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Atravesaron los puestos de seguridad, y Tucker avanzó cuesta arriba hasta la base de la Torre de Servicios y Acceso. Otro guardia se les acercó, vio a Tucker, se cuadró y se perdió en las sombras. Baedecker y Scott salieron del coche y se quedaron mirando la máquina que se alzaba ante ellos.

Para Baedecker el transbordador -o Sistema de Transporte Espacial Regular, como a los ingenieros les gustaban llamar a la combinación de vehículo orbital, tanque externo y cohetes de combustible sólido- parecía aparatoso y torpe, un híbrido improbable que no era avión ni cohete, sino una forma evolutiva intermedia. No por primera vez, Baedecker comprendió que estaba mirando un ornitorrinco del viaje espacial. El transbordador espacial -ese cacareado símbolo de la tecnología de Estados Unidos- ya se había transformado en un ensamblaje de equipo viejo, casi obsoleto. Al igual que los maduros pilotos que los conducían, los transbordadores supervivientes transportaban los sueños de los años 60 y la tecnología de los 70 a las incógnitas de los años 90, reemplazando la energía ilimitada de la juventud por la sabiduría de lecciones penosamente aprendidas.

A Baedecker le agradó el aspecto del tanque de combustible externo, color herrumbre. Tenía sentido no quemar precioso combustible para elevar toneladas de pintura hasta el linde del espacio sólo para que el tanque desechable ardiera segundos después, pero el efecto de esa sensatez era que el transbordador parecía una trajinada herramienta, una buena camioneta usada en vez de los elegantes modelos utilizados en programas anteriores. Aun así, o quizá debido a ello, Baedecker comprendió que si fuera piloto del equipo querría al transbordador con esa pasión pura e irracional que los hombres solían reservar para las esposas o amantes.

– Es hermoso, ¿verdad? -dijo Tucker, como leyendo la mente de Baedecker.

– Lo es -convino Baedecker. Sin pensar en ello, miró hacia donde la popa se unía con el cohete de la derecha. Pero si en esas anillas había demonios destructivos, acechando para destruir la nave y la tripulación con devastadoras lenguas de fuego que hicieran volar el hidrógeno del tanque externo, no había indicios de ellos. Aunque, desde luego, la tripulación del Challenger tampoco lo había visto.

Alrededor, técnicos vestidos de blanco trajinaban como insectos. Tucker sacó tres cascos protectores del asiento trasero del Plymouth y le arrojó uno a Baedecker y otro a Scott. Se acercaron más e irguieron la cabeza para mirar de nuevo hacia arriba.

– Es fascinante, ¿eh? -dijo Tucker.

– Todo un espectáculo -murmuró Baedecker.

– Energía congelada -murmuró Scott.

– ¿Qué es eso? -preguntó Tucker.

– Cuando estuve en la India -dijo Scott con voz apenas audible sobre los ruidos de fondo y el pistoneo de un compresor cercano-, por alguna razón empecé a pensar en las cosas, e incluso a ver las cosas, en términos de energía. Gente, plantas, todo. Antes miraba un árbol y veía ramas y hojas. Ahora veo la luz solar condensada en materia. -Scott titubeó tímidamente-. De cualquier modo, eso es… una enorme fuente de energía cinética congelada, esperando para derretirse y transformarse en movimiento.

– Sí -dijo Tucker-. Vaya si hay energía esperando ahí. O al menos la habrá cuando abran los tanques por la mañana. Siete millones de libras de impulso cuando enciendan esas dos velas romanas. -Los miró a ambos-. ¿Queréis subir? Te prometí un vistazo, Dick.

– Yo esperaré aquí -dijo Scott-. Te veo luego, papá.

Baedecker y Tucker subieron en el ascensor de la rampa y salieron a la sala blanca. Media docena de técnicos de Rockwell International con monos blancos, botas blancas y gorras blancas trabajaban en la luz brillante.

– Este acceso es más fácil que el del Saturno V- comentó Baedecker.

– Tenía ese aguilón, ¿verdad? -dijo Tucker.

– Cien metros hasta arriba -dijo Baedecker-. Cuando cruzaba ese maldito brazo oscilante número nueve con traje de presión, llevando ese pequeño ventilador portátil que pesaba media tonelada, contenía el aliento hasta entrar en la sala blanca. Estaba seguro de ser el único héroe de Apollo que desarrollaba síntomas de vértigo.

– Aquí estamos más cerca del suelo -dijo Tucker-. Buenas noches, Wendell. -Tucker saludó a un técnico con auriculares conectados a un cable enchufado en el casco del transbordador.

– Buenas noches, coronel. ¿Va a entrar?

– Unos minutos -dijo Tucker-. Quiero mostrarle a este fósil del Apollo el aspecto de una verdadera nave espacial.

– De acuerdo, pero aguarde un minuto, por favor -dijo el técnico-. Bolton está en la cabina chequeando las comunicaciones. Bajará en un segundo.

