El comunicador emitió un sorprendido «¡Vaya!», y la voz añadió:
—¡Otra maldita mujer! Son ustedes lentos aprendiendo.
Hubo un murmullo ininteligible al fondo, y la voz recuperó su original tono oficial.
—Serán remolcados. A la primera señal de resistencia, serán destruidos. ¿Comprendido?
—Comprendido —respondió Cordelia—. Nos rendimos.
Parnell sacudió la cabeza, furioso. Ella apagó el intercomunicador y alzó una ceja.
—Creo que deberíamos intentar huir —dijo él.
—No. Estos tipos son paranoicos profesionales. Al más cuerdo que he conocido no le gustaba estar en una habitación con la puerta cerrada: decía que nunca se sabe qué hay al otro lado. Si dicen que dispararán, será mejor que los crea.
Parnell y el ingeniero intercambiaron una mirada.
—Adelante, Nell —dijo el ingeniero—. Díselo.
Parnell se aclaró la garganta y se humedeció los labios resecos.
—Queríamos que supiera, capitana… que si cree que, uh, volar la nave salvavidas es lo mejor para todos, estamos con usted. Nadie quiere ser hecho prisionero.
Cordelia parpadeó al escuchar esta oferta.
—Eso es… muy valiente por su parte, oficial piloto, pero completamente innecesario. No se vanaglorie. Nos escogieron personalmente por nuestra ignorancia, no por nuestros conocimientos. Todos tienen únicamente suposiciones sobre lo que había a bordo de ese convoy, y ni siquiera yo conozco ningún detalle técnico. Si aparentemente cooperamos, al menos tendremos alguna oportunidad de salir de esto con vida.
—No… no estábamos pensando en datos de inteligencia, señora. Son sus otras costumbres.
Se produjo un denso silencio. Cordelia suspiró, girando en un vórtice de duda y pesar.
—No pasará nada —dijo por fin—. Su reputación está demasiado hinchada. Algunos de ellos son tipos bastante decentes.
Sobre todo uno, se burló mentalmente. E incluso asumiendo que esté todavía vivo, ¿de verdad crees que podrías encontrarlo en todo este lío? ¿O encontrarlo y salvarlo de los regalitos que tú misma has traído del almacén del infierno sin traicionar tu deber? ¿O esto es un pacto suicida secreto? ¿Te conoces a ti misma?
Parnell, observando su cara, sacudió sombríamente la cabeza.
—¿Está segura?
—No he matado a nadie en mi vida, ¡No voy a empezar con gente de mi propio bando, por todos los demonios!
Parnell reconoció la justicia de este razonamiento encogiéndose levemente de hombros, pero no pudo ocultar su alivio.
—De todas formas, tengo cosas por las que vivir. Esta guerra no puede durar eternamente.
—¿Hay alguien allá en casa? —preguntó él, y cuando los ojos de ella se volvieron hacia los indicadores, añadió sabiamente—: ¿O ahí fuera?
—Oh, sí. Ahí fuera, en alguna parte.
Él sacudió la cabeza, comprensivo.
—Eso es duro.
Estudió su perfil inmóvil, y añadió, para darle ánimos:
—Pero tiene usted razón. Los chicos grandes borrarán a estos hijos de puta del cielo tarde o temprano.
Ella dejó escapar un pequeño y mecánico «Ja», y se frotó la cara con la yema de los dedos, tratando de aliviar la tensión. Tuvo una súbita visión de una gran nave de guerra que se abría y lanzaba sus tripas vivientes como una especie de monstruoso semillero. Las semillas congeladas y estériles, a la deriva sin viento, se hinchaban por la descompresión y se perdían para siempre. ¿Se podía reconocer un rostro, después de eso?, se preguntó. Giró el asiento apartándose de Parnell, dando por terminada la conversación.
Un correo rápido de Barrayar los remolcó una hora después.
