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Pero, en realidad, a Malone le constaba que no le hacía falta el whisky para estimular su imaginación.

No le costaba el menor esfuerzo evocar situaciones, inventar, elaborar, dramatizar.

Apenas transcurría una hora del día sin que se sorprendiera soñando acerca de lo que fuera.

Lo más difícil era apresar estas fantasías y ponerlas por escrito de una forma interesante y coherente.

Poner lo negro sobre lo blanco, tal como solía decir Maupassant, era ciertamente lo más difícil.

No, no había acudido al bar para beber, a pesar de tener delante suyo sobre la mesa un whisky a medio terminar.

Había acudido allí aquella noche porque no le apetecía quedarse solo en su habitación y ya había visto la mayoría de las películas que daban por televisión y había visto también las mejores obras teatrales que daban en los teatros de las cercanías y no se podía permitir el lujo de irse a ver una película de estreno.

Además, algunas veces, como esta noche por ejemplo, se sentía culpable por pasarse tanto tiempo libre en la habitación, encerrado entre aquellas cuatro paredes, viviendo únicamente en el interior de su cabeza.

Un autor debe salir, ver cosas, ver gente, mezclarse y confundirse y vivir experiencias.

Un bar constituía un excelente tarro de fusión, un escenario maravilloso para trabar conocimiento con extraños o bien observar la vida.

Sólo hubiera querido que a aquellos que así lo desearan, como él por ejemplo, les estuviera permitido fumar hierba en público.

Unos cuantos cigarrillos le hubieran resultado mucho más agradables que aquel desabrido whisky que había estado tomando.

Malone había entrado en la bolera y se había dirigido al salón de cócteles hacía cosa de media hora porque le había parecido bullicioso y alegre, lleno de cuerpos, y porque ya en otras dos o tres ocasiones se había dejado caer por allí, lo cual hacía que le resultara un ambiente familiar.

Había ido a sentarse junto a una mesa cercana a la barra porque esta noche prefería observar a mezclarse, y, durante algún rato había visto ir y venir a los clientes, hombres en su mayoría y en su mayoría mayores que él (lo cual significaba de más de veintiséis años), y a las parejas entrando tomadas del brazo, susurrando y riéndose, y a algunas personas que salían con paso vacilante.

Tras haberse hartado de todo eso, Malone decidió retirarse a su interior procurando esbozar la estructura de una novela corta que tenía en proyecto escribir.

Pero se distrajo muy pronto y empezó a contemplar fijamente la llama de la vela que parpadeaba en el interior de la linterna roja y que parecía hipnotizarle.

Ahora, consciente de haberse retirado a su interior, hizo un esfuerzo y procuró mostrar interés por la actividad que le rodeaba.

Se irguió en su asiento, tomó un sorbo de Jack Daniels y escudriñó el salón.

La iluminación era indirecta y, por consiguiente, muy matizada.

Sus ojos se apartaron de un joven y una mujer que estaban examinando los títulos de los discos de la máquina automática y se posaron en los clientes que llenaban la barra.

Era una barra muy larga, tal vez midiera nueve metros, y, cuando había llegado Malone, la mitad de los taburetes estaban vacíos, pero ahora estaban todos ocupados menos uno.

Precisamente el que tenía más cerca.

Malone estudió la conveniencia de abandonar la mesa y trasladarse con su vaso al taburete vacío de la barra.

Estaba a punto de hacerlo cuando un sujeto alto y musculoso de rostro alargado cruzó el salón y se detuvo entre Malone y el taburete vacío.

Con aire posesivo, el recién llegado giró el asiento del taburete hacia sí, se acomodó y se volvió de cara a la barra.

El intruso que se había acomodado en el taburete de Malone chasqueó los dedos para llamar la atención del anciano barman, un amable y eficiente negro de frente abombada y algodonoso cabello muy rizado, y el barman le atendió rápidamente.

– ¿Cómo está esta noche, señor Shively? -preguntó.

– Hola, Ein.

