Henry Barrett le salió al encuentro y le dijo que, a su juicio, estaba muy expuesta a que la secuestraran y la asesinaran si se empeñaba en ir a Whitechapel. Dijo a Wilson que llamara un coche de alquiler. Wilson obedeció, temblorosa pero sumisa. Llegó el coche. Miss Barrett hizo subir primero a Wilson. Esta, aunque convencida de que la esperaba la muerte, montó en el coche. Miss Barrett dio al cochero la dirección de Manning Street, Shoreditch. Miss Barrett montó también y el coche emprendió la marcha. Pronto dejaron atrás las ventanas de relucientes cristales, las puertas de caoba y los enrejados. Entraban en un mundo que miss Barrett no había visto nunca, ni siquiera adivinado. Se hallaban en un mundo donde las personas dormían en el piso de arriba de los establos, y donde no había una ventana sana; en un mundo donde sólo dejaban correr el agua dos veces a la semana, en un mundo donde el vicio y la pobreza engendraban más vicio y más pobreza. Llegaron a una región desconocida para los cocheros respetables. Se detuvo el coche; el cochero se informó en una taberna. «Salieron dos o tres hombres: «¡Oh, seguramente van ustedes en busca de míster Taylor!», dijo uno de ellos.» En aquel mundo misterioso, un coche con dos señoras sólo podía ir con un único objeto, y ése era de sobra conocido. Todo ello resultaba sobremanera siniestro. Uno de los hombres corrió hacia una casa y salió de ella diciendo que míster Taylor «no estaba en casa, pero que si quería entrar…», «Wilson, en un aparte aterrorizado, me suplicó que no pensase siquiera en tal cosa…» Una pandilla de hombres y chicos se agolpaban alrededor del coche. «¿Por qué no ve usted a la señora Taylor?», le preguntó el mismo individuo. Miss Barrett no tenía el menor deseo de ver a la señora Taylor; pero en aquel momento salió de la casa una mujer inmensamente gorda, «tan gorda, que le habría sido muy fácil tener toda su vida una conciencia sin remordimientos», e informó a miss Barrett de que su esposo había salido. «Quizás esté de vuelta dentro de unos minutos, o puede que tarde varias horas… ¿Por qué no bajaba del coche y lo esperaba?» Wilson le tiró de la falda. ¡Figúrense, esperar en casa de aquella mujer! Ya era terrible tener que estarse allí, quietas en el coche, con la banda de hombres y chiquillos apiñados en derredor. Así, miss Barrett parlamentó desde el coche con la «inmensa bandolera». Explicó que míster Taylor tenía su perro y que había prometido devolverlo; ¿le llevaría míster Taylor su perro a Wimpole Street aquel mismo día? «Oh, sí; desde luego», dijo la gorda con la más gentil de las sonrisas. Creía que míster Taylor había ido precisamente a ocuparse de aquel asunto. Y la mujer «balanceó la cabeza a derecha e izquierda con muchísima gracia».
En vista de ello, el coche dio la vuelta y salió de la calle Manning, en Shoreditch. Wilson opinaba que «habíamos escapado con vida por milagro». La misma miss Barrett había llegado a alarmarse. «Era evidente que la banda se había hecho fuerte en su barrio. La «Sociedad», la «Fancy» (como la llamaban) había echado raices en aquel terreno», escribía. Le hormigueaban por el espíritu los pensamientns y se le habían llenado de imágenes los ojos. De modo que eso era lo que se encontraba más allá de la calle Wimpole: esas casas… esas casas… Más vio, mientras estuvo en el coche frente a la taberna, que en cinco años de permanencia en el dormitorio trasero de Wimpole Street. «¡Qué rostros los de esos hombres!», exclamó. Se habían grabado a fuego en su retina. Estimulaban su imaginación como nunca la habían estimulado «las divinas presencias de mármol», los bustos de la vitrina. Aquí vivían mujeres como ella; mientras yacía en su sofá, leyendo o escribiendo, aquellas mujeres vivían a su manera. Pero ya entraba el coche por entre las casas de cuatro pisos. He aquí la familiar avenida de puertas y ventanas, con sus llamadores de bronce, sus cortinas simétricas… He aquí la calle Wimpole… y su número 50. Wilson saltó del coche, y puede uno imaginarse con qué sensación de alivio, al verse a salvo. Pero miss Barrett es posible que vacilara un momento. Aún estaba viendo «los rostros de aquellos hombres». Habían de ponérsele otra vez ante los ojos de la imaginación cuando estuviera escribiendo, sentada en un soleado balcón de Italia [6]. Le iban a inspirar los trozos más vividos de Aurora Leigh.
