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– Tengo que irme -dijo Scott.

Baedecker asintió.

– Te acompaño.

El ashram estaba a sólo dos calles del hotel. Los seguidores recorrían las sendas floridas y llegaban en triciclo en grupos de dos y de tres. Un portón de madera y una cerca alta cerraban el paso a los curiosos. Junto al portón había una pequeña tienda de recuerdos que vendía libros, fotografías y camisetas autografiadas por el gurú.

Los dos hombres se quedaron un minuto junto a la entrada.

– ¿Estás libre para cenar esta noche? -preguntó Baedecker.

– Sí, creo que sí. De acuerdo.

– ¿El hotel?

– No. Conozco un lugar en el centro que tiene buena comida vegetariana. Barata.

– Bien, de acuerdo. Pasa por el hotel si sales temprano.

– Sí. Regresaré a la granja del Maestro el lunes, pero quizá Maggie pueda enseñarte algunos lugares de Poona antes de que te marches. Kasturba Samadhi, el templo de Parvati, toda esa bazofia para los turistas. -De nuevo el gesto de la mano derecha-. Ya sabes.

Baedecker estuvo a punto de estrecharle la mano otra vez, como si fuera un cliente, pero se contuvo. La difusa luz del sol era aplastante. Por la humedad supo que habría otro fuerte chaparrón antes del mediodía. Aprovecharía el tiempo para comprar un paraguas.

– Te veo luego, Scott.

Su hijo asintió. Cuando Scott se volvió para reunirse con los otros seguidores con túnica y entrar en el ashram, Baedecker notó que los hombros delgados estaban firmes, que el pelo de su hijo resplandecía en la luz.

El lunes por la mañana Baedecker abordó el tren «Reina de Deccan» para viajar a Bombay a través de ciento cincuenta kilómetros de montañas. Su vuelo a Londres se retrasó tres horas. El calor era sofocante. Baedecker se percató de que los viejos guardias del aeropuerto iban armados con antiguos rifles de cerrojo y sólo llevaban sandalias sobre los calceltines remendados.

Esa mañana había recorrido la vieja sección británica de Poona hasta encontrar la casa del doctor donde trabajaba Maggie. La señorita Brown había salido para llevar los niños al pabellón: ¿quería dejarle un recado? No dejó ningún recado. Simplemente dejó el paquete con la flauta que había comprado en Varanasi. La flauta y una vieja medalla de San Cristóbal en una cadena mellada.

Tomó el avión a las seis de la tarde. Fue un alivio físico. Hubo un retraso adicional por problemas de mantenimiento, pero las camareras sirvieron bebidas y el aire acondicionado funcionaba bien. Baedecker hojeó un Scientific American que había comprado en la estación Victoria.

Dormitó un rato antes del despegue. En el sueño aprendía a nadar y botaba en la arena blanca del fondo del lago. No veía a su padre, pero sentía la presión fuerte y constante de esos brazos que lo sostenían, protegiéndolo de las peligrosas corrientes.

Despertó cuando despegaron. Diez minutos después sobrevolaban el mar Arábigo y atravesaban el techo de nubes. Era la primera vez en una semana que Baedecker veía un cielo puro y azul. El sol poniente transformaba las nubes en un lago flamígero y dorado.

Alcanzaron la altitud de crucero y dejaron de trepar, y Baedecker sintió la pequeña reducción de fuerza g cuando llegaron al tope del arco. Mirando por la ventanilla arañada, buscando en vano la luna, Baedecker sintió una breve exaltación. A esa altura la exigente gravedad del masivo planeta disminuía ligeramente.

SEGUNDA PARTE – GLEN OAK

Cuarenta y dos años después de haberse mudado, treinta años después de su última visita, dieciséis años después de su semana de fama como caminante lunar, a Richard Baedecker le invitaron a su pueblo natal. Sería huésped de honor durante el desfile de Old Settlers. El 8 de agosto se declararía el Día de Richard M. Baedecker en Glen Oak, Illinois.

La inicial del segundo nombre de Baedecker no era M, pues su segundo nombre era Edgar. Además, no consideraba esa pequeña localidad de Illinois como su pueblo natal. Cuando pensaba en el hogar de su infancia, lo que no era frecuente, recordaba el pequeño apartamento de la calle Kildare de Chicago, donde su familia había vivido antes y después de la guerra. Baedecker había vivido en Glen Oak menos de tres años, desde fines de 1942 hasta mayo de 1945. La familia de su madre había tenido tierras durante muchos años, y cuando el padre de Baedecker regresó al Cuerpo de Marines para actuar como instructor en Camp Pendleton, Richard Baedecker y sus dos hermanas se hallaron inexplicablemente arrancados del cómodo apartamento de Chicago para vivir en una decrépita casa de Glen Oak. Entonces Baedecker tenía siete años. Los recuerdos de esa época eran tan brumosos y ajenos como la búsqueda de desechos metálicos y papeles que había ocupado sus fines de semana y sus veranos en ese interludio. Aunque sus padres estaban sepultados en el linde de Glen Oak, hacía mucho que no pensaba en el pueblo ni lo visitaba.

Baedecker recibió la invitación a fines de mayo, poco antes de iniciar un viaje de negocios de un mes que lo llevaría a tres continentes. Archivó la carta y la habría olvidado si no se la hubiera mencionado a Cole Prescott, vicepresidente de la empresa aeroespacial para la que trabajaba.

