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– No sabía que la pandilla de James hubiera pasado por Glen Oak -comentó.

– Tal vez no pasó -dijo Ackroyd, soltando su risotada-. Con lo cual usted es lo más excitante que nos ha ocurrido jamás.

Peoria parecía abandonada, bombardeada o ambas cosas. En los escaparates había polvo y moscas muertas. Crecía hierba en las grietas de la autopista y malezas en las descuidadas plazoletas. Los edificios viejos se apiñaban uno contra otro y las pocas estructuras nuevas se erguían como enormes altares druidas entre manzanas de escombros.

– Por Dios -murmuró Baedecker-. No recordaba que la ciudad tuviera este aspecto. -En realidad apenas recordaba Peoria. Una vez al año asistían con su madre al desfile del Día de Acción de Gracias para que pudieran saludar a Santa Claus. Baedecker era demasiado grande para Santa Claus, pero se sentaba con sus hermanas menores en los leones de piedra situados cerca del tribunal y obedientemente agitaba la mano. Un año, Santa Claus llegó en un jeep con los cuatro elfos vestidos con los uniformes de las diversas fuerzas. Baedecker recordaba que el césped de la plaza de la ciudad se elevaba en un arco suave hasta el edificio amarillento del tribunal. Jugaba a que le disparaban y rodaba por la cuesta herbosa hasta que su madre le gritaba que no lo hiciera más. Ahora se dio cuenta de que habían convertido la plaza -supuso que era el mismo lugar- en un modesto parque cerca de un edificio del ayuntamiento que parecía una caja de cristal.

– La recesión de Reagan -comentó Ackroyd-. Y antes la recesión de Carter. Malditos rusos.

– ¿Rusos? -Baedecker casi esperaba oír un torrente de propaganda estilo John Birch. Recordaba haber leído que George Wallace había ganado en el condado de Peoria en la primaria de 1968. En 1968 Baedecker pasaba sesenta horas semanales en un simulador como parte del equipo de apoyo del Apollo 8. Ese año no significaba nada para él, excepto por los plazos del proyecto. Había salido de la cáscara en enero de 1969 para descubrir que Bobby Kennedy había muerto, Martin Luther King había muerto, Lyndon Johnson era un recuerdo y Richard Nixon era presidente. En la oficina de Baedecker en St. Louis, en la pared de encima del mueble bar, entre dos títulos honorarios de universidades que jamás había visitado, colgaba una fotografía donde Nixon le estrechaba la mano en una ceremonia del Rose Carden. Baedecker y los otros dos astronautas aparecían tensos e incómodos en la foto. Nixon sonreía exponiendo los blancos dientes, la mano izquierda en el codo de Baedecker en un saludo típico de vendedores, como el que Ackroyd le había ofrecido en el aeropuerto.

– En realidad no fue culpa de los rusos -gruñó Ackroyd-. Fue culpa de Caterpillar, por depender tanto de las ventas que les hacían a ellos. Cuando Carter cortó la exportación de equipos pesados después de Afganistán o lo que fuera, todo se fue al infierno. Caterpillar, General Electric, hasta Pabst. Durante un tiempo despidieron a todo el mundo. Ahora está mejor.

– Oh -dijo Baedecker. Le dolía la cabeza. Aún sentía el movimiento del avión sobrevolando el río. Ya que no podía pilotar un avión, al menos hubiera querido conducir un coche para desentumecerse las manos y las piernas, que anhelaban controlar algo. Cerró los ojos.

– ¿Prefiere el camino rápido o el camino largo? -preguntó Ackroyd.

– El largo -dijo Baedecker sin abrir los ojos-. Siempre el camino largo.

Obediente, Ackroyd cogió la siguiente salida para abandonar la interestatal 74 y se internó en las geometrías euclidianas de los maizales y las carreteras del condado.

Baedecker debió de dormirse unos minutos. Abrió los ojos cuando el coche se detuvo en un cruce. Letreros verdes indicaban la dirección de Princeville, Galesburg, Elmwood y Kewanee, y las respectivas distancias. No se mencionaba Glen Oak. Ackroyd viró hacia la izquierda. El camino era un corredor entre telones de maíz. Oscuros costurones de brea y asfalto emparchaban la carretera imprimiendo un sonido rítmico al aire acondicionado. La ligera vibración tenía una cualidad hipnótica y ecuestre.

– El corazón del corazón del país -dijo Baedecker.

– ¿Eh?

Baedecker se irguió en el asiento, sorprendido de haber hablado en voz alta.

– Una frase con la que un escritor solía describir esta región del país. William Gass, creo. La recuerdo a veces cuando pienso en Glen Oak.

– Oh. -Ackroyd se movió incómodo. Baedecker notó que lo había puesto nervioso. Ackroyd había dado por sentado que eran dos hombres, dos hombres bien plantados, y la mención de un escritor no encajaba. Baedecker sonrió evocando los seminarios que las diversas fuerzas habían dado a sus pilotos de prueba antes de las primeras entrevistas en la NASA para el programa Mercury. «Si te apoyas las manos en las caderas, cerciórate de apuntar los pulgares hacia atrás.» ¿Se lo había dicho Deke o lo había leído en The Right Stuff de Tom Wolfe?

