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XII. FINALMUSIK

Entonces fui a una fiesta en Roma, invitado el mismo día de la fiesta, sábado 14 de agosto, cuando ya no lo esperaba, a pesar de los avisos de Trenti sobre la fiesta secreta que haría publicidad secreta de Gialla Neve. Il Film: una feliz minoría de masas, centenares de individuos escogidísimos difundirían al día siguiente el secreto en fotos de primera plana y programas televisivos para multitudes, propaganda oculta. Un chófer sin uniforme me recogió en mi casa y misteriosamente, sin capucha ni venda en los ojos, me llevó al anochecer a una villa-isla, ni en via Appia Antica ni en via Caffarella, pero muy cerca, entre cementerios.

Era un palacio de viejos jardines, blanco y sin ornamentación, de los años fascistas. Vi los focos de luz verde y las candelas rojas, y no supe dónde ocurría exactamente lo que veíamos en las pantallas que duplicaban la fiesta: focos verdes y candelas rojas, y los invitados, que no eran los mismos invitados que me rodeaban, aunque también eran felices y numerosos, cada vez más numerosos, en las pantallas y en la realidad, mientras dos orquestas tocaban al unísono, en alto, sobre dos piscinas, y la multitud bailaba. Era la fiesta de agosto, Ferragosto en via Appia, las Ferias de Augusto, el que le cortó las piernas a su secretario por traición. Me lo contó monseñor Wolff-Wapowski.

Recibí una llamada telefónica inesperada, y toda llamada telefónica tiene algo de esa brutalidad del molestar y ser molestado, por mucho que nos alegre la llamada, y sobre todo cuando no es la llamada que más nos alegraría. No era Francesca. No era todavía la invitación a la fiesta en via Appia, entre desconocidos. Era mi padre. Quería saber si todo se había arreglado, es decir, si yo seguiría en Roma hasta el invierno y la primavera y el verano futuro. Todo está arreglado, dije, pero volveré pasado mañana, el domingo, si funcionan los aeropuertos, existe un ultimátum islámico contra Italia. Volveré por el momento a Granada, a un hotel, tengo una proposición que haceros, digo. Cojo un lápiz, escribo la cifra de 100.000 euros en el margen de la página de Gialla Neve donde se inicia la batalla de Nikoláievka para romper el cerco soviético. Me gustaría venderte mi parte de la casa, he reservado habitación en un hotel, continúo, e inmediatamente me arrepiento de mentir: no he reservado ninguna habitación. Corrijo. Sustituyo un 0 por un 2. 120.000 euros. Es como si me hubieras adivinado el pensamiento, dice mi padre, yo iba a proponerte algo parecido.

