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Era una señora de unos treinta años, extraordinaria, que contribuyó al aumento automático del desprecio hacia Albanese, un desquiciado que lanzaba preguntas inconvenientes o absurdas, farsante, usurpador que ocupa posiciones que no le corresponden. Albanese se asomó a la puerta de la cantina y pensó en su mujer, asombrosamente en Viena, como si al final hubieran hecho juntos el viaje suspendido por la desaparición de unos billetes de tren, hacía tres años. Esperaba Albanese noticias de su amigo Barile, que se había perdido con el dinero de los billetes, o con los billetes, y se presentaba sorprendentemente su mujer en Viena, aunque Barile no fuera realmente su amigo. La mujer, alta y elevada por zapatos de tacón, de cabeza alta y alto cuello, llevaba desnudos los brazos, en un vestido lila, floral. Eran unos brazos finos, fuertes, de músculos y huesos espléndidos, como el cutis y la cabellera, y el detalle de que los zapatos hubieran sido forrados con el mismo tejido lila del vestido producía un efecto de ensoñación. Avanzaba por el andén, y Albanese se dijo que no era así como recordaba a su mujer. Había perdido la memoria de las cosas en nueve días, buscando una memoria que no era la suya, tratando de recordar lo que había pasado a través de los años hasta el momento en que alguien clavó el punzón en Ettore Labranca. La mujer lo miraba con los ojos muy abiertos, sonriente, y los labios cerrados, y extendió los brazos y lo abrazó y, como una hermana o una prima, lo besó, dos veces, y lo miró, y cuando miraba de cerca entrecerraba un poco los ojos como para ver mejor desde lejos, y se cogió de su brazo y se lo llevó, volviéndose hacia él para seguir mirándolo como una hermana amorosa, y a lo mejor era su hermana gemela, que había muerto en Ascoli cuando tenían trece años.

Lo llevaba del brazo, entre los soldados, hablándole del clima de Viena en julio como si le hablara de los días en familia, aunque la fuerza de la mano en el brazo podía hacerle pensar, y lo pensó, mientras rompía a tocar la banda de música, que era arrastrado a la carrozza dell'amore, al treno del desiderio, y la mujer elevó la voz, con los labios pegados al oído de Albanese, sobre la música marcial de los metales, para decirle que se daba por cerrado el asunto Labranca. Son órdenes del máximo nivel, Palazzo Venezia, oyó Albanese, y era como si Mussolini le hablara muy cerca del oído en un despacho con vapores y ruidos de estación de ferrocarril, aunque quien le hablaba muy cerca del oído era la mujer de lila y hablaba en el tono con que se da por cerrado un compromiso matrimonial. Se detuvo la mujer, no muy lejos de la locomotora, lo miró a los ojos, tenso el cuello y alto el mentón, y los ojos lo miraban ahora muy abiertos, como si miraran el horizonte, pero a una distancia inferior a cincuenta centímetros. Confío en usted, dijo la mujer, que evidentemente nunca había sido ofendida por nadie. Nunca nadie se atrevería a ofenderla. Sentía sobre sí Albanese la vigilancia de sus compañeros de armas, la maldición, la admiración de los soldados. Iba a preguntar: ¿La manda el ingeniero Barile? Quizá estaba recibiendo una meteórica respuesta a su petición de información telegráfica. La OVRA habría podido movilizar a un departamento especial de la embajada en Viena, si la señora pertenecía a la embajada, tampoco le había preguntado, como no le preguntó por Barile. No quería, por pedir información, facilitar información sobre sus últimos movimientos ni descubrir posibles movimientos del ingeniero Barile en Roma.

Su servicio al Estado se estaba convirtiendo en una operación clandestina, contra la voluntad del Estado, o contra el Estado en sí mismo, merecedora de un juicio sumarísimo quizá, pensó Albanese.

