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– No te preocupes, mujer… Eva… eso, Eva. Lo único… lo único positivo que ha tenido la… la muerte de Amparo es que… que nos deja la esperanza de que a lo mejor se han acabado las… las desapariciones.

– Ella también desapareció; de otra manera, pero… La verdad es que parece… parece… No creo para nada en la tontería ésa de vuestro profeta, pero parece… que alguien se dedica a irnos eliminando, sistemáticamente, según un plan preconcebido.

Silencio. Quietud. Al cabo de unos segundos se oye la voz de Ginés.

– ¿Crees que podría haber… alguien…?

– No, creer no. No puedo creer, porque ese alguien tendría que ser todopoderoso, y yo no puedo creer en esas cosas, no me lo pide el cuerpo. Yo sólo he dicho que lo parece. Pero también podría ser una casualidad. Pura coincidencia.

De nuevo se produce el silencio.

– Tío… hueles a ajo…

– ¡ Oh, perdón! Debe de ser… es por ese embutido ibérico. Estaba muy bueno, pero…

– No, por favor, no te apartes. Abrázame así, fuerte… así…

El movimiento de los cuerpos se detiene un momento. Luego se oye otro pequeño movimiento, y a continuación la voz de la chica:

– Esa ventana me da miedo…

– Ningún animal… ningún animal peligroso podría trepar hasta aquí arriba… Si quieres la cierro, pero… nos asaremos de calor.

– No… es igual, déjalo. Abrázame fuerte y ya está.

Esta vez el silencio es más prolongado que en las anteriores ocasiones. El oído tiene tiempo de aislar el canto de los grillos que viene del exterior, su peculiar pulsación, y percibirlo como un elemento único, separado de la atmósfera y el aire cálido, quieto, que lo envuelve todo. También se percibe algún movimiento sobre la cama, un resituarse de los cuerpos, un esfuerzo, un roce del aire al salir por la boca y la nariz. Pero la oscuridad ha ido creciendo y ya es imposible distinguir ninguna forma, ningún volumen, aunque esté en movimiento.

– Pero… ¿qué coño te pasa?

La voz de Eva ha sonado brusca, inesperadamente, cortando por el medio la oscuridad.

– No, no, por favor… no puedo, no puedo hacerlo.

– Pero… estabas excitado… no me digas que no. Se te ha puesto gorda.

– No seas vulgar.

– ¿No seas…? ¡Vete a la mierda, tío, eres un cabrón!

– Por favor, no va contigo la cosa… eres… eres deseable, eres…

– ¿Pues entonces por qué no… por qué no te dejas…?

– Por favor, no me hagas esto, ahora no… Luego… luego, cuando… si salimos de ésta… tú eres la persona mejor… la persona que más…

– Hagamos el amor, Ginés-dice Eva con una voz que ha cambiado completamente-, por lo que más quieras, aún podemos… aún podemos salvarnos. No hay amor, no había amor, en ninguno de vosotros… ¡Eso es terrible! Pero aún podemos, nosotros podemos.

– Eso no es amor… es otra cosa.

– Pero es que… es el único, es lo único que puedes darme. No me lo niegues… A lo mejor… a lo mejor descubrimos…

– No puedo hacerlo, María… perdón, Eva. No me pidas que… que haga eso…

Ginés enmudece, como si no encontrara más palabras para continuar. Eva también está un rato en silencio. No se oye ningún movimiento de los cuerpos. Cuando por fin vuelve a sonar la voz de la chica, lo hace con un acento que sobrecoge por su serenidad y por su tristeza resignada, casi comprensiva.

– ¿Es por el Profeta, verdad… es por ese tío, para no «desatar su ira»?

Un cuerpo rueda por la cama. El sonido ha sido inconfundible, apenas una vuelta, tal vez sólo media, después renace la quietud.

– Haz lo que quieras, Ginés. Descansemos… Yo también necesito dormir. A nadie se le puede pedir más de lo que es capaz.

– Perdona…

– No importa.

– Si quieres te abrazo…

– ¿Con este calor?

