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Padecía una gripe de agosto, y el resfriado le irritaba los ojos, dijo. La piel se había estropeado alrededor de los ojos, más grises que cuando los miré por última vez, pero el pelo conservaba intacta una negrura química, quebradizo. Apoyaba la mano en la sien, y el pelo, que le olería a tabaco, se quedaba aplastado y la cabeza parecía levemente deforme, deformada, como un efecto especial de película de mujeres vampiro, aunque sólo era la cabeza de una señora griposa, o resacosa, o resacosa y griposa, fumando Sénior Service, tabaco de Virginia fabricado en Italia con licencia británica. En la cartulina blanca del paquete de tabaco un velero de dos palos navega por el mar azul, hacia Occidente. Este olor y ese barco serán mañana el recuerdo de la professoressa X, más que la cama, dos veces. Los dedos que sostienen el cigarrillo ya no son exactamente rectos, las uñas cuidadas tienen algo de concha de animal reptiloide. La mano que fuma vuelve a moverse como si quisiera borrar la línea que ha dividido de pronto la frente de la professoressa. Una idea fulgurante le ha atravesado el cerebro y se le clava en algún lugar doloroso. La marca en la frente es una señal de pánico. Algo ha visto o está viendo mentalmente la professoressa, una traición. Se mira al espejo todas las mañanas. ¿Quién es la más bella del mundo?, pregunta. Eres tú, responde el espejo. Se mira. Desconfía. Esto no durará, piensa sensatamente, pero dura, duran los maravillosos hombros, los maravillosos labios, la maravilla del cuello y la piel y la nariz y los ojos y las sienes y el esqueleto maravilloso. Se adulaba. Se mentía como le mentiría un amante que no es consciente de sus mentiras. ¿Quién es la más bella? Tengo miedo a perder la maravilla. Hoy el espejo le dice que es la más vieja del mundo, o la más bella de la vieja Universidad de Bolonia, la más vieja de Italia, o la más vieja de la casa, una de esas criaturas desgraciadas que ponen toda su esperanza en el pasado: que todo vuelva a ser como fue, como era hace un instante. Cae y se rompe el vaso, cierras los ojos, los abrirás y el vaso estará intacto, sobre la mesa, en el momento inmediatamente anterior al descuido, antes del golpe y la quiebra.

¿Un gin-tonic? Un poco de gin, un poco de tónica, un poco de limón, un poco más de gin, está flojo este gin-tonic. Gin-tonic es una canción de Françoise Hardy. Sesenta años tiene la cantante de viejos adolescentes Françoise Hardy, cinco años más que mi professoressa ahora. Hace cinco años, Françoise Hardy le llevaba diez años. Yo no debería beber gin, evidentemente, por mi trabajo, es decir, por mis vitaminas, que me ayudan a traducir y tienen sus con-traindicaciones, sus incompatibilidades químicas. He pasado la noche en un garaje tonante, jupiterino. Llevo despierto quince horas, si no cuento los treinta y un minutos que he dormido en el vuelo Roma-Bolonia, del despegue al aterrizaje. Sólo un poco de tónica debería beber yo, pero mi professoressa mezcla bien tónica y gin y limón y hielo, con extraordinaria naturalidad, como mezclaba a Santo Tomás de Aquino y a los neopositivistas lógicos para estudiar los disfraces de los superhéroes de tebeo en relación con los pijamas para niños de moda en los años sesenta y la guerra soviético-americana. Bebimos gin, gin-tonic, mi primer trago de alcohol en muchos días, algo agrio y tóxico, que me hace pensar en el placer de pasar del Usted al Tú en el diván que hay frente a la mesa de trabajo, sesión sexual-psicoanalítica, hace cinco años, como si estuviera sucediendo ahora mismo, aunque ahora sólo bebamos gin-tonic y la professoressa me pregunte por mis traducciones, la novela policial del genio boloñés de la novela negra, crímenes italianos. Ya sabe usted lo que decía nuestro Augusto de Angelis, «Italia, tierra de los Borgia y de los Papas, hoy produce novelas policiacas, el fruto rojo de sangre de nuestro tiempo», recita la professoressa X, que sabe de memoria el equivalente a unos mil volúmenes de tamaño medio, mi Madame Memory.

