—¿Quién es ese tipo que está en el comunicador? —le susurró ella a Vorkalloner—. ¿Radnov?
—Sí. Sss.
La cara de la pantalla hablaba.
—Vorkosigan, Gottyan, y Vorkalloner, uno a uno, a intervalos de dos minutos. Desarmados, o todos los sistemas de apoyo vital serán desconectados en toda la nave. Tienen quince minutos antes de que empecemos a dejar entrar el vacío. Ah. ¿Lo han comprendido? Bien. Será mejor no perder el tiempo, capitán. —La inflexión convirtió el rango en un insulto letal.
La cara desapareció, pero la voz regresó como un fantasma por los altavoces.
—Soldados de Barrayar —tronó—. Vuestro capitán ha traicionado al emperador y al Consejo de Ministros. No dejéis que os traicione también a vosotros. Entregadlo a la autoridad adecuada, vuestro oficial político, o nos veremos obligados a matar a los inocentes junto con los culpables. Dentro de quince minutos desconectaremos…
—Apaguen eso —dijo Vorkosigan, irritado.
—No podemos, señor —dijo un técnico.
Bothari, más directo, desenfundó su arco de plasma y con gesto de hastío disparó desde la cadera. El altavoz explotó en la pared y varios hombres se apartaron para esquivar los fragmentos fundidos.
—Eh, puede que lo necesitemos nosotros —dijo Vorkalloner, indignado.
—No importa —atemperó Vorkosigan—. Gracias, sargento.
Un lejano eco de la voz seguía sonando en los altavoces repartidos por toda la nave.
—Me temo que no hay tiempo para nada más elaborado —dijo Vorkosigan, al parecer poniendo fin a una sesión de planificación—. Continúe con su idea, teniente Saint Simon: si puede llevarla a la práctica a tiempo, tanto mejor. Estoy seguro de que todos preferiríamos ser listos antes que valientes.
El teniente asintió y salió rápidamente.
—Si no lo consigue, me temo que tendremos que enfrentarnos a ellos —continuó Vorkosigan—. Son perfectamente capaces de matar a todos a bordo y regrabar el diario de navegación para demostrar lo que se les antoje. Entre Darobey y Tafas tienen los conocimientos técnicos necesarios para hacerlo. Quiero voluntarios. Yo mismo y Bothari, por supuesto.
Un coro unánime se presentó también.
—Gottyan y Vorkalloner quedan descartados. Necesito a alguien que pueda explicar las cosas después. Ahora el orden de batalla. Primero yo, luego Bothari, luego la patrulla de Siegel, después la de Kush. Aturdidores solamente, no quiero que ningún disparo perdido dañe los motores.
Varios hombres miraron el agujero en la pared donde antes estaba el altavoz.
—Señor —dijo Vorkalloner, desesperado—. Cuestiono el orden de batalla. Ellos usarán disruptores con toda seguridad. Los primeros hombres que atraviesen la puerta no tendrán ninguna oportunidad.
Vorkosigan se tomó unos segundos y lo miró a la cara. Vorkalloner bajó apenado la cabeza.
—Sí, señor.
—El teniente coronel Vorkalloner tiene razón, señor —intervino una inesperada voz de bajo. Cordelia advirtió con sobresalto que pertenecía a Bothari—. El primer lugar es el mío, por derecho. Me lo he ganado.
Se encaró a su capitán, la barbilla firme.
—Es mío.
Sus ojos se encontraron en extraña comprensión mutua.
—Muy bien, sargento —concedió Vorkosigan—. Usted primero, luego yo, después el resto tal como se ha ordenado. Vamos.
Vorkosigan se detuvo ante ella mientras salían.
—Me temo que no voy a llevarla a ese paseo por la explanada este verano, después de todo.
Cordelia sacudió la cabeza, indefensa, el brillo de una idea aterradora empezaba a tomar forma en su cerebro.
—Y-yo… tengo que violar mi libertad condicional ahora.
Vorkosigan pareció desconcertado y, luego, la preocupación sustituyó esa expresión.
—Si por casualidad acabo como su alférez Dubauer, recuerde mis preferencias. Si es usted capaz de hacerlo, me gustaría que fuera por su mano. Se lo diré a Vorkalloner. ¿Me da su palabra?
