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Cuando se levantó, empezaron a bromear, un poco.

Se encontraba de pie a su lado y echó un vistazo y vio que Nave no podía oírle.

Y llegó a la conclusión de que ¿por qué no? Pero entonces ella se metió en el automóvil y cerró la portezuela.

él se le acercó rápidamente y se inclinó junto a su cabeza porque ella se había inclinado hacia adelante para girar la llave de encendido.

– Debo confesarle -dijo mirándola directamente a los ojos-que me ha gustado mucho hablar con usted, señora Bishop.

Ella le miró y contestó: -A mí también me ha gustado, Kyle.

– me gustaría poder seguir haciéndolo un poco más. Para conocerla mejor.

Termino de trabajar a las nueve de la noche.

¿Le parece bien que nos encontremos a las nueve y media en el Tambor Roto para tomar un trago?

– Bueno, ya veo que no se anda usted por las ramas con una mujer, ¿verdad, Kyle?

– Cuando la mujer es como usted, no.

Estaré allí a las nueve y media.

Ella puso marcha atrás y empezó a retroceder.

– Ah, muy bien -dijo, o algo parecido, y se fue y él estuvo seguro de haber alcanzado el éxito.

Se pasó toda la tarde canturreando muy contento.

Durante las dos horas libres de la cena se fue de compras y se dirigió después a su apartamento para dejar las bebidas alcohólicas y arreglar un poco la casa con vistas a la actividad que iba a tener lugar por la noche.

Después, volvió a trabajar hasta las nueve, y después se quitó la mugre de las manos y los brazos con Lan-Lin.

Se había afeitado en el lavabo de caballeros con la maquinilla eléctrica que siempre tenía a mano, se había peinado el oscuro cabello rizado y se había puesto ropa limpia.

A las diez y media aún estaba esperando a Kitty Bishop en el Tambor Roto.

Pero ella no apareció.

Le dejó plantado, la muy bruja.

Le había excitado y le habla prendido fuego para dejarle después.

Había comprendido la lección.

Le había querido colocar en su sitio. Le había dicho que no era suficiente para ella.

Pues, muy bien, maldita sea, él también tenía que decirle un par de cosas.

Salió hecho una furia del restaurante y corrió a la estación de servicio.

Nave estaba ocupado llenando un depósito de gasolina.

Shively entró en el despacho de Nave y buscó el registro de clientes.

Copió de la tarjeta del viejo Bishop en un trozo de papel el número telefónico de su casa de Holmby Hills.

Después se fue y se dirigió a la cabina telefónica más próxima.

Introdujo unas monedas y marcó.

Ring… ring y allí estaba ella.

Le reconoció la voz.

Tranquilo, como si nada hubiera sucedido.

– ¿Kitty? Soy Kyle. ¿Qué sucede? Llevo esperándote más de una hora.

– ¿Quién es?

– Kyle. Kyle Shively. Ya sabes, ya me recuerdas. Te he visto esta mañana en la estación de servicio, ¿recuerdas? Hemos quedado citados para tomar un trago en el Tambor Roto.

– Ah, conque es "eso" -dijo ella echándose a reír-. No hablará usted en serio, ¿verdad?

– ¿Qué quieres decir con que no hablo en serio? -preguntó poniéndose lívido-. Te he invitado a tomar un trago esta noche y has dicho que muy bien. Has aceptado. -Es una situación muy embarazosa.

No lo entiendo, señor Shively. No es posible que haya usted pensado que iba a reunirme con usted. De veras, ¿cómo es posible? Ha habido un malentendido.

– ¡No ha habido ningún malentendido, maldita sea!

– No se atreva a levantarme la voz. Eso es ridículo. Voy a colgar.

Y le colgó.

Fuera de sí, Shively buscó más monedas, las introdujo en la ranura y volvió a marcar el número de la muy perra.

En cuanto ella contestó, le dijo: -Oye, Kitty, tendrás que escucharme. Me gustaste desde la primera vez que te vi y comprendí que yo te gustaba, tanto si lo reconoces como si no. ¿Qué hay de malo entonces en que dos personas que se gustan salgan a tomar un trago? Por consiguiente, voy a darte otra oportunidad.