Ha sido un clic y un apagamiento, dice la professoressa X. Dice Clic y el Clic produce el iluminarse de una batería de focos sobre el escenario teatral, iluminada de pronto la professoressa en su ofuscamiento evidente, físico y moral, alcohólico, levemente intoxicado, iluminada por la llama del encendedor que prende un nuevo Sénior Service, sin filtro. La inspiración de humo, dos bocanadas, impulsa una corriente de inspiración intelectual, o inspiración divina, más un nuevo gin-tonic, sin hielo, sólo gin y una sombra de tónica, limón viejo y mojado, arruinado el hielo en la cubitera, de la que escapan los estremecimientos del hielo triturado contra el hielo, derritiéndose. La professoressa hace una pausa, como tantas veces en las aulas de Bolonia, unos segundos de mutismo espectacular. No va a hablarme de la situación bélico- política, la guerra de Oriente, el análisis semiótico del ultimátum emitido por las Brigadas Abu Hafs al Masri para avisar al pueblo italiano de que Italia arderá eternamente si no depone ahora mismo al primer ministro. La professoressa va a invadirme con sus confidencias, no porque yo sea una persona de confianza, diría Trenti, el escritor de novelas de crímenes, sino por todo lo contrario, por ser yo un extraño casi absoluto.

Necesito hablar, y es más fácil hablar con personas lejanas, desconocidas, extranjeros que oyen nuestras más hondas intimidades y desaparecen, inexistentes en realidad, se irán, no volverán más, no nos verán más, no influirán sobre nuestro mundo porque no son de nuestro mundo, me entiende usted, decía la professoressa X, aunque no hablaba, cerraba los ojos para aspirar el humo a mayor profundidad pulmonar, su soplo divino. La muestra de confianza que iba a hacerme la professoressa era demostración de lo remoto que me sentía, en el pasado y en el futuro. Pensó que el auditorio podría necesitar una dosis de anestesia, y vertió mezquinamente gin en mi vaso y generosa tónica, y metió en los restos de hielo derritiéndose los dedos envejecidos, reumáticos exploradores polares, y extrajo unos cuantos cristales leves, gotas que le caían de las uñas, y los derramó en mi vaso. Usted no conoce a mi marido, no quiero hablarle de mi marido, sino de mí, naturalmente, dijo. No le hablo de perder a mi marido, sino de perderme yo. Nunca hemos sido exclusivos mi marido y yo, mi marido es más joven, nueve o diez años más joven, usted lo conoce, por otra parte. Siempre nos hemos tenido un amor matrimonial, distanciado, por así decirlo. Trabaja en Roma, Banca d'Italia, un verdadero jerarca de la economía italiana, puedo hablarle con total confianza porque usted no lo conoce en realidad, lo ha visto una vez, no nos conoce, ni siquiera recordará el nombre de mi marido, que para mí ahora es una pérdida, y no me refiero a mi marido cuando hablo de pérdida, sino a mí misma, a mi personalidad, por decirlo así.

Le pongo un ejemplo, eso que llamamos semiótica, mi vida, me aburre profundamente, óigalo bien, lo único que no me aburre ahora mismo son las llamadas telefónicas de mi marido, lo que más me ha aburrido en mi vida, se lo confieso. He llegado a dormirme de desesperación oyendo la voz de mi marido por teléfono, y no una hora después de empezar a oírla, sino dos minutos después de descolgar. Pero ahora me cuenta que me traiciona, que se acuesta con una chica romana, ¿sabe usted? Es decir, no me traiciona exactamente, me lo cuenta con pormenores, incluso, esta misma mañana, poquísimo antes de que usted llamara por teléfono, la chica le ha abierto el pantalón a mi marido, le ha cogido el uccello y se lo ha metido en la boca, o así me lo ha contado mi marido, con precisión.

Vivimos una situación de catástrofe probable. Las células fundamentalistas musulmanas podrían haber derribado mi avión por proyectil exterior o explosivo interno. Podrían haber comprado o islamizado al mozo de vuelo o a la azafata o a los pilotos, secretos conversos suicidas, o asaltarnos con misiles o cazas. Miles de escondrijos para microbombas sólidas y líquidas caben en treinta o cuarenta equipajes, si no existen telas explosivas impregnadas de sustancias radiactivas, monturas de gafas y suelas de zapatos de material plástico explosivo, detonantes en forma de joyas tropicales, periódicos impregnados de nitroglicerina, desayunos escuálidos de pan sintético y prosciutto & formaggio flamígeros, todos los increíbles adelantos de la ciencia del mal. Las Brigadas Abu Hafs al Masri anuncian la ignición total de Italia, o eso dicen los periódicos que he leído en el aeropuerto, y pueden empezar por el Airbus Isola di Monza, Roma-Bolonia, de las once de la mañana. La policía por mi propia seguridad podría detenerme, desnudarme, examinarme con rayos X mientras soy olido por dos perros lobos especialmente adiestrados para no morder a su presa, sólo aterrorizarla, humillado por mi bien y por el bien de Italia. Nada ocurre. Atravesé todos los controles, volé meditando sobre la volatilidad de la vida, dormido, humillado y aterrorizado, no fui detenido por el conserje invisible de via Zamboni 9. Superé la mirada de los monstruos de los capiteles. La gorgona gótica de una sola cabeza y larga cabellera casi albina, la señora Kürnberger, me franqueó la entrada y me guió hasta mi professoressa catastrófica, enferma.