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Reconoció la casa sin dificultades y entró en el patio, ya que las puertas estaban abiertas. Se quedó mirando las ventanas de su antiguo dormitorio y se preguntó quiénes vivirían allí ahora, si serían felices, si aquel sería un buen hogar para ellos, si sus sueños se habrían hecho realidad en aquella casa. Ella vivió contenta allí durante dos años, aunque el final fue triste. Abandonó París embargada por la pena. Al recordar aquel tiempo volvió a sentirla. Era como abrir una puerta que había mantenido sellada durante quince años y recordar los olores, sonidos y sensaciones, la ilusión de estar allí con sus hijos y descubrir nuevas cosas, el inicio de una nueva vida y luego su marcha final para volver a Estados Unidos. Había sido una decisión difícil y triste. En ocasiones todavía se preguntaba si había tomado la decisión adecuada, si las cosas habrían sido distintas de haberse quedado en París. Sin embargo, estando allí ahora, sentía que había hecho lo correcto, al menos para sus hijos, y tal vez incluso para sí misma. Resultaba difícil saberlo pese a los quince años transcurridos.

Ahora se daba cuenta de que había regresado para resolver el problema de una vez por todas, para estar segura de que había actuado bien. Cuando albergase esa certeza en su corazón tendría algunas de las respuestas que necesitaba para escribir el libro. Viajaba hacia atrás en el mapa de su vida con la finalidad de saber qué había ocurrido. Aunque su libro fuese de ficción, necesitaba conocer la verdad antes de poder tejer con ella una historia. Era consciente de haber evitado esas respuestas durante mucho tiempo, pero ahora se sentía más valiente.

Salió despacio del patio con la cabeza gacha y tropezó con un hombre que cruzaba las puertas. Al verla, el hombre pareció sobresaltado y ella se disculpó en francés. El asintió y siguió adelante.

A continuación Carole paseó por la Rive Gauche mirando tiendas de antigüedades. Se detuvo en la panadería a la que solía llevar a sus hijos y compró unos pastelitos. Se los pusieron en una bolsita y fue comiéndoselos mientras caminaba. El barrio estaba lleno de recuerdos agridulces que la cubrían como un océano cubre la orilla durante la marea alta, pero la sensación no era desagradable. Pasear por aquellas calles le recordaba muchas cosas y, de pronto, le entraron ganas de volver al hotel y ponerse a escribir. Ahora sabía qué dirección debía tomar el libro y por dónde debía empezar. Mientras pensaba en reescribir el principio, paró un taxi. Llevaba casi tres horas caminando y ya había oscurecido.

Le dio al taxista la dirección del Ritz y se dirigieron hacia la Rive Droite. Cómodamente sentada en el taxi, Carole pensaba en su antigua casa y en todo lo que había visto aquella tarde. Desde su marcha de París, era la primera vez que paseaba por la ciudad y se permitía pensar en el pasado. Las cosas fueron diferentes cuando vino con Sean, y desde luego cuando vino con Stevie a cerrar la casa. Aquel día se sintió asaltada por una avalancha de dolor. No le gustaba nada renunciar a aquella casa, pero no tenía sentido conservarla. Los Ángeles estaba demasiado lejos, ella no paraba de hacer películas y ya no tenía ningún motivo para viajar a París. Aquella etapa había quedado atrás. Así pues, vendió la casa un año después de marcharse. Pasó dos días en la ciudad, dio a Stevie las instrucciones pertinentes y regresó a Los Ángeles. En aquella ocasión no se entretuvo, pero ahora tenía todo el tiempo del mundo. Además, los recuerdos ya no la asustaban. Al cabo de quince años, quedaban demasiado lejos para hacerle daño alguno. O tal vez ahora, sencillamente, estuviese preparada. Tras perder a Sean podía afrontar otras pérdidas en su vida. Sean le había enseñado aquello con su actitud ante la muerte.

Se hallaba absorta en sus pensamientos cuando entraron en el túnel situado justo delante del Louvre y se vieron atrapados en un atasco. A Carole no le importó. No tenía prisa por ir a ninguna parte. Acusaba el cansancio del viaje, la diferencia horaria y la larga caminata. Pensaba cenar temprano en su habitación y trabajar un poco en el libro antes de acostarse.

Mientras pensaba en el libro avanzaron unos cuantos metros en el túnel antes de detenerse por completo. Era hora punta, el momento en que muchos volvían a casa y otros muchos acudían al centro. A esas horas el tráfico parisino siempre era malo. Echó un vistazo al coche situado junto al taxi y vio a dos jóvenes en los asientos delanteros que tocaban la bocina entre risas histéricas. Otro joven sacó la cabeza por la ventanilla del coche que les precedía y les saludó agitando las manos. Carole tuvo la sensación de que se lo pasaban en grande y les miró sonriente. Parecían magrebíes, pues tenían la piel de un bonito color café con leche. En el asiento trasero del coche situado junto al taxi había un chico de dieciocho o diecinueve años que no compartía sus risas. Daba la impresión de estar nervioso y preocupado y su mirada se cruzó con la de Carole durante unos instantes. En cierto modo parecía asustado y a ella le dio pena. Mientras el tráfico del carril del taxi permanecía parado, los vehículos del carril contiguo reanudaron la marcha. Los muchachos del asiento delantero seguían riéndose y, cuando ya se alejaban, el adolescente saltó del coche y echó a correr. Carole le observó fascinada mientras corría hacia la entrada del túnel y desaparecía. Justo en ese momento oyó que un camión petardeaba más adelante. Entonces vio que los coches de los jóvenes se convertían en bolas de fuego mientras en el túnel se producía una cadena de explosiones y un muro de fuego avanzaba hacia el taxi. Su mente le ordenó que saliese del coche y corriese, pero antes de que pudiese hacer nada la puerta del taxi se abrió de golpe y Carole sintió que volaba sobre los coches, como si de pronto le hubiesen crecido alas. Solo veía fuego a su alrededor. Su taxi había desaparecido, pulverizado junto con otros vehículos cercanos. Le pareció estar soñando. Vio desaparecer coches y seres humanos. Otras personas volaban igual que ella. Luego bajó flotando a la deriva, hasta hundirse en la oscuridad más absoluta.

3

Horas después todavía quedaban docenas de coches de bomberos en la salida del túnel cercano al Louvre. Las autoridades habían convocado a los CRS, los antidisturbios, que estaban allí con su uniforme de combate completo, con escudos, cascos y ametralladoras. Habían cerrado la calle. En la zona se apiñaban las ambulancias, el SAMU y montones de auxiliares sanitarios. La policía controlaba a los curiosos y peatones mientras las brigadas de explosivos buscaban más bombas. Dentro del túnel se desataba un incendio pavoroso. Los coches continuaban explotando por el fuego y resultaba casi imposible sacar a las víctimas. El suelo del túnel estaba sembrado de cadáveres. Los supervivientes gemían y los que estaban en condiciones de caminar o arrastrarse salían, muchos de ellos con el cabello y la ropa en llamas. Aquello era una auténtica pesadilla. Los servicios informativos acudían al lugar del siniestro para entrevistar a los supervivientes, que en su mayoría se hallaban en estado de shock. Por el momento ningún grupo terrorista conocido se había responsabilizado del atentado, pero las declaraciones de los testigos dejaban muy claro que había estallado una bomba, y tal vez más de una.