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– ¿Un inversor?

Mary asintió.

– No sólo eso, tiene muy buenos padrinos. Hay varias personas que no querrían que le sucediera nada malo, y al menos una de ellas tiene que ver con la ley, y lo defendió ante el tribunal. Un abogado de muy altos vuelos, no uno de esos que merodean por el juzgado esperando pescar algún cliente, nada menos que un Queen's Counsel [9], con sus togas de seda, sus pelucas, esa clase de cosas.

De pronto Hester sintió un frío de muerte, se vio atrapada en algo terrible, sin escapatoria, como si una puerta de hierro se hubiese cerrado para siempre. Por más que pataleara y gritara, nadie la oiría jamás. Un Queen's Counsel, uno que había defendido a Phillips en los tribunales…

– Lo siento -dijo Mary, disculpándose-. Veo que la he asustado, pero tenía que saberlo. No puedo quedarme cruzada de brazos y dejar que le ocurra algo malo cuando ha sido tan amable conmigo.

A Hester le costó trabajo hablar. Tenía los labios como entumecidos, la boca como llena de algodón en rama.

– ¿Un abogado? ¿Está segura?

Mary la miró fijamente, abriendo paso a un oscuro entendimiento. No tenía dificultad alguna para reconocer el dolor.

– Phillips tiene poder sobre mucha gente -dijo, bajando la voz como si incluso allí temiera que alguien la oyera-. Quizá sea por eso que mi hermano jamás lo capturó. Dios sabe bien cuántas veces lo intentó. Tenga cuidado. Usted no sabe a quienes tiene Phillips en el bolsillo. Y aunque les gustaría escapar, no pueden hacerlo.

– No -dijo Hester, susurrando a su vez aunque sin saber por qué-. No, me figuro que no.

Capítulo 10

A media tarde, Monk estaba enfrascado poniéndose al corriente sobre casos de robo ordinarios acaecidos en distintos almacenes de la ribera cuando uno de sus hombres se personó en su despacho y le dijo que el comisario Farnham acababa de llegar y deseaba verlo de inmediato.

Cuando Monk entró, Farnham estaba sentado y no se levantó. Saltaba a la vista que estaba descontento y de muy mal humor. Indicó de manera cortante a Monk que tomara asiento frente a él.

– El caso Phillips ha terminado -dijo con gravedad, dirigiéndole una mirada dura y opaca-. Usted perdió. De hecho, no sólo usted, Monk, sino toda la Policía Fluvial. No parece ser consciente de hasta qué punto. -Levantó la mano para mantener callado a Monk, por si acaso se le ocurría defenderse-. Bastante malo fue ya que saliera absuelto gracias a su ineficiencia y al sentimentalismo de su esposa, aunque ya se sabe cómo son las mujeres, pero…

Monk estaba tan furioso que a duras penas lograba estarse quieto.

– Señor, eso…

– ¡Déjeme terminar! -explotó Farnham-. Hasta entonces, guarde silencio. Me ha decepcionado, Monk. Durban lo recomendó con vehemencia, y fui lo bastante tonto como para hacerle caso. Pero gracias a su entrometimiento, a su obsesión con el caso Phillips, no sólo yo, sino casi todos los policías veteranos en general y la mitad de los barqueros, gabarreros, estibadores y almaceneros de ambas orillas del río también saben mucho más sobre el difunto comandante Durban de lo que sería deseable. Déjelo correr, Monk. Es una orden. En el Támesis hay suficientes casos de delincuencia que requieren su atención. Resuélvalos todos, con celeridad y justicia, y quizá comience a redimir no sólo su propia reputación sino la nuestra también.

– El comandante Durban era un buen oficial, señor -dijo Monk entre dientes, sumamente consciente de cuanto Hester le había referido la víspera, vacilante, temiendo por sus sentimientos pero sabiendo que debía hacerlo-. No he descubierto nada que lo desacredite -agregó sin rodeos.

– Eso sólo indica que no es muy buen detective, Monk -respondió Farnham-. Hay un montón de cosas que, según parece, pese a su empeño, no ha logrado descubrir.