Entonces hubo un movimiento general en la estación, casi invisible. Salía el general Zingales, no en camilla, sino a pie, rodeado por sus oficiales más próximos, mientras la tropa se distraía en el andén principal con bebidas y souvenirs de guerra y bandas de música. Nadie veía la salida de Zingales en una vía secundaria y apartada, muerta. Albanese la vio. Al general, víctima de un escalofrío convulso provocado por el choque séptico y la violenta subida térmica hasta los 40'3 grados, le temblaban los labios, menos rojos que la cara. Confío en usted, dijo entonces la mujer, y volvió a besarlo, en la boca. Muchos miraban cómo besaban a Albanese, que no cerró los ojos y vio la salida del general Zingales, que había mandado en Dalmacia la División Acorazada Littorio y no llegaría a Rusia. Albanese pensó que un sospechoso se eliminaba. Le quedaban ahora otros 50.000.

XI. VEINTE AÑOS DESPUÉS

II Professore está buscando a Francesca y yo también la busco, todos la estamos esperando, dijo la señora Olmi, y se rió, no sé por qué, en la puerta. No me fui, aunque parecía que no me dejaba entrar en su casa la madre de Francesca, como si escondiera a al-guien en el apartamento. Yo oía ruidos, pero podían entrar por la ventana abierta al callejón del Turco, al fondo del pasillo que lleva a las tres habitaciones de la casa, vieja y murmuradora como un viejo. La conozco. El suelo no es silencioso. En las habitaciones alguien respira y alguien se mueve y algo se rompe sin ser tocado, como si sintiéramos el temblor de todos los que han pasado por aquí en los trescientos años del edificio, o es todavía la vibración de los que acaban de irse. La familia Olmi se reduce al matrimonio Olmi y sus dos hijas, que ni siquiera viven en la casa, casadas, y los maridos de las hijas, y tres nietos, y están los suegros y los tíos y los primos, y todos tienen yernos y suegros y tíos y primos, y están los novios de la hija mayor, Francesca, y la familia acaba siendo reducida pero inacabable, una red que se extiende del norte al sur de Italia con eje en Roma y bifurcaciones internacionales en Europa, América, África y Oceanía. Quizá creyó conveniente la señora Olmi que viera que por un prodigio, a pesar de tanta gente, no había nadie dentro de la casa, y me hizo pasar. La seguí. La veía muy rubia, no la recordaba tan rubia, con una falda muy corta que tampoco recordaba. Pero el cuarto de estar seguía exactamente igual que lo había conocido, incluido el olor, y volví a mirar las fotos de los tres nietos, y la foto de las dos hijas, Francesca y su hermana, radiante Francesca de doce años, piernas demasiado largas que siguen estirándose y adelgazándose, riéndose Francesca del fotógrafo. Es Francesca, dije, emocionado, y su madre me dijo No, es Paola, su hermana. Entonces miré mejor y vi a la verdadera Francesca, que, arrugada la frente, se fijaba en algo que pasaba a su izquierda, entre unos setos, un asesinato quizá, porque tenía cara de detective. Era evidentemente mucho mejor que su hermana, y me emocionó otra vez, mi Francesca de antes de Francesca.

Encima de la mesa encontré Gialla Neve III, regalo mío a Francesca Olmi. Había entre las páginas un bote de pintura de uñas que probablemente marcaba el momento en que los italianos, muertos de frío, se disponían a parar en Rossosch la ofensiva soviética contra la orilla izquierda del Don. Rodeando el televisor de plasma, sobre los altavoces del equipo de sonorización es- tereofónica con efectos especiales, se amontonaban cajas de frascos de colonia en colores industriales, metálicos, azules, rojos, rosas, violetas, oros y platas, blancos y negros. Volví a ver las dos bolsas de baloncestista abiertas y llenas de más perfumería, y me pareció más intenso que la última vez el olor a cosméticos y tabaco y muebles de 1970 que imitan muebles de 1940, engrandecidos la madre de Francesca y yo y la pantalla del televisor en el mundo delicado de los perfumes fabricados en serie. La señora Olmi puso la televisión, como si en mi compañía se hiciera más insoportable el vacío de la casa. En la pantalla tres hombres y dos mujeres hablaban y se reían, muy irritados o histéricamente felices. La madre les quitó la voz, y parecieron aún más violentos y vehementes.