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Pero, de un modo u otro, la vida nos está llamando ahora. Al margen de nuestra decisión, quiero decirte que el tiempo que compartimos ha ensanchado y ahondado todo para mí, hacia atrás y hacia adelante en el tiempo.

Ahora creo que me iré a dar un paseo para contemplar los botes en el río Charles.

Maggie

Scott se reunió con él en la mesa.

– Te has levantado temprano, papá. ¿A qué hora iremos a ver el lanzamiento?

– Ocho y media -dijo Baedecker, doblando la carta de Maggie.

La camarera se acercó y Scott pidió café, zumo de naranja, huevos revueltos, tostada de trigo y cereal molido. Cuando se fue la camarera, Scott miró la taza de café de Baedecker y preguntó:

– ¿Es todo lo que piensas desayunar?

– No tengo mucha hambre esta mañana.

– Ahora que lo pienso, ayer tampoco comiste mucho -dijo Scott-. Recuerdo que el miércoles tampoco cenaste. Y anoche no probaste el pastel. ¿Qué pasa, papá? ¿Te sientes bien?

– Me encuentro bien -dijo Baedecker-. De veras. Sólo que últimamente tengo poco apetito. Almorzaré bien.

Scott frunció el ceño.

– Ten cuidado, papá. Cuando practicaba largos ayunos en la India, llegaba al punto, al cabo de unos días, en que no quena comer nada.

– Me siento bien -repitió Baedecker-. Me siento mejor que en muchos años.

– Tienes mejor aspecto -resaltó Scott-. Debes de haber perdido diez kilos desde que empezamos a correr a finales de enero. Anoche Tucker Wilson me preguntó qué vitaminas estabas tomando. De verdad, estás magnífico, papá.

– Gracias -dijo Baedecker, bebiendo un sorbo de café-. Estaba releyendo la carta de Maggie Brown y ahora recuerdo que te manda saludos.

Scott movió la cabeza y miró hacia el mar. El cielo era impecablemente azul hacia el este, pero ya asomaba una bruma frente al sol naciente.

– No hemos hablado de Maggie -dijo Scott.

– No.

– Hablemos -dijo Scott.

– De acuerdo.

En ese momento llegó el desayuno de Scott y la camarera les llenó las tazas de café. Scott mordió la tostada.

– Ante todo -dijo-, creo que te equivocas acerca de Maggie y de mí. Fuimos amigos unos meses antes de que yo viajara a la India, pero no éramos tan íntimos. Me sorprendió que ella fuera a visitarme ese verano. Lo que trato de decir es que, aunque pensé en ello un par de veces, nunca hubo nada entre nosotros.

– Mira, Scott…

– No, escucha un minuto -dijo Scott, pero en cuanto lo dijo se tomó un tiempo para comer huevos revueltos con esa concentración total que Baedecker recordaba de cuando su pequeño hijo comía en una trona-. Tengo que explicarte esto. Sé que sonará raro, papá, pero desde que conocí a Maggie en el campus me recordó a ti.

– ¿A mí? -exclamó desorientado Baedecker-. ¿Cómo?

– Quizá recordar no sea la palabra indicada. Pero algo en ella me hacía pensar en ti todo el tiempo. Quizá porque tenía la costumbre de escuchar atentamente a los demás. O de observar cosas que la gente hacía o decía y recordarlas después. Quizá porque nunca se conformaba con las explicaciones con que se conformaba al resto. Lo cierto es que, cuando se presentó la oportunidad en la India, traté de arreglar las cosas para que tú y ella tuvierais unos días para conoceros.

Baedecker miró incrédulo a su hijo.

– ¿Estás diciendo que por eso hiciste que fuera a recibirme en el aeropuerto de Nueva Delhi? ¿Por eso me tuviste esperando una semana para verte en Poona?

Scott terminó los huevos, se limpió la boca con una servilleta y se encogió de hombros.

– Demonios -exclamó Baedecker, frunciendo el ceño.

Scott sonrió. Continuó sonriendo hasta que Baedecker también sonrió.

El lanzamiento se suspendió cuando faltaban tres minutos para la ignición.

Baedecker y Scott estaban sentados en los palcos VIP, cerca del edificio de Ensamblaje, y miraban hacia el canal cuando los cirros altos del oeste fueron rápidamente reemplazados por cúmulo nimbos. El lanzamiento estaba planeado para las 9.54. A las 9.30 las nubes cubrían el cielo y las ráfagas de viento alcanzaban los veinticinco nudos, cerca del máximo permitido. A las 9.49 centellearon relámpagos en el horizonte y empezó una lluvia intermitente. Baedecker se encontraba en ese mismo palco cuando un rayo dio en el Apollo 12 durante el despegue, anulando todos los instrumentos del módulo de mando y provocando que se expresara abiertamente Pete Conrad durante la transmisión en vivo. A las 9.51 la voz del encargado de relaciones públicas de la NASA anunció por los altavoces que se postergaba la misión. Como el margen de lanzamiento era muy estrecho -menos de una hora-, reciclarían la cuenta regresiva para un lanzamiento al día siguiente, entre las dos y las tres de la tarde. A las 10.03 los altavoces anunciaron que los astronautas habían abandonado el transbordador, pero la voz hablaba a un palco vacío, pues los espectadores corrían en medio de un creciente chaparrón hacia los automóviles u otro refugio.

