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Baedecker asintió y miró por las ventanillas, tratando de ver las estrellas, pero el vidrio especial estaba protegido para el lanzamiento.

– ¿Piensas que no funcionaría? -preguntó, aludiendo a la Iniciativa de Defensa Estratégica, lo que la prensa aún llamaba, con cierta mordacidad, Guerra de las Galaxias.

– No, creo que funcionaría -dijo Tucker-. Pero aunque el país pudiera costearlo, y no es así, muchos entendemos que es demasiado arriesgado. Si los rusos empezaran a poner en órbita láseres con rayos X y otros artilugios que nuestra tecnología no podría alcanzar ni contrarrestar en veinte años, la mayoría de los altos oficiales que conozco reclamarían un ataque preventivo contra lo que ellos instalaran allá.

– ¿Material antisatelital lanzado con F-16? -preguntó Baedecker.

– Sí. Pero supongamos que no le acertamos a todo. O que ellos lo reemplazaran más rápidamente de lo que podemos derribarlo. ¿Qué le aconsejarías al presidente, Dick?

Baedecker miró a su amigo. Sabía que Tucker era amigo personal del hombre que acababa de ganar las elecciones para reemplazar a Ronald Reagan.

– Amenazar con ataques quirúrgicos a sus bases de lanzamiento -dijo Baedecker. El transbordador parecía mecerse ligeramente en la brisa nocturna, y Baedecker tuvo una sensación de náusea.

– ¿Amenazar? -replicó Tucker con una sonrisa amarga.

Baedecker, sabiendo por su infancia en Chicago, y por sus años en la Infantería de Marina cuan inútiles pueden ser las amenazas, concedió:

– Vale, lanzar ataques quirúrgicos contra Baikonur y sus otras bases de lanzamiento.

– Sí -dijo Tucker, y hubo un largo silencio interrumpido sólo por los crujidos y gruñidos del tanque externo de 50 metros amarrado al vientre del vehículo orbital. Tucker apagó las pantallas-. Amo el Cabo, Dick -murmuró-. No quiero que lo vuelen en pedazos en un juego de toma y daca.

En la repentina oscuridad, Baedecker aspiró el olor del ozono, el lubricante y los polímeros de plástico; el olor que había reemplazado al ozono, el cuero y el sudor.

– Bien -dijo-, los tratados sobre armamentos de los últimos dos años son un comienzo. El satélite que llevas allá permitirá un grado de verificación que habría sido imposible hace diez años. Y liquidar proyectiles intercontinentales con buenos tratados, antes que se construyan las armas, parece más eficaz que poner un billón de dólares de láseres en el espacio y rezar para que no ocurra lo peor.

Tucker apoyó las manos en la consola como si leyera con las palmas los datos y la energía latentes.

– Sabes -dijo-, creo que el presidente electo se perdió una oportunidad durante la campaña.

– ¿Por qué?

– Tendría que haber hecho un trato con el pueblo norteamericano y los soviéticos -dijo Tucker-. Por cada diez dólares y diez rublos ahorrados mediante el descarte de misiles o reducciones en la Iniciativa de Defensa Estratégica, los rusos y nosotros pondríamos diez rublos o diez dólares en proyectos espaciales conjuntos. Hablaríamos de decenas de miles de millones de dólares, Dick.

– ¿Marte? -dijo Baedecker. Cuando él y Tucker se entrenaban para el Apollo, el vicepresidente Agnew había anunciado que el propósito de la NASA era llevar hombres a Marte en la década de los 90. Nixon no se interesó, la NASA pronto perdió su euforia y el sueño se desvaneció.

– Eventualmente -dijo Tucker-, pero primero poner en marcha la estación espacial y luego una base permanente en la Luna.

Baedecker se asombró de descubrir que se le aceleraba el pulso al pensar en hombres regresando a la Luna en vida de él. «Hombres y mujeres», corrigió en silencio.

– ¿Y estarías dispuesto a compartirlo con los rusos? -preguntó.

Tucker resopló.

– Mientras no tengamos que dormir con esos bordes. Ni volar en sus naves. ¿Recuerdas Apollo-Soyuz?

Baedecker recordaba. Él y Dave formaron parte del primer equipo que había presenciado el programa espacial soviético antes de la misión Apollo-Soyuz. Aún recordaba el sutil comentario de Dave en el vuelo de regreso. «¡Última palabra en tecnología! Cielos, Richard, llaman a eso la última palabra. Pensar que gastamos tanta energía haciendo creer a la población y al Congreso esas patrañas sobre el coloso espacial soviético, las supertecnologías que siempre están a punto de construir, ¿y qué vemos? ¡Remaches expuestos, paquetes electrónicos del tamaño de la radio Philco de mi abuela, y una nave que no podría conectarse con otra aunque tuviera una erección!»

El informe escrito había sido un poco más sobrio, pero durante la misión Apollo-Soyuz la nave norteamericana se había encargado del seguimiento y la conexión y, en contra de los planes originales, las tripulaciones no habían cambiado de nave para el aterrizaje.

