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Alec estaba en el callejón trasero del Rosebud fumando un cigarrillo cuando a su espalda escuchó abrirse de golpe la puerta de la salida de incendios. Se volvió y vio a un muchacho larguirucho apoyado en el quicio, simplemente apoyado, ni salía ni entraba. El muchacho parpadeó, deslumbrado por la fuerte luz blanca del sol, con la mirada confusa y desconcertada propia de un niño pequeño al que han despertado bruscamente de un profundo sueño. Detrás de él Alec veía una oscuridad llena de un estridente piar de gorriones y, más abajo, a unos cuantos espectadores revolviéndose incómodos en sus asientos y empezando a quejarse.

– Eh, chico: ¿entras o sales? -preguntó Alec-. Si dejas abierto entra la luz.

El chico -por entonces Alec aún no sabía su nombre- volvió la cabeza y se quedó mirando hacia el interior del cine durante un momento largo e intenso. Después salió y la puerta con amortiguador se cerró detrás de él suavemente, pero siguió sin moverse y sin ir a ninguna parte. El Rosebud llevaba dos semanas proyectando Los pájaros, y Alec había visto a otros espectadores salir antes de que terminara, pero nunca a un chico de doce años. Era la clase de película que la mayoría de los niños de esa edad esperaba un año entero para ver, pero ¿quién sabe? Tal vez éste era especialmente miedoso.

– Me he dejado la Coca-Cola dentro -dijo el muchacho con voz distante, casi neutra-. Todavía quedaba mucha.

– ¿Quieres entrar a cogerla?

El chico levantó la vista y miró a Alec con expresión alarmada, y entonces éste lo supo.

– No.

Alec terminó su cigarrillo y lo tiró al suelo.

– Me he sentado con la mujer muerta -soltó el niño de pronto.

Alec asintió con la cabeza.

– Me ha hablado.

– ¿Qué te ha dicho?

Miró de nuevo al niño y lo vio observándolo fijamente con los ojos abiertos de par en par, incrédulos.

– Que tenía ganas de hablar con alguien, dijo. Que cuando le gusta una película necesita hablar.

Alec sabe que cuando quiere hablar con alguien siempre es sobre cine. Suele dirigirse a hombres, aunque en ocasiones elige sentarse junto a una mujer, Lois Weisel, por ejemplo. Alec tiene una teoría acerca de lo que la impulsa a aparecerse a alguien. Lleva un tiempo tomando notas en su bloc amarillo y tiene una lista de las personas a las que se ha aparecido, en qué película y cuándo (Leland King, Harold y Maude, minuto 72; Joel Harlowe, Cabeza borradora, minuto 77; Hal Lash, Sangre fácil, minuto 85, y todos los demás). A lo largo de los años ha ido desarrollando una teoría sobre las condiciones que favorecen su aparición, aunque los detalles concretos siempre cambian.

Cuando era joven siempre pensaba en ella, o al menos siempre la tenía presente de alguna manera; fue su primera y más sentida obsesión. Después, por un tiempo, estuvo mejor, cuando el cine marchaba bien y él era un hombre de negocios respetado en la comunidad, en la cámara de comercio y en el concejo municipal. En esos días podían pasar semanas sin que pensara en ella, pero entonces alguien la veía o afirmaba haberla visto y todo empezaba de nuevo.

Sin embargo, después de su divorcio -ella se quedó con la casa y él se mudó al apartamento de una sola habitación en los bajos del local-y poco antes de que abrieran los multicines de ocho salas a las afueras de la ciudad, empezó a obsesionarse otra vez, no tanto con ella como con el cine en sí. (Aunque, ¿acaso había diferencia alguna? En realidad no, supone, los pensamientos sobre uno y otra siempre están relacionados). Nunca imaginó que llegaría a ser tan viejo y a tener tantas deudas. Le cuesta conciliar el sueño, porque en su cabeza bullen las ideas -descabelladas, desesperadas- sobre cómo evitar tener que cerrar el cine. Permanece despierto pensando en ingresos, empleados, bienes amortizables. Y cuando ya no puede seguir pensando en dinero trata de imaginar adónde irá si el cine cierra. Se ve en un hogar para jubilados, con colchones apestando a linimento y viejos encorvados sin dentadura viendo comedias televisivas en un salón mohoso; se ve en un lugar donde se apagará lenta y pasivamente, como un papel de pared demasiado expuesto al sol que pierde poco a poco su color.

