»Después de eso ella ya no tuvo estómago para otro amante. Así que ya ve, creo que ustedes los barrayareses no andan tan descaminados después de todo. Los ineptos necesitan reglas, por su propia protección.
La cascada continuó susurrando en medio del silencio.
—Yo… conocí a un hombre —dijo él—. Se casó, a los veinte años, con una chica de alto rango que tenía dieciocho. Un matrimonio pactado, por supuesto, pero él estaba contento con eso.
»Estaba fuera casi todo el tiempo, de servicio. Ella descubrió que era libre, rica y que estaba sola en la capital rodeada de gente… no viciosa en sí, pero mayor que ella. Ricos parásitos, sus parásitos, abusadores. Le doraron la píldora y se le subió a la cabeza. Creo que no al corazón. Se echó amantes, como hacían todos a su alrededor. Pensándolo bien, creo que no sentía hacia ellos otra emoción que la vanidad y el orgullo de la conquista, pero en ese momento… Él se había construido una falsa imagen de ella, y ver que de pronto se venía abajo… El muchacho tenía muy mal carácter. Era su maldición particular. Decidió retar a duelo a los amantes.
»Ella tenía a dos pretendientes, o era al revés. No estoy seguro. A él no le importaba quién sobreviviera, ni si lo arrestaban. Creyó que estaba deshonrado, ¿sabe? Consiguió que se reunieran con él en un lugar desierto, con media hora de diferencia.
Hizo una pausa durante largo rato. Cordelia esperó, sin apenas respirar, insegura de si debía animarlo a continuar o no. Él continuó al cabo de un rato, pero su voz se volvió átona y habló atropelladamente.
—El primero era otro joven aristócrata testarudo como él mismo, y jugó según las reglas. Conocía el uso de las dos espadas, luchó con estilo y estuvo a punto de matarm… de matar a mi amigo. Lo último que dijo fue que siempre había querido morir a manos de un marido celoso, pero a los ochenta años.
A estas alturas, el pequeño gazapo no resultó ninguna sorpresa para Cordelia, y se preguntó si su propia historia había sido tan transparente para él. Desde luego, lo parecía.
—El segundo era un alto ministro del Gobierno, un hombre mayor. No quiso pelear, aunque lo derribó y lo hizo levantarse varias veces. Después… después del otro, que había muerto con un chiste en los labios, apenas pudo soportarlo. Finalmente lo mató en medio de sus súplicas, y lo dejó allí.
»Se pasó por el apartamento de su esposa, para decirle lo que había hecho, y regresó a su nave para esperar su arresto. Todo esto sucedió en una sola tarde. Ella se enfureció, llena de orgullo herido; se habría batido con él, de haber podido… y se suicidó. Se disparó en la cabeza, con su arco de plasma de servicio. No era lo típico en una mujer. Veneno, o cortarse las venas, o algo parecido, sí. Pero ella era una auténtica Vor. La cara le voló por completo. Tenía el rostro más bello que se pueda imaginar…
»Las cosas resultaron muy extrañas. Se asumió que los dos amantes se habían matado entre sí (juro que él nunca lo planeó de esa forma), y que ella se había suicidado en consecuencia. Jamás nadie le preguntó a él.
Su voz se hizo más lenta, más intensa.
—Él vivió toda aquella noche como un sonámbulo, como un actor, diciendo las frases esperadas, realizando los movimientos esperados, y al final su honor no se sintió mejor. No se había logrado nada, no se había demostrado ningún argumento. Todo fue tan falso como los romances de ella, excepto por las muertes. Esas fueron reales. —Hizo una pausa—. Así que ya ve, ustedes los betanos tienen una ventaja. Al menos se permiten aprender de sus errores.
—Yo… lo siento por su amigo. ¿Fue hace mucho tiempo?
—A veces lo parece. Hace más de veinte años. Dicen que las personas seniles recuerdan cosas de su juventud con más claridad que las de la semana pasada. Tal vez se está volviendo senil.
