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El guardia desapareció en la habitación trasera y regresó unos minutos más tarde con dos humeantes cuencos de una sustancia parecida a un guiso y pan de verdad rociado con auténtico aceite vegetal. Cordelia lo atacó con hambre de lobo.

—¿Cómo está? —preguntó el guardia sin interés, encogido de hombros.

Delichioso —dijo ella sin dejar de masticar—. Maravichoso.

—¿De verdad? —El hombre se enderezó—. ¿Le gusta de verdad?

—De verdad.

Ella se detuvo para darle unas cuantas cucharadas al aturdido Dubauer.

El sabor de la comida caliente se abrió paso a través de su modorra, y el alférez masticó con algo parecido al entusiasmo de Cordelia.

—Traiga… ¿puedo ayudarla a darle de comer? —se ofreció el guardia.

Cordelia le sonrió cálidamente.

—Desde luego.

En menos de una hora ella se enteró de que el guardia se llamaba Nilesa, de casi toda la historia de su vida, y recibió la completa, aunque limitada, gama de exquisiteces que una cocina de campaña barrayaresa podía ofrecer. El guardia tenía evidentemente tantos deseos de ser halagado como sus compañeros de comer como en casa, pues siguió devanándose los sesos para ofrecerle pequeños detalles y servicios.

Vorkosigan entró solo y se sentó cansinamente junto a Cordelia.

—Bienvenido, señor —le saludó el guardia—. Creíamos que los betanos lo habían matado.

—Sí, lo sé. —Vorkosigan descartó esta bienvenida que ya empezaba a hacerse familiar—. ¿Hay algo de comer?

—¿Qué quiere, señor?

—Cualquier cosa menos gachas de avena.

También a él le sirvieron el guiso y el pan, que comió sin el apetito de Cordelia, pues la fiebre y el estimulante se combinaban para apagarlo.

—¿Cómo han ido las cosas con el comandante Gottyan? —le preguntó Cordelia en voz baja.

—No mal del todo. Ha vuelto al trabajo.

—¿Cómo lo ha conseguido?

—Lo desaté y le entregué mi arco de plasma. Le dije que no podía trabajar con un hombre que hacía que se me erizaran los pelos de la nuca, y que ésta era la última oportunidad que iba a darle para ascender instantáneamente. Luego me senté dándole la espalda. Me quedé allí sentado durante al menos diez minutos. No dijimos una palabra. Luego él me devolvió el arco y regresamos al campamento.

—Me preguntaba si algo así podría funcionar. Aunque no estoy segura de que hubiera podido hacerlo, si fuera usted.

—Creo que yo tampoco hubiera podido hacerlo si no hubiera estado tan agotado. Me apetecía sentarme. —Su tono se animó ligeramente—. En cuanto terminen de hacer los arrestos, despegaremos hacia la General. Es una buena nave. Voy a asignarle el camarote de los oficiales de visita… La sala del almirante, la llaman, aunque no es diferente de las demás. —Vorkosigan no terminó de comer los últimos restos del plato—. ¿Cómo estaba su comida?

—Maravillosa.

—No es lo que dice la mayoría de la gente.

—El soldado Nilesa ha sido muy amable y atento.

—¿Estamos hablando del mismo hombre?

—Creo que necesita que aprecien un poco su trabajo. Podría usted intentarlo.

Vorkosigan, con los codos sobre la mesa, apoyó la barbilla sobre sus manos y sonrió.

—Lo tendré en cuenta de ahora en adelante.

Los dos permanecieron sentados en silencio ante la sencilla mesa de metal, cansados y haciendo la digestión. Vorkosigan se echó hacia atrás en la silla, los ojos cerrados. Cordelia se apoyó sobre la mesa usando el brazo como almohada. Media hora después, llegó Koudelka.

—Tenemos a Sens, señor —informó—. Pero tuvimos… estamos teniendo algunos problemas con Radnov y Darobey. Se dieron cuenta, de algún modo, y escaparon hacia el bosque. He destacado a una patrulla para que los localice.

Vorkosigan pareció a punto de maldecir.

—Tendría que haber ido en persona —murmuró—. ¿Tenían armas consigo?