– No, señor, no hay nada -lo contradijo Monk. Era una mentira rotunda y tenía intención de ceñirse a ella-. Le he seguido la pista hasta el día en que nació. Simplemente decidí no comentarlo con nadie porque no es de su incumbencia. Era un buen hombre, y merece la misma dignidad de mantener sus asuntos de familia en privado que se nos concede a los demás.

Farnham lo miró fijamente a través de la mesa y, poco a poco, parte de su mal genio se le fue borrando de los ojos, dejando sólo cansancio e inquietud.

– Tal vez -concedió-. Pero ahora tenemos a un montón de periodistas haciendo preguntas acerca de él sin parar; que por qué estaba tan obsesionado con el maldito caso de Phillips y por qué es usted tan malo, si no peor, y por qué no estamos haciendo nada para meterle en cintura. Está dejando que Orme haga la mitad del trabajo rutinario que debería ser su responsabilidad. Él lo niega, pero otros dicen que es verdad. Orme es un hombre leal. Merece algo mejor a que le endilgue su trabajo mientras usted da caza a Phillips. Phillips nos venció. A veces ocurre. No podemos capturar a todos los malhechores del río.

– Tenemos que detener a éste, señor. Es corno una herida infectada; o se corta por lo sano o acabará propagándose por todo el cuerpo.

Farnham enarcó las cejas.

– ¿En serio? ¿No será que se ha convencido de eso porque venció a Durban y luego lo venció a usted? ¿Puede jurarme que no es una cuestión de orgullo, Monk? ¿Y demostrármelo?

– Señor: Phillips asesinó a un niño, Figgis, porque Figgis quería escapar de la servidumbre a la que lo tenía sometido Phillips, que iba mucho más allá del trabajo. Era un objeto de pornografía para uso y entretenimiento de los clientes de Phillips…

– Es un asco -dijo Farnham, estremeciéndose de repugnancia-. Pero hay burdeles por todo Londres y en cualquier otra ciudad de Europa. Del mundo entero, según parece. Sí, asesinó al niño, Dios sabe por qué. Seguramente habría sido mucho más sencillo haberlo embarcado en un buque que zarpara de puerto, y mucho menos arriesgado…

– Fue por disciplina, señor -interrumpió Monk-. Para demostrar al resto de sus chicos lo que les sucede a quienes lo desafían.

– Un método poco eficiente -repuso Farnham-. No huirían si no creyeran que ellos serían los que conseguirán escapar.

– Entonces simplemente mataría a uno de los otros -explicó Monk, atento al rostro de Farnham-. A uno de los más pequeños, de los más vulnerables, a quien más ganas tuviera de huir. -Farnham palideció y comenzó a soltar una blasfemia, pero se contuvo-. Es peor que todo eso -prosiguió Monk-. ¿Se ha detenido a pensar, señor, qué clase de hombres son los clientes de Phillips?

Farnham torció los labios, en una expresión inconsciente de repulsa.

– Hombres con apetitos obscenos e incontrolables -contestó-. El uso de mujeres de la calle cabe entenderlo, si uno pone un poco de imaginación. El abuso de niños aterrados e intimidados, no.

– No, señor -aseveró Monk con vehemencia-. Pero ése no es el aspecto de ellos al que me refería. Son deplorables, pero los clientes de Phillips también son ricos, pues de lo contrario no podrían pagar sus tarifas. No dirige un mero burdel, hay espectáculo, trajes, charadas, fotografías. Le pagan bien por ello.

– Al grano, Monk. Ya estamos enterados de las ganancias de Phillips. No merece la pena abundar.

– No, señor -dijo Monk con urgencia-. Eso es sólo parte del motivo. Hay algo más sustanciaclass="underline" el poder. -Se inclinó un poco hacia delante y la voz le sonó más aguda-. Son hombres importantes, algunos ocupan cargos prominentes. Saben que sus apetitos no sólo son desviados sino que, dado que se trata de chicos, también son ilegales. -Constató que Farnham comenzaba a entenderle-. Son tremendamente corruptibles de mil y una maneras, señor. ¿Nunca se ha preguntado por qué Durban no conseguía capturarlo? Estuvo muy cerca en varias ocasiones, pero Phillips siempre se escabullía. Oliver Rathbone llevó su defensa, pero ¿quién lo contrató, lo sabe usted? Yo no, pero me encantaría saberlo.

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[9] Título conferido a ciertos abogados de prestigio. (N. del T.)