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Se acaba otra vida mía, la vida romana de los últimos tres meses, las tres novelas de Carlo Trenti, Inverno innocente, Gloria di primavera, Estate eterna, Gialla Neve I, II, III, 903 páginas traducidas en un plazo de noventa días, el inocente invierno, la breve y sangrienta primavera y el eterno verano. Ahora vendrá el otoño, en Granada, donde un otoño hice mi primera traducción honorable, medieval, cuando todavía me consideraban honorablemente filólogo, o un joven inteligente que podía hacer carrera en la filología, antes de estropear mi gusto y menospreciar y dilapidar mi educación, y demostrar que sólo estaba dotado para lo efímero, la mortalidad absoluta, el asesinato, es decir, antes de dedicarme al asesinato como fenómeno feliz de masas fabricado en serie. He traducido un caudaloso muestrario de formas de matar, con y sin derramamiento de sangre, manuales y mecánicas, de baja y alta tecnología, abierto y cerrado el cuerpo de la víctima, sin y con desparramamiento de órganos, crímenes con móvil y crímenes por capricho o satisfacción personal, cientos de asesinatos y un millón de libros vendidos, una profesión poco lucrativa, sólo palabras. No lleva a ninguna parte, salvo a desaparecer inagotablemente de sitios en los que nunca estoy definitivamente, ahora Roma, en la Fiesta de Agosto de 2004, en el jardín, esperando a Francesca. Se animan los músicos. Vuelven de los manteles los invitados. Yo voy hacia ellos, en busca de Francesca. Voy hacia la comida y recuerdo los días en que me acercaba a comulgar en la iglesia de los Santos Justo y Pastor, en el verano eterno y huérfano de 1978. Voy hacia el banquete como si avanzara hacia el pasado, a estos días de Roma, diez páginas diarias de nieve negroamarilla de Trenti, paseos y sábanas con Francesca, helado los domingos, visitas a Monseñor los lunes, pago de la lavandería y el alojamiento. Ahora sé que, coincidiendo con mi espléndido vacío rutinario, archiveros policiales de Varsovia preparaban la caída de monseñor Wolff-Wapowski en las oficinas de cierto Instituto de la Memoria, o eso dice Trenti, mientras el marido de la professoressa X grababa inacabables conversaciones pederásticas en magnetófonos propiedad de la policía, y la professoressa X, que una vez me dijo que calculaba la dimensión de sus libros en tabaco y bebida, se entregaba a una obra telefónica de 7.200 cigarros y 120 botellas de gin sin escribir una sola línea.

Y el killer Varotti iba al encuentro de su destino, de Francesca, hacia la curación y purificación de todas sus heridas. La madre de Varotti había tenido esta visión, lo he leído en el periódico: al pie del Coliseo su hijo era acogido por una figura vestida con túnica blanca, el Sumo Pontífice, Johannes Paulus II, cree la madre, un milagro. He visto la foto de la señora Varotti junto a la foto de las explosiones en Bagdad y el anuncio del inminente incendio de Roma por las Bri-gadas Abu Hafs al Masri.

La foto periodística de Varotti me dio impresión de que no tenía amigos, triste killer de cráneo pelado, gafas negras y cansancio palúdico, el criminal enfermo de malaria, febril, apesadumbrado y atontado y perseguido por toda la policía de Italia, viajero, muy lejos de su casa. Le duele el presente, pero también el pasado, que por fortuna es irrecuperable. Echa mucho de menos el futuro, otro sitio, la salvación, después de viajar a través de la noche y el invierno y el verano luminoso, por Largo Argentina ahora, donde lo toma una cámara de vigilancia. Va al encuentro de Francesca, aunque conozco a dos Francescas, la antigua que dormía conmigo y la que no me contó que había participado en la muerte de Varotti, o a tres, si cuento a la que imaginaba Carlo Trenti, heroína traidora en la liquidación de Varotti, una conjura de bandidos y promotores de televisión y boxeo. Las dos orquestas tocan Goldfinger para que la gente baile en masa, quinientas personas donde hubo cincuenta, y Francesca está otra vez en todas las pantallas. Hay una mano en el hombro de Francesca Olmi, y una cara feliz, unos labios, muy cerca de su oreja. Es Trenti, el escritor de novelas de crímenes.