Ackroyd estaba hablando de su agencia de bienes raíces antes de la interrupción de Baedecker. Ahora se aclaró la garganta y gesticuló con la mano derecha.

– Supongo que ha conocido a mucha gente importante, ¿eh, señor Baedecker?

– Richard -se apresuró a decir Baedecker-. Usted es Bill, ¿verdad?

– Sí. Ningún parentesco con el tío de esos viejos programas de Saturday Nigh Live. Muchos me lo preguntan.

– No -dijo Baedecker. Nunca había visto el programa.

– ¿Y quién ha sido el más importante, en su opinión?

– ¿Qué? -preguntó Baedecker pero no había modo de encauzar la charla en otra dirección.

– El personaje más importante que ha conocido.

Baedecker trató de infundir cierta vitalidad a su voz. De pronto se encontró extenuado. Pensó que tendría que haber conducido en su propio automóvil desde St. Louis. La escala en Glen Oak no le habría quedado muy lejos del itinerario, y se habría podido largar cuando hubiera querido. Baedecker no recordaba la última vez que había conducido a ninguna parte, excepto para ir de su apartamento a la oficina y viceversa. Viajar se había transformado en una serie incesante de tramos aéreos. Con cierta sorpresa cayó en la cuenta de que Joan, su ex esposa, nunca había estado en St. Louis, en Chicago, en el Medio Oeste. Su vida en común había transcurrido en la costa, en lugares donde terminaba el continente: Fort Lauderdale, San Diego, Houston, Cocoa Beach, esos cinco malos meses en Boston. De pronto sintió curiosidad por la opinión de Joan sobre esa vasta extensión de campos, granjas, vaharadas de calor.

– El sha de Irán -dijo-. Al menos fue el que más me impresionó. El espectáculo de la corte, el protocolo, y la sensación de poder que comunicaban él y su cortejo. Aun la Casa Blanca y el palacio de Buckingham parecían poca cosa en comparación. No le sirvió de mucho.

– Así es -dijo Ackroyd-. Una vez conocí a Joe Namath. Yo estaba en una convención de Amway en Cincinnati. No tengo tiempo para eso desde que me involucré en el asunto de Pine Meadows, pero me iba muy bien. Mil trescientos pavos al mes, y apenas sin esforzarme. Joe se encontraba allí por otro asunto, pero conocía a un individuo que era muy amigo de Merle Weaver. Así que Joe, que nos pidió a todos que lo llamáramos así y pasó los dos días con nosotros. Incluso nos acompañó a la zona de combate. Es decir, tenía sus compromisos, pero cada vez que podían él y el amigo de Merle salían a cenar con nosotros y nos invitaban a unas copas. Nunca he conocido un tío más simpático.

Baedecker se sorprendió al comprobar que reconocía el lugar. Sabía que a la vuelta de la próxima curva aparecería una granja con un reloj floral en el centro de la calzada. Apareció la granja. No había reloj, pero el aparcamiento estaba recién asfaltado. La casa de tejas rojas de la izquierda era aquella que su madre llamaba la vieja posta de diligencias. Vio el derruido porche del segundo piso y tuvo la certeza de que era el mismo edificio. La repentina superposición de recuerdos olvidados sobre la realidad resultó perturbadora para Baedecker, una tenaz sensación de déjà vu. Miró hacia delante y supo que en unos metros aparecería Glen Oak: una arboleda con un depósito verde de agua por encima de los maizales.

– ¿Conoce a Joe Namath? -preguntó Ackroyd.

– No, no lo conozco -dijo Baedecker. En un día despejado, desde un 747 a diez mil metros de altura, Illinois parecería una cuadrícula. Baedecker sabía que el ángulo recto dominaba en el Medio Oeste tal como las sinuosas y obtusas curvas de la erosión dominaban el sudoeste, donde había realizado casi todos su vuelos. Desde una altura de doscientas millas náuticas, el Medio Oeste era un borrón verde y marrón que se vislumbraba entre masas nubosas blancas. Desde la Luna no había sido nada. Baedecker no pensó en buscar los Estados Unidos en sus cuarenta y seis horas en la Luna.

– Un tío cojonudo. Nada engreído como algunas personas famosas que uno conoce, ¿entiende? Lástima lo de su rodilla.

El depósito de agua era diferente. Una alta y blanca estructura de metal había reemplazado a la torre verde. Ardía en los rutilantes rayos oblicuos del sol del atardecer. Baedecker sintió una extraña emoción entre el corazón y la garganta. No era nostalgia ni añoranza trasnochada. Baedecker comprendió que esa ardiente oleada de sensaciones era simple reverencia ante una imprevista confrontación con la belleza. Había sentido ese sorprendido dolor una tarde de lluvia de su infancia, en el Instituto de Artes de Chicago, frente a ese óleo de Degas de la joven bailarina con naranjas en los brazos. Había experimentado la misma emoción aguda al ver a su hijo Scott -morado, abotargado, brillante, la boca abierta- segundos después del nacimiento. Baedecker ignoraba por qué se sentía así ahora, pero pulgares invisibles le apretaban la garganta y un ardor lo aguijoneaba detrás de los ojos.