– No quiero volar en esos cascajos -continuó Tucker-, pero si cooperando con ellos la NASA vuelve a explorar el espacio, podría aguantar el olor. -Se desabrochó las correas y empezó a descender, procurando usar las agarraderas apropiadas.

– Un camello que orina fuera, ¿eh? -observó Baedecker, siguiéndolo.

– ¿Qué es eso? -preguntó Tucker, agachándose frente a la escotilla baja y redonda.

– Un viejo proverbio árabe -dijo Baedecker-. Es mejor tener el camello dentro de la tienda orinando hacia fuera que tenerlo fuera orinando hacia dentro.

Tucker rió, sacó un cigarro del bolsillo de la camisa y se lo puso entre los dientes.

– Un camello orinando fuera -repitió, riendo de nuevo-. Me gusta eso.

Baedecker esperó a que saliera Tucker y luego se agachó, cogió una barra metálica y salió. La sala blanca resplandecía como una sala de partos.

En la mañana del lanzamiento Baedecker se sentó a solas en la cafetería de su motel de Cocoa Beach, mirando las rompientes y releyendo la carta de Maggie Brown que había recibido tres días antes.

17 de noviembre de 1988

Richard:

Me encantó tu última carta. Escribes poco, pero cada carta significa mucho. Te conozco lo suficiente como para saber cuánto piensas, cuánto afecto sientes y cuan poco dices. ¿Alguna vez permitirás que alguien comparta plenamente tus pensamientos y sentimientos? Eso espero.

Por lo que cuentas, Arkansas debe ser hermosa. Las descripciones de los amaneceres en el lago, cuando se eleva la niebla y graznan los cuervos en las ramas desnudas de la costa, me dan deseos de estar allá.

Ahora, Boston es toda lodo, tráfico y ladrillos grises. Me agrada enseñar y el doctor Thurston cree que en abril estaré preparada para ponerme a trabajar en mi tesis. Veremos.

Tu libro es sensacional…, al menos los fragmentos que me has dejado leer. Creo que tu amigo Dave estaría muy orgulloso. Pintas muy bien los personajes. Los pilotos cobran vida de una manera que jamás he visto en un libro, y la perspectiva histórica permite que una persona lega (yo, por ejemplo) comprenda nuestra época bajo una nueva luz: como una cultura que escoge entre un desafiante futuro de exploración y descubrimiento o un retiro hacia los puertos seguros y conocidos de las guerras de mutua aniquilación, el estancamiento y la decadencia.

Como socióloga tengo varias preguntas (no respondidas en el libro, o al menos en los fragmentos que he leído) sobre esas criaturas, los astronautas. Por ejemplo, ¿por qué muchos de vosotros sois oriundos del Medio Oeste? ¿Y por qué muchos sois hijos únicos o primogénitos? (¿Ocurre lo mismo con los nuevos especialistas -especialmente las mujeres- o sólo ocurre con los ex pilotos de pruebas?) ¿Y cuáles son los efectos psicológicos duraderos de pertenecer a una profesión (piloto de pruebas) donde la tasa de mortandad laboral es de uno sobre seis? (¿Esto podría llevar a cierta reticencia en demostrar los sentimientos?) Tus referencias a Scott en tu última carta parecen más optimistas que todas las noticias anteriores. Me agrada que se sienta mejor. Por favor, dale recuerdos míos. Por el tono de tu carta, Richard, parece que estas redescubriendo cuan complejo y reflexivo puede ser tu hijo. ¡Yo te lo podría haber dicho! Scott desperdició un año en ese estúpido ashram por mera tozudez, pero, como he sugerido antes, parte de esa tozudez viene de su afán de analizar y comprender las experiencias.

¿De dónde crees que heredó ese rasgo? Hablando de tozudez, no haré comentarios sobre la sección matemática de tu carta. No merece una respuesta. (Aparte de señalar que cuando tú tengas 180 yo seré una ágil persona de 154. Quizá sea un problema entonces.) (Pero lo dudo.)

En tu carta me preguntaste acerca de mi opinión filosófica y religiosa sobre ciertas cosas. ¿Aún hablamos de los lugares de poder que mencionamos en la India hace dieciocho meses?

Sabes que me encanta la magia, Richard, y conoces mi obsesión con lo que considero los secretos y los silencios del alma. Para mí, nuestra búsqueda de lugares de poder es real e importante. Pero eso ya lo sabes.

Bien, mi sistema de creencias. Escribí una epístola de doce páginas sobre esto desde que tu carta planteó la pregunta, pero la tiré a la papelera porque creo que todo mi sistema de creencias se puede sintetizar así:

Creo en la riqueza y el misterio

del universo; no creo

en lo sobrenatural.

Eso es todo. Oh, y también creo que tú y yo debemos tomar ciertas decisiones, Richard. No insultaré la inteligencia de ambos con clichés ni describiendo las complicaciones de mantener a raya a Bruce siete meses después del plazo que le prometí, pero lo cierto es que tú y yo debemos decidir si compartiremos un futuro.

Hasta hace poco, yo creía que sí. Las pocas horas y días que pasamos juntos el pasado año y medio me convencieron de que el universo era más rico y misterioso cuando lo enfrentábamos juntos.