Me sometí a la rotunda eficacia controladora del Comité de Recepción, cuatro señoras rubias, tenistas o nadadoras o presentadoras televisivas o torturadoras, de espléndidos brazos y muñecas y dedos y clavículas y traje negro sin mangas. Animales masculinos perfectos vigilaban la entrada al palacete donde una cadena de televisión productora de películas organizaba la fiesta. No era el pavor del ultimátum islámico, que se cumplía a medianoche, la desconfianza hacia los conciudadanos, aunque vayan en ropa de gala y se apeen de coches que abren chóferes o guardaespaldas, ni la desconfianza hacia uno mismo (yo, por ejemplo, nunca sé cómo reaccionará un detector de metales a mi paso. ¿Zumbará?). Era la garantía de que en la fiesta sólo entraban invitados, el rosa y carnoso príncipe de la Iglesia polaca, por ejemplo, que me mira, A usted lo he visto en otra parte, piensa, y sospecha la presencia de un perseguidor profesional, yo. No me acaba de reconocer, no recuerda haberme visto en el despacho de Monseñor. O no me vio. Un joven lo acompaña ahora, en smoking, renqueante, con bastón. Parece detenerse el joven, lo rozo con la mano, toco su brazo, el espléndido tejido de la americana negra, y se vuelve hacia mí, gafas negras en el anochecer azul, entre los árboles. Yo a usted lo conozco, dice el joven en smoking, y el príncipe de la Iglesia polaca, Ziemnicki, me mira con doble intensidad. Yo a usted lo conozco de via delle Botteghe Obscure, lo he reconocido en cuanto me ha tocado, tartamudea el joven, pero es un tartamudeo culto, distinguido, un signo de reflexión, de maquinaria mental en funcionamiento. Levanta el bastón blanco, como un cetro, rey de la oscuridad. Sí, nos encontramos hace tres o cuatro días ante la iglesia de San Estanislao de los Polacos, crucé con él la calle, y ahora está aquí, transformado por los focos de la fiesta, el smoking, la proximidad del palpitante príncipe de la Iglesia polaca. Veo en un relámpago mental la habitación o sacristía horrible en la que ha quedado abandonada la chaqueta invernal y vieja de hace cuatro días, y el joven ciego acompañante de Ziemnicki me parece más corpulento ahora, como si hubiera ido descalzo el día que cruzamos juntos via delle Botteghe Obscure, y más rubio. La felicidad tartamudeante con que su amigo decía reconocerme alegró la cara del príncipe eclesiástico de Cracovia, monseñor Ziemnicki, rosa, de labios móviles que de pronto anhelan hablar, pero no sonriente, aunque la cara ancha parezca sonreír sostenida por el alzacuello negro, subagente alguna vez del agente secreto Wolff-Wapowski. El obispo me mira con ojos que impondrán mucho a las mujeres que pasen por su confesionario, y se va, vestido de resplandor negro, tragado por el pasadizo de cipreses que conduce a la música, y guiado por el ciego y su bastón insonoro sobre el suelo de tierra. Me dejan solo en la fiesta, probablemente promovida también por alguna oficina cinematográfica vaticana. Le gustaría mucho a mi padre, que ahora mismo estará besando el anillo del arzobispo, en Granada, celebrando nuestra futura transacción inmobiliaria, una especie de difícil y muy diferida operación de separación de siameses monstruosamente padre e hijo.

Tocan las orquestas, y no son de instrumentos exclusivamente electrónicos, replicantes, sino de violines y violas, dos bajos, violonchelos, trompetas y saxofones, clarinetes, un trombón, dos baterías, dos guitarras eléctricas, cuatro coristas, un ukelele, un arpa, dos órganos eléctricos y un piano de cola, dos disc-jockeys en smoking, sobre dos piscinas, reflejados en el agua, como las luces, duplicados, y se oyen risas prodigiosas, en los jardines, muy vacíos todavía. Todos los ríos van al mar y el mar nunca se llena. Los invitados se saludan, estrechan manos, retienen algunas manos, o no ven la mano tendida, se abrazan, se besan, pasan sin mirarse, bailan, unas ochenta criaturas ahora mismo, en la música clónica en serie, sombras en las paredes blancas y reverencias operísticas, abrazos y besos, corbatas de los equipos de fútbol Roma y Lazio, Juventus y Milán. Diplomáticos de guardia en su embajada en agosto escuchan el discurso en voz muy baja de un cirujano célebre. Una riente belleza cadavérica deja que le besen la mano los caballeros del jardín. Fulguran las pantallas y no vemos exactamente lo que vivimos en este momento. Hay hombres-cámara entre los invitados, fotografiándonos y grabándonos, y, al fondo de los jardines, dos mesas de cincuenta metros, manteles blancos y manjares verdes, blancos, rosados y rojos, botellas, enfriadores y cubiteras. Circulan camareros orgullosos. Una trama de mosquitos está atrapada en cada luz, y los jardines son una selva verde incandescente, y al pie de un árbol encuentro un cubo de cáscaras de naranja tumefactas y una toalla sucia con un lema: Capri Club. Han llegado doscientas personas más, el mundo bélico-policial-cinematográfico de