—Ya veo.
Ella consideró la historia como una especie de extraño regalo con púas, demasiado frágil para dejarlo caer, demasiado doloroso para sujetarlo. Él se tendió, silencioso de nuevo, y ella volvió a recorrer el claro, escuchando en el borde del bosquecillo un silencio tan profundo que el rugir de la sangre en sus oídos parecía ahogarlo todo. Cuando completó la ronda, Vorkosigan estaba dormido, inquieto y agitándose de fiebre. Cordelia tomó una de las mantas medio quemadas de Dubauer y lo tapó con ella.
4
Vorkosigan despertó unas tres horas antes del amanecer e hizo que ella se acostara para arañar unas cuantas horas de sueño. Cordelia volvió a despertar con la luz gris que precede al amanecer. Era evidente que él se había bañado en el arroyo y había usado el paquetito depilatorio de una sola aplicación que guardaba en el cinturón para eliminar de su rostro la barba de cuatro días.
—Necesito ayuda con esta pierna. Quiero abrirla y drenarla y volver a vendarla. Así aguantará hasta la tarde, y después de eso no importará.
—Bien.
Vorkosigan se quitó la bota y el calcetín, y Cordelia le hizo sujetar la pierna bajo una raíz, al borde de la cascada. Lavó el cuchillo de combate, y luego abrió la hinchada herida con un tajo profundo y rápido. Los labios de Vorkosigan empalidecieron, pero no dijo nada. Fue Cordelia quien dio un respingo. Del corte manó sangre y pus y una sustancia viscosa y maloliente que el arroyo aclaró. Ella trató de no pensar en qué nuevos microbios podrían estar introduciendo en el procedimiento. Sólo necesitaban un paliativo temporal.
Roció la herida con lo que quedaba del ineficaz antibiótico y gastó el tubo de vendaje plástico para cubrirla.
—Me siento mejor.
Pero Vorkosigan se tambaleó y estuvo a punto de caer cuando intentó caminar con normalidad.
—Bien —murmuró—. Ha llegado el momento.
Ceremoniosamente, sacó el último analgésico y una pequeña píldora azul de su botiquín de primeros auxilios, los tragó y tiró el envoltorio vacío. De manera inconsciente, Cordelia lo recogió, descubrió que no tenía sitio donde ponerlo y, subrepticiamente, volvió a dejarlo caer.
—Estas cosas funcionan maravillosamente —le dijo él—, hasta que se agotan, y entonces te caes como una marioneta con las cuerdas cortadas. Ahora estaré bien unas dieciséis horas.
En efecto, para cuando acabaron las raciones de campaña y prepararon a Dubauer para la marcha del día, él no sólo parecía normal, sino fresco y descansado y lleno de energía, Ninguno hizo el menor comentario sobre la conversación de la noche anterior.
Él los condujo en un amplio arco alrededor de la base de la montaña, de modo que a mediodía se acercaban al lado lleno de cráteres desde el oeste.
Se abrieron camino a través de bosques y claros hasta un promontorio situado frente al gran montículo que era todo lo que quedaba de la parte inferior de la montaña de los días anteriores al cataclismo volcánico. Vorkosigan se arrastró hacia un promontorio sin árboles, cuidando de no dejarse ver entre las altas hierbas. Dubauer, pálido y exhausto, se acurrucó de costado en su escondite y se quedó dormido. Cordelia lo observó hasta que su respiración se volvió lenta y firme, y luego siguió a Vorkosigan. El capitán de Barrayar había sacado su catalejo de campaña y estaba escrutando el verde anfiteatro.
—Allí está la lanzadera. Han acampado en las cuevas donde está oculto el material. ¿Ve esa veta oscura junto a la cascada grande? Ésa es la entrada.
Le prestó el catalejo para que pudiera ver mejor.