Mientras caminaban de regreso al aire abierto del muelle, anduvieron al mismo paso, pero en fila india porque no había espacio para hacerlo de otro modo. Monk iba delante, contento del silencio forzoso que reinaba entre ellos. Lo que el chico había contado era espantoso pero en ningún momento puso en duda que fuese verdad. Explicaba no sólo por qué nadie había testificado contra Phillips, sino también por qué Durban había sido presa de una ira incontrolable. La impotencia al percibir el terror y el sufrimiento, la pura desesperación del prójimo, había hundido el mundo exterior y su equilibrio, sus valores y sus principios.
Monk se fue sintiendo más próximo a Durban a medida que avanzaba por los tortuosos callejones, dejándose guiar por el recuerdo y el ruido del agua hacia el río, patio tras patio. Comprendía no sólo sus actos sino los sentimientos que sin duda atestaban en la mente de Durban, le tensaban los músculos y le encogían el estómago. Monk compartía la misma ira, la necesidad de hacerle daño a alguien para que pagara por toda aquella maldad.
Rememoró los tiempos en que él y Durban habían recorrido calles interminables buscando a la tripulación del Mande Idris, frenéticos por impedir que el horror se propagara y tropezando con un fracaso tras otro. Al final, por supuesto, la respuesta había sido completamente distinta de cuantas posibilidades habían barajado, e inconcebiblemente repugnante. Y Durban había dado su vida para ocultarla y dejarla a buen recaudo para siempre.
¿Lo recordaba Monk como realmente había sido? ¿O el dolor de la pérdida pintaba su recuerdo con los colores más cálidos de la camaradería, apartándolo de la realidad? Lo dudaba mucho. No sólo resultaba insincero, era una cobardía fingir que la amistad que entablaron fuese artificiosa. Todavía era capaz de oír la voz de Durban, su risa, el sabor del pan y la cerveza compartidos, el amigable silencio mientras el amanecer se anunciaba sobre el río. Habían contemplado la luz extendiéndose por el agua rizada, brillando en la bruma que ocultaba algunos de los perfiles más duros, aportando belleza a los palos torcidos de un naufragio y emborronando la silueta recortada de construcciones utilitarias.
Scuff iba detrás de él, caminando sin hacer ruido, mirando con recelo a un lado y al otro. La estrechez lo asustaba. No quería ni imaginar lo que ocultaban los pasajes. Había oído lo que el chico acababa de contarles sobre los demás niños que Phillips había raptado. Sabía que él también podía correr esa suerte. Sin Monk, podía sucederle con suma facilidad. Tenía ganas de alargar el brazo y agarrar el faldón del abrigo de Monk, pero hacer eso sería muy indigno, pues el mundo entero sabría que tenía miedo. No le gustaría que Orme pensara eso de él, y no soportaría que lo hiciera Monk. Tal vez se lo dijera incluso a Hester, y eso sería aún peor.
Trabajaron varios días más interrogando a gabarreros, pilotos de transbordador, estibadores y rapiñadores. Encontraron ladrones y mendigos, merodeadores, traficantes y peristas, y a todos preguntaron acerca de Durban y su persecución de Phillips. Sus pesquisas los llevaron río arriba y abajo por ambas orillas, a lo largo de muelles, dentro de almacenes, en callejones y tiendas, tabernas, albergues y burdeles.
En una ocasión la búsqueda de información condujo a Monk y a Scuff hasta el Hogar del Extranjero sito en Limehouse. Era un hermoso y espacioso edificio que se alzaba en West India Dock Road.
– ¡Caray! -exclamó Scuff, profundamente impresionado por la entrada. Miraba embelesado la inmensidad del lugar, tan radicalmente distinto de las estrechas y miserables casas que habían visitado antes, donde los hombres dormían apiñados en las habitaciones.
Se cruzaron con un marino africano; la tersa piel oscura como una castaña pulida contrastaba con su camisa blanca. Casi pisándole los talones iba un malayo con pantalones a rayas y un viejo chaquetón de marinero, caminando con un leve balanceo, como si aún estuviera a bordo de un barco.