—Sí.
—Será mejor que se quede en su camarote hasta que esto haya terminado.
Él extendió una mano hacia su hombro, para tocar un rizo de pelo rojo que había allí posado, y luego se dio la vuelta. Cordelia corrió pasillo abajo, la propaganda de Radnov resonando insensatamente en sus oídos. Su plan florecía furiosamente en su mente. Su razón protestaba, como un jinete en un caballo desbocado: no tienes ningún deber hacia los barrayareses, tu deber es hacia la Colonia Beta, hacia Stuben, hacia la René Magritte… tu deber es escapar, y advertir…
Entró en su camarote. Maravilla de maravillas, Stuben y Lai estaban todavía allí. Alzaron la cabeza, alarmados por su salvaje aparición.
—Vayan a la enfermería ahora. Recojan a Dubauer y llévenlo a la lanzadera. ¿Cuándo tenían Pete y Mac que volver aquí si no podían encontrarlos?
—Dentro de… —Lai comprobó la hora—, diez minutos.
—Gracias a Dios. Cuando lleguen a la enfermería, díganle al cirujano que el capitán Vorkosigan les ha ordenado que me traigan a Dubauer. Lai, espere en el pasillo. Nunca engañaría al médico. Dubauer no puede hablar. No se sorprendan por su estado. Cuando lleguen a la lanzadera, esperen… déjeme ver su crono, Lai. Esperen hasta las 0620, tiempo de nuestra nave, y luego despeguen. Si no he llegado para entonces es que no llegaré. A plena potencia y no miren atrás. ¿Exactamente cuántos hombres tienen con ellos Radnov y Darobey?
—Diez u once, supongo —dijo Stuben.
—Muy bien. Déme su aturdidor. Vamos. Vamos. Vamos.
—¡Capitana, hemos venido a rescatarla! —exclamó Stuben, asombrado.
Ella se quedó completamente sin palabras. Colocó en cambio una mano sobre el hombro de Stuben.
—Lo sé. Gracias.
Echó a correr.
Al acercarse a la sala de máquinas desde una cubierta superior, llegó a una intersección de dos pasillos. Al fondo del más grande había un grupo de hombres reunidos, comprobando sus armas. Al fondo del más pequeño había dos hombres que cubrían una portilla de entrada a la siguiente cubierta, un último punto de comprobación antes del territorio cubierto por el fuego de Radnov. Uno de ellos era el soldado Nilesa. Se dirigió a él.
—Me envía el capitán Vorkosigan —mintió—. Quiere que intente un último esfuerzo en la negociación, ya que soy neutral en el asunto.
—Eso será una pérdida de tiempo —observó Nilesa.
—Es lo que espera —improvisó ella—. Los mantendrá entretenidos mientras él se prepara. ¿Puede hacerme entrar sin alarmar a nadie?
—Puedo intentarlo, supongo.
Nilesa avanzó y liberó una compuerta circular en el suelo, al fondo del pasillo.
—¿Cuántos guardias hay en esta entrada? —susurró ella.
—Dos o tres, creo.
La compuerta se abrió, revelando un acceso de la anchura de un hombre con una escalera a un lado y una barra en el centro.
—¡Eh, Wentz! —gritó Nilesa. .
—¿Quién es? —preguntó una voz.
—Yo, Nilesa. El capitán Vorkosigan quiere enviar a esa tía betana a hablar con Radnov.
—¿Para qué?
—¿Y cómo demonios quieres que yo lo sepa? Sois vosotros los que se supone que tenéis receptores en las camas de todo el mundo. Tal vez no tiene un polvo tan bueno después de todo. —Nilesa se encogió de hombros hacia ella, pidiendo disculpas por la expresión, y ella las aceptó con un gesto.
Abajo oyeron un debate entre susurros.
—¿Está armada?
Cordelia, preparando sus dos aturdidores, negó con la cabeza.
—¿Le darías un arma a una tía betana? —preguntó Nilesa retóricamente, observando asombrado sus preparativos.
—Muy bien. Métela, cierra la escotilla y déjala caer. Si no cierras la escotilla antes de que caiga, le dispararemos. ¿Entendido?