– Demonios, Dick, ¿por qué no vas? Serán buenas relaciones públicas para la compañía.

– Bromeas -dijo Baedecker. Estaban en un bar del bulevar Lindbergh, cerca de sus oficinas de St. Louis-. Cuando vivía en ese pueblo de mala muerte durante la guerra, había un letrero que decía «Población 850 – Velocidad medida eléctricamente». Dudo de que haya crecido mucho desde entonces. Tal vez la población haya disminuido. No debe de haber muchos interesados en comprar productos de aviación de MD-GSS.

– Compran acciones, ¿verdad? -preguntó Prescott, llevándose un puñado de cacahuetes salados a la boca.

– Vacas -dijo Baedecker.

– ¿Dónde demonios queda Glen Oak, de todas formas? -preguntó Prescott.

Hacía años que Baedecker no oía pronunciar ese nombre. Le sonaba extraño.

– A unos trescientos kilómetros. En alguna parte entre Peona y Moline.

– Demonios, queda de paso. Se lo debes, Dick.

– Estoy ocupado -dijo Baedecker, pidiendo al barman un tercer whisky-. Debo recuperar el tiempo perdido después de las conferencias de Bombay y Frankfurt.

– Oye -dijo Prescott. Dejó de mirar a una camarera agachada y se volvió hacia Baedecker-. ¿El 9 de agosto no es el comienzo de esa reunión de líneas aéreas en el Hyatt de Chicago? Turner te ha pedido que vayas, ¿verdad?

– No, me lo ha pedido Wally. Seretti irá allí, sale de Rockwell y nosotros hablaremos acerca del trato de modificación del Air Bus con Borman.

– ¡Y pues! -dijo Prescott.

– ¿Pues qué?

– Que vas hacia esa dirección, amigo. Cumple con tu deber patriótico, Dick. Pediré a Teresa que les anuncie que vas.

– Veremos -dijo Baedecker.

Baedecker llegó a Peoria la tarde del viernes 7 de agosto. El DC-9 de Ozark apenas había subido a dos mil quinientos metros y hallado el meandroso río Illinois cuando tuvieron que descender. El pequeño aeropuerto estaba tan vacío que Baedecker recordó la pista de asfalto del límite de la jungla india donde había aterrizado semanas antes, en Khajuraho. Bajó la escalerilla, cruzó la pista caliente y lo recibió con entusiasmo un hombre corpulento y rubicundo a quien jamás había visto.

Baedecker gruñó para sus adentros. Había planeado alquilar un coche, pasar la noche en Peoria y enfilar hacia Glen Oak por la mañana. Pensaba detenerse en el cementerio durante el viaje.

– ¡Señor Baedecker! ¡Señor Baedecker! Bienvenido, bienvenido. Nos alegramos mucho de verle. -El hombre estaba solo. Baedecker tuvo que soltar la bolsa negra mientras el extraño le cogía la mano derecha y el brazo saludándolo con las dos manos-. Lamento que no hayamos podido organizar una recepción mejor, pero no lo hemos sabido hasta que Marge recibió una llamada esta mañana, anunciando que usted llegaría hoy.

– Está bien -dijo Baedecker. Retiró la mano y añadió innecesariamente-: Soy Richard Baedecker.

– Claro que sí, cielos. Yo soy Bill Ackroyd. La alcaldesa Seaton quería venir, pero esta noche debe asistir a la cena de Old Settlers.

– ¿El alcalde de Glen Oak es una mujer? -Baedecker se echó la bolsa al hombro y se enjugó el sudor de la mejilla. Los rodeaban vaharadas de calor que transformaban el distante follaje y el aparcamiento en trémulos espejismos. La humedad era tan intensa como en St. Louis. Baedecker miró al hombre corpulento que tenía al lado. Bill Ackroyd rondaba los cincuenta años. Su aspecto era fofo y la espalda de su camisa J.C. Penney estaba toda sudada. Llevaba el pelo peinado hacia adelante para ocultar la calva incipiente. «Tiene el mismo aspecto que yo», pensó Baedecker con un aguijonazo de cólera. Ackroyd sonrió y Baedecker le devolvió la sonrisa.

Baedecker lo siguió por la pequeña terminal hacia el camino curvo donde Ackroyd había aparcado el coche, en un espacio reservado para minusválidos. Las banalidades de Ackroyd se combinaban con el calor causando náuseas a Baedecker. Ackroyd conducía un Bonneville. Había dejado el motor en marcha y el aire acondicionado había refrescado el interior hasta helarlo. Baedecker se hundió en el asiento de terciopelo con un suspiro mientras el otro guardaba el equipaje en el maletero.

– No puedo expresarle cuánto significa esto para nosotros -dijo Ackroyd, acomodándose-. Todo el pueblo está entusiasmado. Es lo más importante que ha ocurrido en Glen Oak desde que la pandilla de Jesse James atravesó el lugar y acampó en Hartley's Pond. -Ackroyd rió y arrancó. Tenía unas manos tan grandes que el volante y la palanca de cambios parecían de juguete. Baedecker supuso que Ackroyd descendía de esos tipos del Medio Oeste que utilizaban esas manazas para prender a los salteadores de caminos.