Llegó delante, cogió el bocadillo de jamón que tenía la textura de la goma, el yogur de fresa y la porquería de zumo en lata y se instaló en su mesa habitual, lo más lejos posible de todas. Las mesas estaban atornilladas al suelo en la zona común del módulo, rodeado por dos niveles de celdas, quince arriba y quince abajo; gran parte de la hilera inferior la ocupaban celdas dobles destinadas a reclusas de jerarquía inferior. Las internas pasaban todos los minutos del día con el mismo grupo de mujeres durante tiempo y tiempo.
Alice tiró de una silla de acero cuyo respaldo llevaba, no se sabe por qué razón, la inscripción: CENTRO CÍVICO DE FILADELFIA. El suelo estaba recubierto de linóleo azul y blanco, gastado, y las paredes se veían impecables, fruto del trabajo incansable de las internas. Alice había contado los azulejos del módulo común varios cientos de veces. Siempre había obtenido como resultado ochenta y siete azulejos.
Conocía su celda de memoria. Si cerraba los ojos podía señalar con el dedo el lugar donde estaba montada la tele, en lo alto, para que nadie pudiera estropearla. Era capaz de ver durmiendo los dibujos hechos por las reclusas en las paredes; «disciplina», «confianza», «respeto», rezaban los lemas escritos en rotulador. Unas figuras lineales se daban la mano bajo un corazón o una flor. ¡Jesús! A Alicia le entraban ganas de arrancar todo aquello de la pared.
Pero en lugar de ello fue sorbiendo el café, al tiempo que notaba la presión de la tirita en el pliegue del brazo, donde le habían sacado la sangre. Así que la habían puesto en evidencia. Había sido el único sistema para mantener tranquila a Rosato. Los resultados no llegarían hasta después del juicio. Alice ya se habría largado. Pegó un mordisco al bocadillo y se encorvó apoyándose en la bandeja, como hacía siempre, de cara a la ventana. Daba la espalda a las otras mesas; por tanto, no veía lo que estaba ocurriendo entre Shetrell y Leonia.
Shetrell estaba sentada frente a su bandeja con la vista fija en Leonia, instalada en el único asiento que había encontrado libre al otro lado de Taniece. ¡La había fastidiado! Leonia tenía que haberse sentado al lado de Shetrell. ¡Menudo contratiempo! Taniece le había quitado el sitio a Leonia. La muy zorra no tenía que haberse entrometido. Tenía que haber andado con más cuidado.
– ¿Y a ti quién te ha mandado sentarte aquí? -dijo bruscamente Shetrell a Taniece.
Taniece levantó la vista.
– ¿Qué he hecho?
– Aquí se sienta siempre Leonia. Tú no tienes por qué meterte.
– ¡A ti no tengo que pedirte permiso para sentarme!
– ¡Eh! -gritó el guardián y Shetrell se calló. Era Dexter Raveway, Dexter el Pollas. Era un negro atractivo, y él bien que lo sabía; estaba tras el mostrador de la guardia frente a la sala, la mitad del tiempo rascándose la entrepierna. Shetrell imaginó que tenía algo con Taniece, y que por eso había escogido la hora de comer para montárselo con ella-. ¡Basta, Shetrell! -gritó Dexter-. Ya está bien de mangonear por aquí.
Shetrell se encogió, algo avergonzada. No podía permitirse el lujo de recibir otro parte, pues acabaría en el hoyo.
– ¡Ejem…! -soltó Taniece, como una beata, y Shetrell clavó la vista en Leonia, quien hizo un gesto de asentimiento.
A Shetrell tenía que ocurrírsele algo. Siguió con la vista fija en la bandeja y de pronto observó algo que se movía en el suelo, bajo la mesa. Una cucaracha: una gorda cucaracha de color castaño se paseaba ufana entre las zapatillas de las reclusas. Observó cómo se detenía ante la pata de la mesa. Intentaba decidir qué podía hacer. Si le convenía levantarse o no.
«Vamos, pequeña -decía Shetrell para sus adentros-. Ven con mamá.» Cogió un trozo de pan de la bandeja y dejó caer el brazo hacia un lado, con disimulo, para que nadie se percatara del movimiento. Tal vez la cucaracha lo oliera. «Venga, cariño, que mamá cuidará de ti.» Shetrell contemplaba cómo la cucaracha tomaba una decisión en su minúsculo cerebro. Se detuvo en el borde, como habría hecho un hombre casado, justo en el borde. No podía seguir avanzando. «Vamos, pequeña.»La cucaracha no tuvo que pensárselo dos veces. Trepó por la pata de la mesa, y Shetrell, encogiendo un hombro, la atrapó y la aprisionó en la mano. Esperó a que Taniece se volviera y luego tiró la cucaracha en el yogur de fresa de aquella zorra.