Scuff se quedó paralizado. En torno a sí oía un puñado de idiomas y dialectos que resonaban en la sala principal atestada de hombres que constituían un muestrario completo de colores de piel y facciones.
Monk le tiró de la mano para sacarlo de su ensimismamiento y casi lo arrastró hacia el hombre que andaba buscando: un marino indio, oriundo de Madras, que al parecer había dado información a Durban varias veces.
– Oh, sí, señor, sí-afirmó el indio cuando Monk le preguntó-. Claro que hablé con el señor Durban en varias ocasiones. Quería apresar a un hombre muy malo, lo cual resulta singularmente difícil cuando el hombre en cuestión está protegido por el hecho de utilizar a niños que están demasiado asustados para denunciarlo.
– ¿Por qué lo interrogó a usted? -preguntó Monk sin más preámbulo. El indio enarcó las cejas.
– Conozco a ciertos hombres, ¿entiende? No por gusto, claro está, sino por negocios. El señor Durban pensaba que quizá yo estuviera enterado de alguna… ¿Cómo expresarlo? ¿Debilidad? ¿Me comprende, señor?
Monk no tenía tiempo ni paciencia para andarse con lindezas.
– ¿Clientes del barco de Phillips?
El indio hizo una mueca ante la brusquedad de Monk.
– Exacto. Me pareció que creía que algunos de esos hombres tenían mucha influencia en lo que atañía a que la ley interviniera en esos asuntos y, como es natural, un imperioso deseo de que todo ello siguiera siendo una cuestión privada.
– ¿Entre Phillips, esos caballeros y los niños de los que abusaban? -preguntó Monk crudamente.
– En efecto. Veo que me ha entendido a la perfección.
– ¿Y usted pudo ayudarle?
El indio se encogió de hombros.
– Le di nombres y ejemplos, pero no tengo pruebas.
– ¿Qué nombres? -dijo Monk con apremio.
– Los de ciertos capitanes de puerto, funcionarios de aduanas, el propietario de un burdel, un comerciante que también es perista aunque casi nadie lo sabe. Otro nombre que buscaba era el de un capitán de barco que se estableció en tierra y montó su propio negocio de importación. Amigo de un recaudador de Hacienda, según dijo el señor Durban.
– Eso suena más a evasión de impuestos que a cualquier cosa que tenga que ver con Phillips -contestó Monk.
– Oh, sí que guardaba relación con Phillips -insistió el indio-. El señor Durban casi lo atrapó en dos o tres ocasiones. Luego las pruebas se esfumaron como la bruma matutina cuando sale el sol. Puedes ver cómo ocurre, pero siempre se te escurre entre los dedos, ¿entiende? -Negó con la cabeza-. Lo que vende el señor Phillips no es barato, al menos lo que vende en su sucio barquito. Los hombres que lo compran tienen mucho dinero, y el dinero viene del poder. Por eso es tan difícil echar la soga al cuello del señor Phillips.
Monk hizo más preguntas y el indio se las contestó, pero cuando se levantó para irse, seguido de cerca por Scuff, no tuvo claro que hubiese averiguado nada nuevo. Había toda clase de hombres implicados, y al menos algunos de ellos tenían el poder suficiente para proteger a Phillips de la Policía Fluvial.
– Más vale que se ande con ojo -dijo Scuff, con la voz tensa y un poco aguda por la inquietud. Había renunciado a intentar aparentar que no tenía miedo. Caminaba al lado de Monk, dando un saltito de vez en cuando para compensar su zancada más corta-. Los de Hacienda son unos malvados. Como vayan a por ti nunca dejarás de tener problemas. A lo mejor el señor Durban se echó para atrás por eso, ¿no?
– Tal vez -dijo Monk.
El día siguiente Scuff acompañó a Orme, y Monk salió solo en busca de los pocos amigos y confidentes que se había ganado durante el breve periodo que llevaba en el río.
Comenzó por Smiler Hobbs, un adusto norteño cuyo rostro lúgubre era el motivo de su irónico apodo [6].