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– ¡No vuelva a llamarme así! -saltó Bennie, apartándose del plástico.

19

Bennie pasó la noche conduciendo por la ciudad a oscuras, con el perro dormido atrás. No sabía adónde se dirigía; no tenía lugar donde ir. No quería volver a casa ni tampoco al piso de Connolly. Ningún lugar era el suyo. Se había perdido.

Al amanecer regresó a casa y se metió en la cama al lado de Grady, que roncaba a pierna suelta. Aquel ruido normalmente hacía sonreír a Bennie, pero aquella noche nada podía conseguir que cambiara su estado de ánimo. No se durmió, estuvo un rato echada y por fin se levantó para trabajar en su estudio, pues era sábado. Un poco más tarde se duchó, se vistió y evitó el interrogatorio de su amante hasta que llegó la hora de asistir al entierro de su madre.

Bennie tenía los hombros caídos, sentada en el banco de roble mientras oía misa en la iglesia católica del antiguo barrio de su madre. Era un edificio feo y pequeño, aunque limpio y arreglado, con unos arcos de mármol color tostado y las paredes anaranjadas. A la derecha del altar, ante la imagen de la Virgen María, a la que Hattie había rezado antes de empezar la misa, centelleaban unas votivas velas rojas. Bennie no imitó el gesto de Hattie, dando por sentado que sus anteriores plegarias no habían sido escuchadas. Los hechos cantan, como dicen los abogados.

El ataúd de su madre seguía en el pasillo, cubierto por una tela blanca que le daba cierta categoría, limitada por el carrito de acero que asomaba por abajo. Bennie se esforzaba en no mirar hacia la izquierda, pues aún no había digerido del todo que su madre ya no estaba ahí y se refugiaba en la pueril duda de si en realidad su madre estaba en el cajón. Luego recordó los hechos: había asistido al breve servicio en la funeraria, donde se había despedido de ella para siempre acariciándole levemente la mano. Casi ni se había dado cuenta de que aquella mano estaba totalmente fría, rígida incluso, porque era el último contacto. Luego abrazó a Hattie cuando el encargado de la funeraria les rogó que salieran de la sala, y Bennie comprendió que iban a cerrar el ataúd con su madre dentro. De modo que realmente su madre estaba ahí, sin ninguna clase de duda.

Apartó aquellos pensamientos de su cabeza cuando empezó la misa con música de órgano y un único tenor cantando el Ave María. Siempre había considerado el Ave María como la baza más importante de la iglesia en un funeral, pero reprimió las lágrimas concentrándose en las idas y venidas en el altar. Dos niñas ayudaban al sacerdote, lo que a ella se le antojó una cuestión política, y decidió no prestar mucha atención a las palabras del viejo sacerdote. Al acabar la misa, éste bajó del altar, haciendo ondear su blanca túnica y blandiendo un gran incensario que dejó a su paso un humo oscuro y acre. El humo llenó su nariz y llevó las lágrimas a sus ojos mientras el sacerdote hablaba de que su madre entregaba el cuerpo y el alma a Jesucristo. Bennie era consciente de que su madre había entregado el cuerpo y el alma a algo muy distinto hacía mucho tiempo, sin otra opción. A algo no tan benévolo, ni de lejos, como Jesucristo.

Intentó remontarse a la época anterior a la enfermedad de su madre, que se había ido apoderando poco a poco de ella, esclavizándola por completo al fin. Bennie sabía que su madre la había querido durante todo el tiempo que no había sido capaz de expresárselo con palabras, pese a que apenas recordaba sus cuidados de niña. Imaginó que había llevado a cabo las tareas normales de una madre, pues tenía pruebas de ello. Bennie había recibido premios en la enseñanza primaria, minúsculas insignias parecidas a un adorno de corbata que permanecían abandonadas en su joyero, por sus buenas notas y caligrafía. Aquella misma mañana, al vestirse para asistir al funeral, había tropezado con una de esas insignias, que desencadenó un único recuerdo: su madre enseñándole a escribir en cursiva en la mesa de la cocina: una fugaz imagen de los redondeados círculos y las alargadas curvas del método Palmer en el que se seguía una línea de puntos.