– ¿Otra oportunidad? Es usted un cara dura. Para mí no es más que un señor que me ha arreglado el coche y nada más. ¿Qué se ha creído usted que soy?

– Creía que eras una mujer pero empiezo a pensar que a lo mejor no eres más que una de tantas coquetas que piensan que…

– ¡No escucharé sus palabras! ¡Ni nada de lo que usted me diga! Si vuelve a molestarme, se verá metido en dificultades. Soy una mujer casada. No salgo con otros hombres.

Y, si lo hiciera, desde luego que no sería con un bruto y un grosero como usted. Por su propio bien, tenga en cuenta la advertencia.

Molésteme otra vez e informaré de ello a mi marido y él se encargará de que le despidan. Y volvió a colgarle de golpe el teléfono.

Shively colgó también tembloroso y salió de la cabina enfurecido a causa de la injusticia de que había sido víctima, de aquel burdo insulto a su virilidad y orgullo que le había infligido aquella perra mocosa.

Al llegar a la acera, la cólera de Shively se hizo más generalizada y fue más allá de aquella perra en particular.

No se trataba únicamente de aquellas mujeres de la llamada clase alta, de aquellas tías mimadas con sus actitudes en relación con los hombres a los que consideraban por debajo suyo.

Lo que estaba mal era todo el sistema de clases.

Shively no tenía la menor idea de política y todo eso le importaba un comino, pero hubiera sabido determinar mucho mejor que cualquier político lo que estaba mal en el mundo.

Lo malo es que un puñado de ricos tenían demasiado y el resto, los pobres, apenas tenía nada y jamás podía alcanzar la riqueza.

Lo malo es que los ricos cada vez se iban haciendo más ricos -ricos de dinero y ricos de mujeres, lo más escogido era siempre para ellos-mientras que las sobras quedaban para los demás, para los Shivelys a quienes no se permitía el paso y que tenían que conformarse con las migajas y mostrarse satisfechos con bocados recalentados de segunda mano y escasa calidad.

Maldita sea.

Había llegado a la entrada de cristal de doble hoja del All-American Bowling Emporium.

A través de ella pudo ver parte de las treinta y dos pistas, todas ellas ocupadas.

En lo alto, muy a la vista, había un rótulo de cristal iluminado y con una flecha roja que señalaba hacia la derecha y que decía "Bar de la Linterna -Cócteles".

Menos mal, pensó.

Aún podía disfrutar de algún placer.

Tres o cuatro cervezas y tal vez se sintiera mejor.

Kyle Shively se adelantó hacia la entrada.

Adam Malone se hallaba en el salón, sentado perezosamente en un sillón de madera de arce y contemplando soñadoramente la vela que centelleaba en el interior de la linterna roja que había sobre la mesa.

Jugueteaba distraídamente con los dedos sobre el pequeño bloc amarillo que llevaba consigo dondequiera que fuera, incluso en el trabajo.

En la clase de literatura de su segundo año de estudios le habían dicho que los más célebres escritores tenían la costumbre de tomar notas para caso de que éstas les proporcionaran cierta inspiración o les permitieran observar algo que pudiera resultar útil en algún relato.

Como Henry James y Ernest Hemingway.

Si tomaban notas de lo que pensaban o veían.

A partir de entonces, en los seis años transcurridos, Adam Malone siempre había llevado en el bolsillo un pequeño bloc y un lápiz.

Malone no tenía por costumbre frecuentar los bares.

No bebía mucho.

Bebía muy poco en el transcurso de las reuniones sociales, y en determinadas ocasiones lo hacía estando solo en su habitación, en cuyo caso tomaba un poco de vino o bien un trago de Jack Daniels porque había leído que el alcohol, si no se consumía en exceso, podía estimular la imaginación.

La mayoría de escritores americanos ganadores del Nobel -Sinclair Lewis, Ernest Hemingway, William Faulkner-habían sido bebedores y, al parecer, el alcohol había contribuido a encender y no a apagar su capacidad creadora.