Baedecker acarició la cubierta del transbordador. Los mosaicos térmicos blancos eran frescos al tacto. De cerca, la nave espacial mostraba indicios de desgaste: decoloración entre los mosaicos, pintura negra descascarillada, el lustre carcomido de las agarraderas de la escotilla de ingreso. La vieja camioneta estaba limpia y brillante, pero aun así era una camioneta vieja.

Un técnico salió por la escotilla redonda.

– Bien, todo suyo -dijo Wendell.

Baedecker siguió a Tucker, preguntándose qué habría sido de Gunter Wendt. Los tripulantes de Mercury y Gemini querían tanto a Wendt, el primer «führer de rampa» de las salas blancas, que habían obligado a North American Rockwell a quitárselo a McDonnell cuando se inició el programa Apollo.

– Cuidado con la cabeza, Dick -dijo Tucker.

Cruzaron la cubierta intermedia y treparon a los asientos delanteros de la cabina. Para un veterano del Apollo, el interior del transbordador parecía enorme. Detrás de los asientos del piloto y el copiloto había dos divanes adicionales y una escalerilla conducía a un asiento en la cubierta inferior.

– ¿Quién ocupa ese lugar solitario allá abajo? -preguntó Baedecker.

– Holmquist, y le saca de quicio -dijo Tucker, acomodándose en el asiento horizontal del piloto de mando-. Intentó todo salvo sobornar a uno de los otros dos para tener un asiento de ventanilla.

Baedecker se instaló con cuidado en el asiento derecho. En su asiento central del módulo de mando Apollo, un movimiento torpe no lo habría sacado de su sitio. Aquí un resbalón lo habría arrojado a un par de metros, hacia las ventanillas y al compartimento de instrumentos situado a popa de la cabina. Se calzó el arnés casi instintivamente, aseguró el cinturón del regazo, pero ignoró la ancha correa para la entrepierna.

Varias luces de advertencia colgaban de ganchos, iluminando los instrumentos y arrojando sombras en los rincones. Tucker apagó una de las lámparas y activó varios interruptores de la cabina, y ambos quedaron bañados en un fulgor verde y rojo. Un despliegue de rayos catódicos se encendió frente a Baedecker e inició una letanía de datos sin sentido. Las líneas cambiantes le recordaron el transbordador de pasajeros de Pan Am de 2001: odisea del espacio, con sus gráficos relampagueantes. Dave había querido ver la película una docena de veces durante el invierno de 1968. Realizaban turnos de catorce horas para respaldar el Apollo 8, y por la noche conducían alocadamente por Houston para ver a Keir Dullea, Gary Lockwood, HAL y los australopitecus actuando al ritmo de Bach, Strauss y Ligeti. Una noche que Baedecker se durmió al comienzo del cuarto rollo, Dave Muldorff se enfadó.

– ¿Te gusta? -preguntó Tucker.

Baedecker examinó la consola. Acarició el control manual rotacional.

– Muy elegante -dijo con sinceridad.

Tucker pulsó las teclas del ordenador en la consola baja que los separaba.

– Tiene razón, sabes -dijo Tucker.

– ¿Quién tiene razón?

– Tu muchacho. -Tucker se pasó la mano por la cara como si estuviera muy cansado-. Es triste.

Baedecker se volvió hacia él. Tucker Wilson había realizado cuarenta misiones sobre Vietnam y había derribado tres MiGs enemigos en una guerra casi desprovista de ases. Wilson era piloto de carrera de la Fuerza Aérea, sólo transferido a la NASA.

– No me parece triste que las fuerzas armadas realicen misiones -aclaró Tucker-. Demonios, los rusos han tenido una presencia puramente militar allá arriba en la segunda estación Salyut, desde hace por lo menos diez años. Aun así, es triste lo que sucede aquí.

– ¿Por qué?

– Es diferente, Dick. Cuando tú volabas y yo actuaba como respaldo, las cosas eran más sencillas. Sabíamos a dónde íbamos.

– A la Luna -dijo Baedecker.

– Sí. Quizá la carrera no fuera muy cordial, pero de alguna manera era más…, demonios, no sé…, más pura. Ahora hasta el tamaño de esas malditas compuertas es determinado por el Departamento de Defensa.

– Llevas un satélite de inteligencia allá arriba -dijo Baedecker-. No una bomba. -Recordó a su padre de pie en un oscuro muelle de Arkansas treinta y un años antes, escrutando los cielos en busca del Sputnik y diciendo: «Pero si pueden enviar algo de ese tamaño allá arriba, pueden enviar uno más grande con bombas a bordo, ¿verdad?»

– No, no es una bomba -convino Tucker-, y ahora que Reagan ha pasado a la historia, es probable que no dediquemos los próximos veinte años a trasladar piezas de la Iniciativa de Defensa Estratégica.