«Así, Benedetta -le decía su madre-. Riza el rizo, como un avión.»Sentada en el banco, Bennie se dio cuenta de que estaba deduciendo la práctica de su madre a partir de las pruebas, casi como los objetos que se exhiben en un juicio. En sus fotos escolares, Bennie siempre llevaba trenzas, peinado que le encantaba, con unos pasadores a juego en los extremos. Pero pensaba que a los seis años ella no podía hacerse las trenzas por sí misma. Alguien tenía que habérselas hecho todas las mañanas. Alguien le ponía también aquellos ridículos pasadores. Tenía que ser su madre, pues en su casa no había nadie más. Su madre se había ocupado de aquellas cosas sencillas, y sin duda de muchas más, incluso cuando luchaba contra la oscuridad que se cernía sobre ella. Había sido una madre. La madre de Bennie.

De repente aparecieron como caídos del cielo los portadores del féretro e hicieron una genuflexión al unísono, los seis, tres a cada lado del ataúd. Luego se levantaron y, con un elegante aunque discreto ademán, apartaron la tela y quedó al descubierto un nombre grabado en una placa de latón: CARMELLA ROSATO. Bennie se secó los ojos e hizo un esfuerzo por no pensar más que en cuando había escogido la placa y en la alegría que le produjo que el responsable de la funeraria pudiera conseguirle la que ella quería en letras modernas. Los portadores del féretro trasladaron el ataúd por el pasillo de mármol por detrás del sacerdote y las niñas que ayudaban en la misa. Grady la cogió del brazo y avanzaron junto a Hattie tras el ataúd, entre el humo que seguía en la atmósfera como vetas de cieno en la tierra, quemándole a Bennie los ojos y el corazón.

Cuando acabó la ceremonia, Bennie se sentó en la parte de atrás de la limusina gris, entre Grady, con semblante apagado, y Hattie, desecha en lágrimas, y justamente entonces notó que su cerebro recuperaba por un momento el funcionamiento normal. Se acordó de su padre y se preguntó si estaría en el cementerio, pero aquel pensamiento se desvaneció entre el frío silbido del aire acondicionado de la limusina.

– Hace frío aquí -dijo, encontrando la forma de comentar y pensar en algo hasta que llegaron al cementerio.

Grady le cogía la mano mientras miraba por la amplia ventanilla el paisaje que se iba desplegando ante las lentes convexas de sus gafas con montura metálica.

Siguieron el trayecto sin intercambiar ni una palabra, pasaron la verja de hierro, y allí Bennie echó la primera ojeada al exterior con cierto interés. Hattie se limitó a refunfuñar. En contra de la opinión de ésta, Bennie había optado por un cementerio de las afueras en lugar del de la parroquia. Imposible resistirse a la gran extensión de césped bañada por el sol, al estanque con gansos del Canadá, que volaban a su antojo, graznando en el despejado cielo al paso de la limusina. Ningún ángel de piedra, ningún crucifijo de granito o mausoleo empañaba la panorámica de la naturaleza; las tumbas encajaban en el paisaje con muy buen gusto, confundiéndose con el terreno. Bennie pensó que su madre no había visto en su vida aquella extensión, y mucho menos un ganso del Canadá, pero algo en su interior le decía que ella merecía estar allí, entre el esplendor de la naturaleza. Tenía derecho a ello, cuando menos en la muerte.

Al llegar la limusina ya encontraron preparada la sepultura: unos montículos de tierra abonada, veteada de arcilla, rodeaban la bóveda de cemento. Se había dispuesto todo bajo un dosel de un amarillo muy poco apropiado, y Bennie pensó en quitarlo ella misma. Uno de los responsables de la funeraria le hizo un gesto que parecía más apropiado para una pista de aeropuerto que para un cementerio, y otro se acercó a ella para entregarle una rosa roja. Miró la flor que tenía en la mano y supo que salía del frigorífico de una floristería. Le vino a la memoria el cosmos recién cortado de su padre y echó una ojeada al entorno con aire reflexivo. Aquel cementerio era verde y tranquilo. Una cálida brisa venía de los árboles que se veían a lo lejos. No vio a Winslow en ninguna parte, pues no había tumbas tras las que esconderse. Finalmente no había acudido.