Y eso es malo. Pero es aún peor cuando trata de imaginar qué le ocurrirá a ella si cierra el Rosebud. Ve la sala despojada de sus butacas, un espacio vacío y lleno de eco, con pelusas de polvo en las esquinas y bolas de chicle seco, adheridas al cemento. Las pandillas de adolescentes lo usan para beber y follar; ve botellas de licor tiradas por todas partes, pintadas analfabetas en las paredes, un condón solitario y grotesco en el suelo, delante de la pantalla. Este lugar desolado y vulnerado será su última morada, donde desaparecerá para siempre.

O tal vez no lo haga… Y eso es lo que más miedo le da.

Alec la vio -habló con ella- por primera vez cuando tenía quince años, seis días después de enterarse de que su hermano mayor había muerto en el Pacífico Sur. El presidente Truman había enviado una carta de pésame. Era una carta oficial, pero la firma estampada al final era auténtica. Alec no había llorado todavía. Años más tarde supo que había pasado una semana en estado de shock, que había perdido a la persona que más quería en el mundo y que ello lo había traumatizado. Pero en 1945 nadie empleaba la palabra «trauma» para hablar de sus emociones, y la única clase de neurosis de que hablaba la gente era de la «neurosis de guerra».

A su madre le decía que iba al colegio por las mañanas, pero era mentira. Lo que hacía era vagabundear por el centro de la ciudad metiéndose en líos. Robaba barras de caramelo del American Luncheonette y se las comía en la fábrica de zapatos abandonada, que había tenido que cerrar porque todos los hombres estaban en Francia o en el Pacífico. Después quemaba la energía que le proporcionaba el azúcar tirando piedras a los cristales, practicando lanzamientos rápidos.

Un día, mientras deambulaba por el callejón situado detrás del Rosebud, reparó en que la puerta de la sala del cine no estaba bien cerrada. El panel que daba al callejón era una superficie lisa de metal, sin picaporte, pero pudo abrirla con las uñas. Llegó justo a tiempo para el pase de las tres y media de la tarde, con la sala repleta de un público compuesto en su mayor parte de niños menores de diez años acompañados de sus madres. La salida de incendios estaba situada a medio camino del pasillo, en un saliente de la pared, y en penumbra, así que nadie lo vio entrar. Avanzó agachado por el pasillo y encontró un asiento vacío en las últimas filas.

– He oído que Jimmy Stewart se ha ido al Pacífico -le había dicho su hermano cuando estuvo en casa de permiso, antes de embarcar hacia allí. Jugaban a pasarse la pelota-. Apuesto a que el caballero sin espada [5] está ahora mismo bombardeando a los putos demonios de Tokio. ¿Qué te parece?

El hermano de Alec, Ray, se definía a sí mismo como un loco del cine. Durante el mes que estuvo de permiso habían ido juntos a todos los estrenos. Bataan, Batallón de construcción, Siguiendo mi camino…

Alec esperó a que terminara el capítulo de una serie de cortometrajes dedicada a las últimas aventuras de un vaqueros cantarín de largas pestañas y boca tan negra que sus labios parecían negros también. No le interesó, así que se dedicó a sacarse mocos y a cavilar cómo agenciarse una Coca-Cola sin pagar. Entonces empezó el largometraje.

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[5] Alusión a la película del mismo nombre dirigida por Frank Capra en 1939 y protagonizada por James Stewart, que interpreta a un idealista senador que aspira a luchar contra la corrupción política. [N. de la T.]