– ¿Por qué? De haberse negado, tú habrías hecho tus deducciones. Igual que yo.
Grady ladeó la cabeza.
– Puede que haya aceptado para despistarte. O bien ella cree que es tu hermana gemela. ¡Quién sabe!
Bennie soltó un suspiro de exasperación y desconcierto. No habría puesto la mano en el fuego, pero veía que en la negativa del juez Guthrie había gato encerrado. Saltó de la cama pegando una sacudida a Bear, que tenía la cabeza en su regazo.
– Tengo que vestirme.
– ¿Cómo? ¿Por qué? -preguntó Grady, perplejo-. ¿Te vas a trabajar?
– No exactamente -respondió ella, y corrió hacia la ducha.
12
– ¡Santo cielo! Señorita Rosato… ejem… No tiene cita, ¿verdad?
La recepcionista del juez, ya entrada en años, la miró sobresaltada a través de las bifocales y empezó a revisar la agenda que tenía abierta sobre la mesa.
– Es una visita improvisada. No he encontrado al juez Guthrie en su despacho del tribunal y he pensado que estaría aquí.
– Sí, claro, pero no es normal aparecer así, sin cita previa.
– No se preocupe, estará encantado de verme -dijo Bennie guiñándole el ojo.
La mujer se levantó agitando la mano.
– No, se lo ruego. No puede entrar. El juez está trabajando.
– Lo mismo que yo -dijo Bennie.
Corrió hacia el despacho, llamó a la puerta y la abrió.
El despacho del juez estaba decorado en estilo shaker [2]; un antiguo mobiliario de cerezo rodeaba una elegante alfombra de seda oriental situada frente al gran escritorio de caoba. Una serie de títulos cubrían las revestidas paredes, y las lámparas de tonos anaranjados proyectaban una tenue luz sobre los registros y tratados legales que llenaban los estantes. El juez se encontraba de pie leyendo un grueso informe de los EE.UU.; las rígidas y marfileñas páginas se abrían en forma de abanico. Miró a la intrusa por encima de las gafas de lectura con montura de concha.
– Señorita Rosato -dijo, dando la espalda a la colección de volúmenes color crema. Sin la típica vestimenta judicial, se le veía frágil y algo encorvado-. Le ruego que acepte mi más sentido pésame por la pérdida de su madre.
– Ya lo he recibido esta mañana. «Acéptelo por la presente», creo recordar que decía.
– Ah, tiene razón. Ya imaginé que tal vez la decepcionaría.
– También es cierto. Aunque más bien me ha desconcertado, señoría.
– Llámeme juez, se lo ruego, señorita Rosato. Los abogados que entran empujando a mi despacho me llaman juez.
Bennie se vio incapaz de esbozar una sonrisa.
– Tengo que saber por qué no me ha concedido lo solicitado, juez. Tendría que poder retirarme, sobre todo en estas circunstancias. No puedo defender a la acusada. Mi relación con ella es demasiado personal, me encuentro implicada emocionalmente, y con lo de mi madre…
– Comprendo sus circunstancias -dijo el juez Guthrie, sin alterarse, al tiempo que se abría la puerta y por ella asomaba su secretaria, con aire angustiado, a la que acompañaba un empleado del juez.
– He llamado a las fuerzas del orden, juez -le interrumpió la secretaria con voz trémula-, y vienen para acá.
Dirigió una mirada a Bennie, quien creyó adivinar un atisbo de disculpa tras las bifocales, pero el juez se echó a reír.
– Anule la petición, Millie.Y usted, vuelva al trabajo, Ronald. Yo mismo me ocuparé de la señorita Rosato. No es la primera letrada que se siente molesta por una de mis decisiones, y además tampoco infunde tanto terror como ella cree…
– Bien, juez.
La secretaria hizo una leve inclinación de cabeza y se retiró, cerrando la puerta al salir.
El juez Guthrie se aclaró la garganta.
– Imaginaba que mi decisión no iba a gustarle. Me ha costado llegar a ella, teniendo en cuenta que comprendo su estado de ánimo tras el reciente fallecimiento, y que usted y yo nos conocemos desde hace tiempo, ¿verdad?