Lo que primero la golpeó fue el olor familiar, el aceite de metal y máquinas, apestando a ozono, el olor a armario de las naves de guerra de Barrayar. Los dos altos soldados vestidos de negro que la escoltaron, cada uno sujetando firmemente con una mano uno de sus codos, la hicieron pasar por una estrecha puerta oval para conducirla a lo que ella supuso que era la principal zona de prisiones de la gran nave. Cordelia y sus cuatro hombres fueron desnudados implacablemente, registrados con minucioso y paranoico detalle, examinados médicamente, holografiados, retinascaneados, identificados. Luego les suministraron pijamas de color naranja. Se llevaron a sus hombres por separado. A pesar de sus palabras a Parnell, a ella le asustaba de muerte la posibilidad de que los pelaran, capa a capa, en busca de una información que no tenían. Tranquila, argumentó la razón: sin duda los barrayareses los propondrían para un intercambio de prisioneros.
Los guardias se pusieron firmes. Al girarse, ella vio entrar a un oficial de alto rango. El amarillo brillante de los galones del cuello de su uniforme verde oscuro indicaban un rango que ella no había visto nunca, y con sorpresa lo identificó como el color de los vicealmirantes. Al saber lo que era, supo de inmediato quién era, y lo estudió con grave interés.
Vorrutyer, ese era su nombre. Comandante de la flota barrayaresa junto con el príncipe heredero Serg Vorbarra. Cordelia supuso que él era quien hacía el verdadero trabajo: había oído que estaba destinado a ser el próximo ministro de la Guerra de Barrayar. Así que éste era el aspecto que tenía una estrella en alza.
En cierto modo se parecía un poco a Vorkosigan, un poco más alto, aproximadamente del mismo peso pero debido menos a huesos y músculos y más a la grasa. También tenía el pelo oscuro, más rizado que el de Vorkosigan y con menos canas, y era de la misma edad, bastante más guapo. Sus ojos eran muy distintos, un profundo marrón aterciopelado enmarcado en unas largas pestañas, con diferencia los ojos más hermosos que ella había visto jamás en un hombre. Dispararon un pequeño gemido subliminal de alarma en su mente que le dijo que creía haberse enfrentado ya al miedo ese día, pero se equivocaba: esto era el miedo de verdad, miedo sin vía de escape ni esperanza; lo cual era extraño, pues deberían haberla atraído. Cordelia rompió el contacto ocular, diciéndose firmemente que la inquietud y el rechazo instantáneo eran simples nervios, y esperó.
—Identifíquese, betana —gruñó él. Eso le produjo una deslavazada sensación de déjà vu.
Cordelia luchó por encontrar el equilibrio; le dirigió un saludo cortante y dijo:
—Capitana Cordelia Naismith, Fuerza Expedicionaria Betana. Somos un grupo militar. Combatientes. —Él, naturalmente, no entendió el chiste.
—Ja. Desnúdenla y denle la vuelta.
Dio un paso atrás, observando. Los dos sonrientes soldados que la custodiaban obedecieron. No me gusta cómo está empezando esto… Se obligó a mostrar indiferencia, aferrándose a todas sus fuentes secretas de serenidad. Calma. Calma. Quiere ponerte nerviosa. Lo puedes ver en sus ojos, sus ojos ansiosos. Calma.
—Un poco mayor, pero valdrá. La mandaré llamar más tarde.
El guardia le arrojó el pijama. Ella se vistió despacio, para molestarlos, como un striptease inverso, con precisos movimientos adecuados para una ceremonia del té japonesa. Uno gruñó, el otro la empujó por la espalda hacia la celda. Ella sonrió agriamente ante este éxito, pensando bueno, al menos tengo este grado de control sobre mi destino. ¿Debo concederme puntos si puedo molestarlos lo suficiente para que me golpeen?
La empujaron hasta una habitación de metal pelado y la dejaron allí. Ella continuó el juego, para su propia diversión, y se arrodilló con gracia en el suelo con el mismo tipo de movimientos, el pie derecho cruzado correctamente sobre el izquierdo, las manos inmóviles sobre los muslos. El contacto le recordó la parte de su pierna izquierda que carecía de toda sensación, calor, frío, dolor, presión, legado de su último encuentro con los ejércitos de Barrayar. Entornó los ojos y dejó que su mente vagara, esperando dar a sus captores la inquietante impresión de profundas meditaciones psíquicas de aspecto peligroso. Fingir agresión era mejor que nada.