Hester se quedó perpleja. Era la última petición que hubiera esperado. ¿Qué diablos podía estar haciendo la señora Cordwainer que requiriera semejante promesa? ¿Iban a pedir a Hester que hiciera algo que atentara contra su conciencia? ¿Acaso la anciana era víctima de engaños o de malos tratos? Viendo a Stella, le pareció poco probable.
– Si le hago esa promesa, ¿me voy a arrepentir? -preguntó.
El labio de Stella temblaba.
– Es posible -susurró-, pero no puedo llevarla si no lo hace.
– ¿Padece algún mal la señora Cordwainer? Porque si es así, me costará mucho no hacer lo que pueda por ayudarla.
Faltó poco para que Stella se echara a reír, pero se reprimió.
– No está enferma. Se lo aseguro.
Hester se quedó aún más perpleja, pero la única alternativa a aceptar las condiciones que le exigían era renunciar por completo.
– Pues entonces le doy mi palabra -contestó.
Stella sonrió y se levantó.
– Pues la llevaré a ver a la señora Cordwainer. Vive en una casita dentro del recinto del hospital. Estará dormida a estas horas del día, pero no le molestará que la despierten si es para hacerle preguntas sobre el pasado. Le gusta contar historias de antaño.
Se dispuso a caminar.
– ¿Puedo… puedo ayudarla? -se ofreció Scuff, vacilante.
Ahora le tocó a Stella meditar su respuesta. Decidió aceptar, aunque Hester comprendió que Stella sabía moverse por el hospital mejor que Scuff. Hester pasó detrás mientras, codo con codo, Stella y Scuff salían de la habitación y enfilaban el pasillo, ella fingiendo no saber hacia dónde iba y él fingiendo que sí.
Salieron del hospital por la puerta principal, recorrieron un sendero muy pisado y subieron un tramo corto de escaleras hasta una hilera de casitas. Stella sabía dónde estaba por el número exacto de pasos. Ni una sola vez vaciló o dio un traspié. Podría haberlo hecho completamente a oscuras. Hester tuvo un estremecimiento al pensar que de hecho era lo que Stella hacía siempre, y casi se sintió culpable por la resplandeciente luz del sol y los colores que veía.
Stella llamó a la puerta de una de las casitas, que de inmediato fue abierta por un hombre cuarentón, tímido y sencillo, pero cuyos ojos brillaban con una aguda inteligencia, con el semblante iluminado por el placer de ver a Stella. Incluso tardó un instante en darse cuenta de que venía acompañada.
Stella los presentó y explicó el motivo de la visita. El hombre era el hijo de la señora Cordwainer; si era tan anciana como había dado a entender la señora Myers, sin duda lo había dado a luz siendo ya algo mayor.
– Por supuesto -dijo él, sonriendo a Hester y a Scuff-, seguro que mi madre estará encantada de contarles cuanto sepa.
Les hizo pasar a una salita soleada donde había una anciana sentada en un sillón, envuelta en un chal liviano, a todas luces dormida. El libro del señor Cordwainer, una traducción de las obras de Sófocles, estaba abierto allí donde lo había dejado para ir a abrir la puerta.
Sólo cuando Stella se sentó en otra de las sillas, Hester reparó con asombro, para acto seguido atar cabos, en que Cordwainer no la había guiado ni le había indicado dónde se encontraba la silla. Stella tenía que estar bastante familiarizada con la estancia para no necesitar asistencia, y él lo sabía de sobra. Tal vez Cordwainer tuviera la delicadeza de no cambiar nada de sitio por ella.
¿Sería ése el secreto que no debía contar? Cordwainer tal vez era unos veinte años mayor que Stella, y resultaba evidente que estaba enamorado de ella.
No había tiempo para tales consideraciones. La señora Cordwainer ya estaba despierta y sumamente interesada. Sin apenas apuntarle nada, se acordó de Mary y de su madre, y del nacimiento del bebé.
– Fue muy duro -dijo con sus penetrantes ojos grises rebosantes de tristeza-. No fue la última que haya visto morir, pero sí la primera, y nunca me he olvidado de ella, pobrecita. Tan joven, por más que la niña rondara ya los cinco años, según calculamos. -Suspiró-. La dimos en adopción al cabo de un año, más o menos. Una buena familia que estaba entusiasmada con la idea de hacerse cargo de ella. Webb, se llamaban, o algo parecido. Pero no pudieron quedarse con el bebé, no podían cuidar de un bebé. La esposa era minusválida. No nos gusta separar a los hermanos pero teníamos muchas bocas que alimentar, y ellos la querían de veras.