– Pues sí.
– Le tengo un gran aprecio, señorita Rosato. Se lo digo sinceramente. Y a pesar de todo he tenido que denegarle la petición de retirada. Recuerde que antes aprobé su solicitud de hacerse cargo de la defensa. No ha pasado ni una semana y ya me pide la retirada. Una conducta que yo no apruebo. Crearía confusión, y no sólo en cuanto a mi agenda sino con respecto a los derechos de los acusados.
– Supongo que lee usted los periódicos. Se habrá dado cuenta de que en el caso se dan circunstancias atenuantes. Me equivoqué, lo admito. No debería haberlo aceptado.
– Se refiere a lo del «caso de la hermana gemela asesina». Quisiera poder dejar a un lado el sensacionalismo de los medios de comunicación, pero hoy en día es imposible. -El juez Guthrie movió la cabeza y la rala cabellera brilló bajo los reflejos de las luces del despacho-. Realmente fue una imprudencia por su parte implicarse en el caso Connolly. Pero lo hizo y aquí estamos. No recuerdo que mencionara en su petición que la acusada deseara su retirada.
– No. Quiere que siga defendiéndola.
– Eso imaginé. -El juez asintió-. De modo que no podría concedérsela, compréndalo.
Bennie tragó saliva. En aquel caso, desde el primer momento se había visto obligada a defender lo inalcanzable.
Y seguía así.
– ¿Y por qué se me niega el aplazamiento, juez? Es un procedimiento de rutina en caso de fallecimiento de un familiar directo. El juicio no ha empezado aún. Sabe perfectamente que tengo derecho al aplazamiento.
El juez Guthrie se puso rígido.
– No estoy acostumbrado a planificar los casos en función de la disponibilidad de los abogados. Sería empezar la casa por el tejado, apreciada amiga. Le dije en la vista que no íbamos a permitir más demoras, y sigo manteniéndolo. Tengo programado para la semana próxima un asunto de incumplimiento de contrato, en el que la defensa viene de fuera, que va a ocuparme un mes entero. Bien, pues ya tiene mi decisión.
El juez Guthrie cerró el registro que sostenía y el sordo ruido puso el punto y final a la frase.
– No creo que ésa sea la verdadera razón, juez.
– ¿La verdadera razón? ¿Cuál es, pues, la verdadera razón, señorita Rosato?
Bennie vaciló. Estaba acostumbrada a sondear a los polis, pero un juez era harina de otro costal.
– Creo que ha habido una confabulación contra Connolly y tengo la impresión de que usted ha participado en ella. Opino que está protegiendo a la policía a cambio del favor que le hicieron en el acceso a la judicatura. Pienso que por eso pasó de entrada la defensa de Connolly a Henry Burden, y él la aceptó. Y como ahora Burden se encuentra fuera del país, nadie puede hacerle ninguna pregunta.
– ¡Madre mía, vaya teoría! -El juez Guthrie esbozó una leve sonrisa y dejó el libro en su sitio. Cuando se hubo instalado cómodamente en su sillón, volvió la cabeza para mirar a Bennie-. Jueces corruptos, policía corrupta, abogados corruptos. ¿Quién está detrás de todo esto, y por qué?
A Bennie le pareció extraña aquella reacción y pensó que no estaba negando nada ni siquiera a conciencia.
– Aún no lo sé, pero lo importante no es tanto el quién sino el qué, y la respuesta sólo puede ser el dinero. Siempre lo es. Creo que hay muchos que piensan llenarse los bolsillos condenando injustamente a Connolly. Les interesa que tenga un abogado con tantas preocupaciones que no disponga de tiempo para reflexionar o trabajar el tema a fondo. Y da la casualidad de que a mí eso me mueve a tomármelo aún más a pecho.
– Comprendo. Bueno, si es que sospecha que ocurren cosas tan terribles, ¿por qué no se lanza y pone una demanda? -El juez Guthrie se quitó las gafas y con dos leves soplos limpió primero uno de los cristales y luego el otro-. ¿Por qué entrar aquí hecha una furia para no sacar nada?