enseguida cambió de expresión, como si fuera contra las normas.

– Es un buen púgil. Su entrenador cree que llegará a la fama. Que se situará entre los mejores.

– Pero ¿no se aburre aquí? Yo creo que, aunque quisiera mucho a alguien, me cansaría de mirarlo todo el día.

– Claro que me aburro. Por eso hago punto. -Frunció levemente el labio superior formando una especie de arco de Cupido-. Danny es muy celoso.

– ¿Por qué la trae aquí, pues? Si no hay más que hombres…

– Quiere saber siempre dónde estoy. Y no crea que le he engañado alguna vez ni nada de eso… Nunca. Jamás lo haría. De verdad, jamás. -Ronnie se miró en el espejo mientras movía la cabeza-. Así que el señor Gaines es su profe…

– Sí… -dijo Judy, captando el brusco cambio de tema.

– Hay pocas mujeres en el gimnasio, por eso no tenemos lavabos de señoras. Las pocas que circulan por aquí son las mujeres de los que entrenan. Y ahora vienen menos.

– Es una lástima. Yo hace poco que vivo aquí. Me gustaría conocer gente, hacer amistades.

– No pierde nada. Son un poco como un clan. No sé qué se creen. Está María, la mujer de Juan, y Ceilia, la de Mickey, que es un peso pesado. Ceilia es una zorra, palabra. La única simpática era Valencia, la novia de Miguel, pero ya no viene por aquí. -La lisa frente de Ronnie se arrugó-. Está en la cárcel.

– ¿En la cárcel? ¡Caramba! ¿Por qué?

– Dicen que vendía coca.

– ¿Vendía cocaína?

Judy disimuló su sorpresa. Parecía imposible de lo que podía enterarse una en un lavabo de señoras, incluso en uno que ni mereciera ese nombre.

– Pero yo no creo que sea verdad. Era muy simpática con todas. Amable con todo el mundo. Siempre me ha intrigado qué llevaban aquéllas entre manos. Ellas sí podían estar metidas en algún lío, no me extrañaría nada. Pero Valencia creo que nunca habría hecho nada así. Era una maravilla de madre.

– ¿No cree que vendiera coca?

– No podría jurarlo, la verdad. Sólo salí con ellas una vez, porque a Danny no le gustaba. -La voz de Ronnie se fue apagando-. Y no me refiero a Valencia. Ella era muy maja. Aquella blanca la trataba como si fuera su esclava. La que vivía con el manager de Star. ¿Conoce a Star?

– ¿Star? -preguntó Judy, haciéndose la tonta, un juego algo complicado para la directora de una revista jurídica.

– Star Harald. Dentro de nada será profesional. Es casi tan bueno como Danny. Lo que le decía, la novia del manager. Se me ha olvidado su nombre. Una que ni era la mujer de ninguno y parecía la dueña del gimnasio. -Bajó de nuevo el tono-. Una pelirroja, con aspecto de puta. Ahora está en la cárcel porque mató a su novio.

– ¿Mató a su novio? ¿Cómo lo sabe?

Ronnie apartó un rizo de sus ojos.