La voz de Trenti ha sido mi voz de Roma. Mi profesión es silenciosa, de viajero solitario que mira una página en vez de la ventana del avión: aislamiento y silencio lleno de palabras de otro, Trenti, por ejemplo. Ahora Francesca dice algo al oído de Trenti, Un escritor es especial, me dijo la mujer de Trenti. Quiere desarrollar todos los aspectos de sí mismo y una mujer no le basta, tiene que buscar más mujeres, hablar con las mujeres, dormir con las mujeres. Yo conocí a la mujer de Trenti, y he visto a Trenti hablar al oído de Francesca, pero no al oído de su mujer, quizá porque con su mujer establezca una comunicación más íntima, telepática. Mi mujer y yo nos cansamos mucho hablando, sin dirigirnos apenas la palabra, dice Trenti. Nos cansa mucho decirnos las cosas más simples porque es repetir en voz alta lo que ya nos hemos dicho mentalmente.

Busqué por los jardines al grupo de Trenti y Francesca, pero Trenti y Francesca parecían vivir en otro mundo, en otro cielo. En el círculo más bajo de todos los cielos estaba mi fiesta, en la luna. Piero de Pieri estaba solo, en Marte, hablando por teléfono, y me vio. Levantó un brazo hacia mí. Detente. Iba a contarme De Pieri la verdadera historia de Francesca, tal como había sido escrita en el registro de algún hotel deplorable en torno a Stazione Termini y tal como la imaginaba el novelista Carlo Trenti, y la historia de Trenti y Francesca en las últimas cuarenta y ocho horas. Toda mi vida es esta multiplicación de historias oídas, leídas, traducidas, inventadas. Mi sentido de la irrealidad es mucho mayor que mi sentido de la reali-dad. Si a la luz de un foco verde descubro de pronto lo hasta ahora invisible para mí, las costuras quirúrgicas que atraviesan la cara de máscara de De Pieri, vuelvo a ver en un segundo la película de aquel hombre que se estrelló en un coche, pasó en coma cinco años, despertó y conocía las cosas que fueron y las que estaban siendo y las que serán, pasado, presente y futuro, y sabe todo de todos y por eso trabaja para la policía y está absolutamente solo. Se me acerca De Pieri, sonrisa en un jardín de individuos que se cruzan en los bosques salvajes y se enseñan los dientes como fieras. De Pieri viene a ofrecerme saberlo todo, pero pasa de largo, y un fotógrafo lo sigue. Es algo ya vivido, ya visto, un ser largo y abultado y soñoliento detrás de la cámara fotográfica, sin afeitar. Tiene el ojo derecho deformado, de acercarlo al visor de la cámara. Me hace un gesto con dos dedos, como encañonándome con una pistola. Quiere que me aparte para fotografiar al Primer Ministro, o que mire a la cámara y me disponga a ser fotografiado, y fotografiado soy. De Pieri desaparece con su fotógrafo y mi fotografía, y yo alcanzo por fin los desolados manteles arrasados, los últimos restos del banquete.

XIII. LA ETERNIDAD

Por fin alcancé la explanada del banquete, vacía como las bandejas, devorados los alimentos o derramados sobre los manteles. Había paz, una desolación de fiesta fastidiada y claustrofóbica. Las mesas se extendían ante la casa orgullosa, desnuda y herida en la segunda planta por el taladramiento para una máquina acondicionadora de aire, cerrados cristales y postigos, caja hermética de moscas muertas y muebles embalsamados. Está iluminada la casa. Una sombra crece en la pared y oigo pisadas a mi espalda. Reconozco los pasos que retumban en mi habitación, el temblor del edificio cuando a las tres de la mañana enciendo la luz y a través del techo sigo los pasos del obispo americano, de nombre desconocido para mí, más joven ahora de lo que me parecía en las escaleras y el portal del inmueble de San Cosimato, menos pesado que cuando, invisible, pasea sobre mi cabeza, pero un poco entrado en carnes, con la cadena de oro que acaba en el bolsillo superior de la camisa como el silbato de un marino, el crucifijo refugiado, irreve-rentemente oculto. Yo a usted lo conozco, me dice, lo he visto antes, hace tiempo, en otro sitio.