Pero ya abría el lacayo la puerta y, apeándose, se dirigió, escaleras arriba, a su habitación. Otra vez a su dormitorio.
El sábado fue el quinto día de encarcelamiento de Flush. Casi exhausto, perdidas casi todas las esperanzas, jadeaba tumbado en su rincón oscuro del atestado suelo. Se oían violentos portazos. Gritaban voces aguardentosas. Chillidos de mujeres. Parloteo de loros. Nunca habían charlado así los loros con las viudas de Maida Vale, pero es que ahora tenían que responder a los insultos que les dirigían las viejarronas. Flush se sentía la pelambre plagada de insectos; pero estaba demasiado débil, demasiado indiferente para sacudirse. Toda su vida pasada, con sus innumerables escenas: Reading, el invernadero, miss Mitford, mister Kenyon, los libros, los bustos, los campesinos del visillo… todo ello se esfumaba como copos de nieve que se disolvieran en una caldera. Si de aferraba aún a alguna esperanza, era a algo sin nombre y sin forma, al rostro de alguien a quien todavía llamaba «miss Barrett». Esta existía aún; todo el resto del mundo había desaparecido; pero ella aún existía, aunque se había abierto entre ellos un abismo tan grande que era casi imposible pudiera llegar su ama hasta él. Empezó a venirse encima la oscuridad otra vez, una oscuridad capaz de aplastar definitivamente su última esperanza… miss Barrett.
A decir verdad, las fuerzas de Wimpole Street luchaban todavía -hasta en estos momentos finales- por apartar a miss Barrett de Flush. El sábado por la tarde estuvo esperando a mister Taylor, pues la mujer inmensamente gorda había prometido que éste iría. Por fin vino, pero sin el perro. Envió un recado a miss Barrett: si ésta le pagaba en el acto seis guineas, volvería a Whitechapel y le traería el perro… le daba «su palabra de honor». Miss Barrett no sabía qué valor pudiera tener la palabra de honor de mister Taylor, pero le pareció «que no había otro recurso», pues la vida de Flush pendía de este hilo. Contó las guineas, y se las envió a míster Taylor, que esperaba abajo en el pasillo. Pero quiso la mala suerte que mientras esperaba Taylor en el pasillo -rodeado de paraguas, grabados, la felpuda alfombra y otros objetos valiosos – entrara Alfred Barrett. El ver al archienemigo en su propia casa, le hizo perder todo freno. Estalió su ira. Lo llamó «estafador, embustero y ladrón». En vista de ello, míster Taylor le devolvió los insultos. Y, lo peor de todo, juró estar «tan seguro de su salvación como de que no volveríamos a ver a nuestro perro»; y salió disparado de la casa. Así que a la mañana siguiente llegaría el terrible paquete sangriento.
Miss Barrett volvió a vestirse a toda prisa y corrió escaleras abajo. ¿Dónde estaba Wilson? Que buscase un coche. Iba a volver a Shoreditch inmediatamente. Acudió su familia, presurosa, para disuadirla. Oscurecía. Estaba ya muy debilitada. Incluso para un hombre, en perfecto estado de salud, resultaba aquella aventura de lo más arriesgado. Hacerlo ella, era una locura. Así se lo dijeron. Sus hermanos, sus hermanas, toda la familia la rodeó, amenazándola, disuadiéndola, «gritándome que me había vuelto loca, que era una terca, una caprichosa… Me insultaron tanto como lo hubieran hecho con mister Taylor». Pero no cejó en su empeño. Tuvieron que comprender, finalmente, la inutilidad de sus esfuerzos ante la locura de ella. Por mucho peligro que hubiera, habían de dejarla salirse con la suya. Septimus prometió que, si Ba volvía a su cuarto «y se ponía de buen humor», iría él mismo en busca de Taylor, le entregaría el dinero y traería el perro.
[6] Quienes hayan leído