—Ambos llevaban sus disruptores. Conseguimos sus arcos de plasma.

—Muy bien. No quiero malgastar más tiempo aquí. Retire a la patrulla y selle todas las entradas a la caverna. Les vendrá bien descubrir cómo es pasar unas cuantas noches a la intemperie. —Sus ojos chispearon al imaginarlo—. Podemos recogerlos más tarde. No tienen ningún sitio adonde ir.

Cordelia empujó a Dubauer ante sí y ambos entraron en la lanzadera, un pelado y bastante decrépito transporte de tropas. Lo hizo sentarse en un asiento libre. Con la llegada de la última patrulla la lanzadera parecía repleta de barrayareses, incluidos a los sometidos y silenciosos prisioneros, subordinados inútiles de los cabecillas huidos, atados espalda contra espalda. Todos parecían jóvenes grandotes y musculosos. De hecho, Vorkosigan era el más bajito que había visto hasta ahora.

La miraban con curiosidad, y captó fragmentos de conversación en dos o tres idiomas. No era difícil adivinar su contenido, y ella sonrió algo sombría. La juventud, parecía, estaba repleta de fantasías respecto a cuánta energía sexual podían tener dos personas que se pasaban caminando cuarenta o más kilómetros al día, llenos de contusiones, aturdidos, enfermos, comiendo poco y durmiendo aún menos, alternando los cuidados a un hombre herido con evitar convertirse en la cena de todos los carnívoros cercanos… y con un plan para dar un golpe de mano como remate. Y además eran viejos, treinta y tres años y cuarenta y tantos. Se rió para sí, y cerró los ojos, ignorándolos.

Vorkosigan regresó del compartimento del piloto y se sentó junto a ella.

—¿Se encuentra bien?

Cordelia asintió.

—Sí. Un poco abrumada por todo este rebaño de chicarrones. Creo que los de Barrayar son los únicos que no emplean tripulaciones mixtas. ¿Cómo es eso?

—En parte por tradición, en parte por mantener un aspecto externo agresivo. No la habrán estado molestando…

—No, divirtiéndome solamente. Me pregunto si se dan cuenta de cómo se les utiliza.

—En absoluto. Creen que son los emperadores de la creación.

—Pobres corderillos.

—Yo no los describiría así.

—Estaba pensando en sacrificios animales.

—Ah. Eso se acerca más a mi idea.

Los motores de la lanzadera empezaron a zumbar, y por fin despegaron. Trazaron un círculo sobre el cráter de la montaña y luego viraron hacia el este y ascendieron. Cordelia contempló por la ventanilla cómo la tierra que tan dolorosamente habían atravesado a pie se perdía de vista en tantos minutos como días habían tardado ellos en recorrerla. Surcaron la gran montaña donde se pudría el pobre Rosemont, lo bastante cerca para ver los picos nevados y los glaciares brillando anaranjados al sol poniente. Cruzaron la línea que separaba el día de la noche, el horizonte se perdió y se internaron en el perpetuo día del espacio.

Cuando se aproximaron a la órbita de la General Vorkraft Vorkosigan volvió a dejarla para ir a proa a supervisar. Parecía estar apartándose de ella, absorto de nuevo en la matriz de hombres y deber de la que había sido arrancado. Bueno, sin duda tendrían algunos momentos de tranquilidad juntos en los meses por venir. Bastantes meses, por lo que había dicho Gottyan. Finge que eres antropóloga, se dijo Cordelia, estudiando a los salvajes barrayareses. Considéralo unas vacaciones: de todas formas, querías tomarte unas vacaciones largas después de este viaje de exploración, ¿no? Bueno, pues ya las tienes. Sus dedos soltaban hilos del tapizado del asiento, y se obligó a estarse quieta frunciendo ligeramente el ceño.

Atracaron limpiamente, y el grupo de fornidos soldados se levantó, recogió su equipo y salió. Koudelka apareció a su lado y le comunicó que le habían nombrado su guía. Su guardián, más bien. O su niñera: ella no parecía muy peligrosa en aquel momento. Recogió a Dubauer y lo siguió a la nave de Vorkosigan.