– En el transcurso de su última visita Malone se había enterado de que "Ein" era el apócope del apodo del barman, a quien llamaban Einstein por la propensión que éste tenía a solucionar cualquier problema de los clientes por complicado que fuera.

El recién llegado, llamado Shively, seguía hablando-.

Si quieres que te diga la verdad, esta noche estoy de un humor de perros.

– Pues para eso tenemos muchos brebajes, señor Shively.

¿Qué le apetecería?

– Lo que me apetecería -repuso Shively-sería un buen trasero, pero también me conformaré con una cerveza fría.

Sentado junto a su mesa, Malone se despertó.

Este Shively tenía mucha personalidad.

Malone pasó una página del bloc.

La última frase de Shively no había estado nada mal.

Malone vaciló un instante preguntándose si Henry James la hubiera anotado; lo dudaba, pero empezó a tomar nota.

Shively permanecía sentado un poco inclinado sobre la barra esperando a que le sirvieran otra cerveza.

Cuando se la sirvieron, sorbió ruidosamente la espuma de la superficie, ingirió un buen trago y se dispuso finalmente a comentar las desgracias que le afligían con cualquiera que estuviera dispuesto a escucharle.

Miró al hombre del taburete de al lado.

La perspectiva no se le antojaba muy halageña.

Un mohoso sujeto un poco mayor con pinta de hombre de negocios, medio calvo y con cuatro pelos blanquecinos, gafas de montura metálica apoyadas sobre una afilada nariz, boca melindrosa, raquítico, enfundado en un severo y conservador traje azul con camisa blanca y corbata de pajarita.

Con aquella cara tan pastosa y aquel aspecto de individuo acostumbrado a perder, debía de ser el director de unas pompas fúnebres, pensó Shively.

Pero qué demonios, era un tipo con quien podría charlar.

– Hola, amigo -dijo Shively tendiéndole la mano-, me llamo Shively.

El sujeto se sorprendió un poco.

Recuperándose de su asombro, estrechó brevemente la mano de Shively.

– Encantado de conocerle.

Yo… me llamo Brunner… Leo Brunner.

– Muy bien, Brunner, ¿Qué te ha parecido lo que le he dicho al barman cuando me ha preguntado que qué me apetecería?

Brunner se quedó altamente perplejo.

– Pues… no estoy seguro de haberme enterado.

– Me ha preguntado que qué me apetecería y yo le he dicho que un buen trasero pero que me conformaría con una cerveza -dijo Shively sonriendo-.

Es una broma que solemos gastar. Aunque yo siempre lo digo en serio.

¿Qué te parece, Brunner? Brunner se removió inquieto y esbozó una débil sonrisa.

– Pues, sí, es bastante gracioso.

Shively decidió largarse cuanto antes.

Aquel tipo no iba a contribuir a distraerle.

Probablemente era de los que pensaban que sólo lo hacían los pájaros y las abejas.

Sí, pensó Shively, de aquellos a los que si se les hiciera el amor se quedarían hechos polvo.

Mientras Shively se apartaba de Brunner, un individuo del fondo de la barra le gritó a Ein que pusiera el noticiario de las once.

Accediendo a la petición, Ein extendió la mano hacia el gran aparato de televisión en color, lo encendió, buscó el canal adecuado y ajustó el volumen.

En la pantalla apareció el jovial rostro de Sky Hubbard, el famoso comentarista, que estaba hablando de otra insurrección comunista en no sé que lugar del sudeste asiático.

Inmediatamente se pasó la filmación de unos tipos morenos correteando por allí tras haber sido atacados con napalm.

A Shively le importaba un bledo.

Les está bien empleado, pensó, por entrometerse e impedirnos que les ayudemos y les civilicemos.

Shively les conocía en persona y sabía con toda seguridad que aquellos tipos morenos eran unas bestias.

Siguió contemplando la pantalla mientras Sky Hubbard empezaba a vapulear a algún individuo de la Casa Blanca a propósito de una nueva medida de reforma tributaria a punto de convertirse en ley y que para Shively significaba otra exención de impuestos en beneficio de todos los acaudalados hijos de puta de los Estados Unidos, ya lo creo que sí.