– ¡Mierda! ¡Mierda! -gritó Taniece al detectar el oscuro bulto que se movía en el yogur-. ¡Tengo algo en la comida! ¡Un ratón! ¡Una rata! ¡Mierda! -pegó un salto y empezó a chillar como la protagonista de una película de terror; Shetrell se habría desternillado allí mismo si no hubiera estado tan preocupada pasando el cuchillo a Leonia.
– ¡Una rata! ¡Una rata en el yogur! ¡Tengo una rata en el plato!
Se le tambaleó la silla, cayendo hacia atrás y ella encima; mientras tanto, Breanna, al otro lado de ella, pegó un salto y fue a parar contra otra chica. Shetrell observaba cómo todo el mundo se levantaba de su asiento. La escoria blanca se agitaba como detrás de un trabajo bien remunerado.
– Tranquilas, tranquilas, ya voy -dijo Dexter el Pollas, corriendo como Wesley Snipes para salir del apuro.
Taniece seguía con su cuelgue:
– ¡Es una rata, la he visto! ¡Es una rata! ¡Está en mi jodido yogur! -dijo, cogiendo el brazo de Dexter-. ¡Y yo que me estaba comiendo esa mierda!
«¡La muy puta! -pensaba Shetrell-. ¡A ver si te tranquilizas!»-Calma, tranquilícense -decía Dexter, pero nadie le hacía caso-. No es ninguna rata, es una cucaracha, nada más.
No llamó a otros guardianes, lo que a Shetrell le pareció perfecto. Se apartó del alboroto, haciendo como que estaba asustada y vio que Leonia también retrocedía, dispuesta a encontrarse con ella en sentido contrario. Ahí tenía la oportunidad.
Shetrell avanzó hacia atrás, se metió la mano en el elástico del pantalón y sacó el cuchillo. Leonia se acercó a ella. Agarró el cuchillo y simuló que se caía. Shetrell no vio bien el movimiento, pero imaginó que Leonia se había metido el cuchillo en la zapatilla, bajo la pernera del pantalón. La muchacha era un as. Estaba acostumbrada a robar carteras en The Gallery.
– ¿Agarrado? -gritó Shetrell, como si preguntara a Dexter dónde estaba la cucaracha.
Por el rabillo del ojo vio la sonrisa de Leonia y comprendió que la cosa estaba hecha.
– No es más que una cucaracha. Ya está solucionado -dijo Dexter, sosteniendo la bandeja de Taniece por encima de las cabezas de aquellas mujeres, que apenas empezaban a tranquilizarse.
– Más te vale traerme otra comida, pues no pienso zamparme esa bazofia -gritó Taniece-. Voy a demandar a este puñetero centro.
Alice se volvió en su asiento para comprobar a qué venía tanto revuelo, aunque poco le interesaba. Un ratón en la comida de Taniece. ¡Qué maravilla de hotel! Para ella era cuestión de aguantar sólo unos días. De todas formas, le quedaba también poco para ocuparse de Valencia. Tomó el último sorbo de café y estrujó la taza de plástico. Lo colocó todo en la bandeja, la comida sin terminar y lo demás, y fue pasando mesas hasta llegar al lugar donde Valencia charlaba con las demás «chiquitas». Valencia levantó la vista y Alice se acercó a ella para susurrarle en el oído:
– Me he enterado de algo a través de mi abogada. Ven a verme esta noche después del recuento. La funcionaría irá contigo. No se lo digas a nadie, pues de lo contrario se acabó la historia.
– Muchas gracias -dijo Valencia, bajito.
– Ya me lo agradecerás esta noche -le respondió Alice.
9
Las cuatro horas siguientes fueron para Bennie una neblina de agudo dolor mezclada con la extraña actividad mundana de enterrar a los muertos. Tenían que realizarse las tareas y ella se ocupó de todas. Eligió el ataúd de la madre, la ceremonia del entierro, incluso el último atuendo que iba a llevar la difunta, de seda beige y zapatos de salón color tostado, todo ello vertiendo las mínimas lágrimas. Descubrió un inefable aliado en el director de la funeraria, de grisáceo tupé y soltura profesional, quien programó un velatorio, un funeral y un entierro que merecieron una felicitación al principio, en medio y al final. Así en la muerte como en la vida.