Baedecker dejó que Scott condujera el Beretta alquilado mientras la marea de vehículos se dirigía al oeste por la autopista.

– Scott -dijo-, ¿cuáles son tus planes si mañana se realiza el lanzamiento?

– Lo que había planeado antes -dijo Scott-. Ir a Daytona unos días para visitar a Terry y Samantha. Y la semana que viene volar a Boston para ver a mamá cuando llegue de Europa. ¿Por qué?

– Sólo me preguntaba -dijo Baedecker. Los limpiaparabrisas chascaban en una inútil batalla contra el chaparrón. Las luces de freno parpadeaban en la larga fila que los precedía-. En realidad, estaba pensando en volar hoy a Boston. Si espero hasta después del lanzamiento de mañana por la tarde, no tendré tiempo suficiente para mi cita en Austin el lunes.

– ¿Boston? -dijo Scott-. Oh, claro… no sería mala idea.

– ¿Irías a Daytona esta noche, entonces?

Scott reflexionó un segundo, tamborileando en el volante con los dedos.

– No, no creo. Ya le dije a Terry que llegaría mañana por la noche o el domingo. Me quedaré aquí a mirar el lanzamiento.

– ¿No te importa? -preguntó Baedecker, mirando a su hijo. Los meses que habían pasado juntos la primavera y el verano anterior le habían enseñado a calibrar la verdadera reacción de Scott ante las cosas.

– No, no me importa -dijo Scott, con una sonrisa franca-. Vamos al motel a buscar tus cosas.

La lluvia había amainado bastante cuando viraron al sur por la autopista 1.

– Espero que el Día de Acción de Gracias no te haya resultado deprimente -dijo Baedecker. Habían comido solos en el motel antes de ir a la reunión de los astronautas.

– ¿Bromeas? -dijo Scott-. Ha sido magnífico.

– Scott, ¿te importaría hablarme de tus planes? Tus planes a largo plazo.

Su hijo se acarició el pelo corto y húmedo.

– Ver a mamá por un tiempo. Terminar este semestre.

– ¿De veras piensas terminar?

– ¿A cinco semanas de la graduación? Ya lo creo.

– ¿Y después?

– ¿Después de la graduación? Bien, he estado pensando en ello, papá. La semana pasada recibí una carta de Norm diciéndome que podría volver a su equipo de construcción y trabajar hasta mediados de agosto. Me ayudaría a pagar el curso de doctorado de Chicago.

– ¿Planeas ir allá?

– Si el programa de filosofía es tan bueno como dice Kent, me tienta bastante -dijo Scott-. Y aunque la beca es parcial, es el mejor trato que me han ofrecido. Pero también he estado pensando en ingresar en las fuerzas armadas por un par de años.

Baedecker miró a su hijo. Se habría sorprendido del mismo modo si Scott le hubiera anunciado impávidamente que volaba a Suecia para hacerse una operación de cambio de sexo.

– Es sólo una idea -dijo Scott, pero algo en la voz sugería lo contrario.

– No te comprometas con nada semejante a menos que yo cuente con unas horas, o semanas, para tratar de disuadirte -dijo Baedecker.

– Lo prometo. Oye, siempre pasaremos la Navidad en la cabaña, ¿verdad?

– Ésa es mi intención -dijo Baedecker.

Enfilaron hacia el este por la autopista 520 y viraron al sur, dejando atrás la incesante hilera de moteles de Cocoa Beach. Baedecker se preguntó cuántas veces había conducido por este camino desde la base Patrick de la Fuerza Aérea, impaciente por llegar al Cabo.

– ¿Cuál de ellas? -preguntó.

– ¿Cómo? -preguntó Scott, buscando la entrada del motel a través de un nuevo chaparrón.

– ¿Qué fuerza?

Scott viró hacia la calzada y aparcó frente al edificio. La lluvia repiqueteaba sobre el techo.

– Pero, papá. ¿Necesitas preguntármelo? ¿Después de haberme criado en una familia orgullosa de tres generaciones de Baedecker en el cuerpo de Marines? -Abrió la portezuela y salió de un brinco, deteniéndose en la lluvia sólo para decir-: Pensaba en los Guardacostas-. Y echó a correr hacia el alero del motel.

Nevaba en Boston, y estaba oscureciendo cuando Baedecker cogió un taxi desde el aeropuerto internacional Logan hasta una dirección cercana a la Universidad de Boston. Todavía bronceado después de tres días en Florida, miró a través de la penumbra el agua marronosa y helada del río Charles y tiritó. Las luces se encendían en las oscuras márgenes. La nieve se transformaba en un agua mugrienta que las llantas de los coches salpicaban en la calle.

Baedecker siempre había imaginado a Maggie viviendo cerca del campus, pero el apartamento estaba a cierta distancia, cerca de Fenway Park. La apacible calle lateral estaba bordeada por escalinatas y árboles desnudos; el vecindario había estado al borde de la decadencia en los años 60, jóvenes profesionales lo rescataron en los 70 y ahora estaba a punto de ser invadido por ricachones de mediana edad en busca de un hogar permanente.