– ¿Qué fue del chiquillo? -preguntó Hester a media voz. Se lo imaginaba creciendo sin madre, uno de tantos, atendido pero sin ser especial para nadie; alimentado, vestido, quizás incluso enseñado, pero no amado. Resultaba muy fácil comprender que se hubiese inventado una felicidad que jamás había existido.
– Era un crío muy majo -dijo la señora Cordwainer en tono soñador-. Pelo rizado, bastante guapo, aunque un poco rebelde de vez en cuando. Pero eso no es algo que me importe en un niño. Tenía brío. Solía hacerme reír. Yo era joven, entonces. Siempre se salía con la suya porque me hacía reír. Y él lo sabía.
– ¿Qué fue de él? -insistió Hester.
– No lo sé. Se quedó aquí hasta que cumplió ocho años, luego lo dejamos marchar.
– ¿Adónde? ¿Quién se lo llevó?
– ¿Llevárselo? Bendita sea, no se lo llevó nadie. Ya era lo bastante mayor para buscarse la vida. No sé adónde fue.
Hester miró a Scuff, que pareció entenderla a la perfección. Encogió los hombros y se metió las manos en los bolsillos. Hester cayó en la cuenta de que lo más probable era que hubiese estado más o menos solo a partir de esa edad. Quizá Durban también había sido rapiñador.
– ¿Se llamaba Durban la madre? -preguntó Hester.
– Nunca llegamos a saber su nombre -contestó la anciana-. Ni siquiera recuerdo habérselo preguntado. Le pusimos Durban por un hombre de África que nos donó dinero una vez [8]. Nos pareció que ese nombre estaba bien, y él no puso reparos.
– ¿Alguna vez regresó?
– Se marchó a África otra vez, que yo sepa.
– El hombre no, el niño.
– Oh. Yo diría que no. Fue a buscar a su hermana, la pequeña Mary, pero no la encontró. Nos lo contó él mismo. No sé nada más. Lo siento. Todo eso pasó hace mucho tiempo.
– Muchísimas gracias. Ha sido usted de gran ayuda -dijo Hester con sinceridad.
La señora Cordwainer la miró, arrugando el semblante.
– ¿Qué le pasó? ¿Usted lo sabe?
– Se convirtió en un buen hombre -contestó Hester-. Ingresó en la Policía Fluvial y falleció hará cosa de seis meses, dando su vida para salvar la de otros. Estoy buscando a Mary Webber para contárselo y darle sus pertenencias, si en efecto es su hermana. Pero es difícil dar con ella. Él la estuvo buscando antes de morir, pero nunca la encontró.
La señora Cordwainer meneó la cabeza pero no dijo nada.
Los visitantes declinaron la invitación a tomar un té, pues no querían causar más molestias a la anciana señora y a su hijo, y el señor Cordwainer los acompañó a la puerta. Una vez abierta, estando Scuff y Stella ya fuera, retuvo a Hester cogiéndole el brazo.
– No encontrará a Mary -dijo en voz muy baja. Se lo veía sumamente afligido-. Es una larga historia. Era descuidada, estaba sola, deseaba agradar y quizá se confió demasiado, pero no fue culpa suya, de verdad que no.
Hester se encontró perdida otra vez.
– ¿De qué me está hablando? -preguntó susurrando a su vez.
– De Mary-contestó él-. Está en prisión. Mi madre siguió en contacto con ella por el bien del muchacho. Luego, cuando se hizo mayor, en cierto modo ocupé su lugar.
– ¿En qué prisión está?
Hester sintió que la pena le hacía un nudo en el estómago. No era de extrañar que Durban no la hubiese encontrado. ¿O sí la encontró? ¿Y el final de su búsqueda fue una tragedia? Cuánto debió de dolerle. ¿Por eso estaban relacionados Mary y Jericho Phillips? De súbito Hester deseó con toda el alma no haber preguntado nada a la señora Myers ni a la señora Cordwainer, pero ya era demasiado tarde.