El silencio responde a Eva. El silencio se prolonga unos cuantos segundos, hasta que una mano tantea sobre la colcha, tropieza con algo, y de nuevo vuelve a aquietarse. El aire, en la oscuridad, parece denso y hormigueante, poblado de sugestiones fantasmagóricas; sólo en el hueco de la ventana el aire se vuelve ligero y transparente, perfectamente rectangular, de un azul oscuro y terso en el que brillan con ferocidad los alfilerazos de luz de las estrellas.

– Cada vez hay más coches.

Ginés tiene razón, cada vez hay más coches. La carretera se acerca a la autopista de entrada a la ciudad, y no es raro encontrar dos y hasta tres coches en un mismo tramo de recta. Pero Eva y Ginés han perdido el interés por los coches abandonados; hay tantos que la aparición de uno más ya no representa ningún acontecimiento; ahora se limitan a constatar, con una rápida ojeada, sin bajar ni siquiera de la bici, que los vehículos están desocupados, que las llaves y los cinturones están indefectible, fatalmente, abrochados. Por otra parte, se empiezan a ver algunos accidentes bastante aparatosos, sin duda como resultado de la mayor velocidad que los coches llevaban en esta zona en el momento del apagón. La carretera, sin llegar a ser una autovía, se ha convertido en una vía rápida con arcenes considerablemente anchos y guardarraíles a ambos lados.

– Pues cuando lleguemos a la autopista aún será peor -dice Ginés-. Aquello ya puede ser el caos… menos mal que vamos en bicicleta.

El sol acaba de salir por detrás de una montaña fea y baja, precedida por una gran factoría cementera. La industria no sólo le ha transmitido al monte y los alrededores su color ceniciento, de excremento de pájaro, sino que además le ha arrancado un considerable bocado en forma de cantera, en la que amarillea el mineral del interior de la montaña. Eva y Ginés pedalean en dirección a la cementera, con el sol de cara.

La carretera fluye suavemente, en descenso, hacia la gran cuenca fluvial desecada, plagada de industrias, hacia el entresijo de arterias y vías de todo tipo, a todos los niveles, que unen la ciudad con el resto de la provincia. Las bicicletas, a moderada velocidad, con los pedales inmóviles, trazan una curva amplia, de noble trazado.

– Me he dejado las gafas allí… en el chalet-dice Ginés, haciendo visera con la mano a medida que la curva le encara directamente con el sol.

– ¡Cuidado con ese coche!

Eva sí que lleva gafas de sol. Se ha alarmado porque realmente parecía que Ginés no hubiese visto el coche pegado al guardarraíl, amarillo y centelleante como el mismo sol que les deslumbra.

– Lo he visto, lo he visto… en el último momento pero lo he visto…

La pareja se ciñe al otro lado de la carretera; ahora ruedan sobre el arcén izquierdo. Es uno de los privilegios que les brinda su extraña situación de viajeros solitarios: el poder circular despreocupadamente por todo el ancho de la calzada. Ya van a salir de la curva cuando Ginés se fija en una pequeña carretera que discurre a un nivel más bajo, a su izquierda, a apenas cien metros de distancia. Se fija en un pequeño puente, y en la extraña curva que la carreterita describe para pasar por él y salvar así un torrente que después circula, canalizado, por debajo de la vía que ellos transitan. En el fondo del barranco, a un lado del puente, se ve una mancha gris, un objeto que habría pasado desapercibido si no fuera porque el sol de la mañana le arranca un brillo cegador a alguna pieza o superficie brillante que sin duda debe de tener. A medida que las bicicletas avanzan, el brillo desaparece, y en cambio se distingue mucho mejor la forma y el volumen del cuerpo que lo producía. Se trata de un coche, un coche de color gris oscuro, y en este momento apunta con sus faros mudos hacia los dos ciclistas. El cristal delantero, roto por el impacto, pero no desprendido, oculta el interior con su superficie translúcida, como un esmerilado sucio.

– Mira ese coche-dice Ginés.

– Se salió por la curva… El apagón le debió pillar en plena curva.

Las bicicletas siguen avanzando, y el coche va quedando atrás, ofreciendo ahora a la vista la superficie de uno de sus lados. Eva ya no le presta atención, pero Ginés lo ha ido siguiendo con la mirada a medida que avanzaban.