Выбрать главу

—No podrá salirse con la suya —dijo ella débilmente. Ahora había miedo en su cara, y lágrimas que corrían de las comisuras de sus ojos en rastros incandescentes para mojar los mechones de pelo alrededor de sus oídos, pero él apenas se sintió interesado. Cordelia había pensado que había caído en el pozo de miedo más profundo posible, pero ahora ese suelo se abría bajo ella y volvía a caer, interminablemente, girando en el aire.

Él pareció recuperar alguna medida de control y rodeó el pie de la cama, mirándola.

—Bien. Qué refrescante. Sabe, me siento pletórico. Creo que lo haré yo mismo, después de todo. Se alegrará. Soy mucho más agraciado que Bothari.

—No para mí.

Él se quitó los pantalones y se preparó para subírsele encima.

—¿Me perdona también, querida?

Ella se sintió helada, y agotada, y enormemente pequeña.

—Me temo que tendré que dejar eso a la misericordia infinita, Excede usted mi capacidad.

—Eso lo dejaremos para más adelante —prometió él, confundiendo su derrota por arrogancia, y claramente excitado por lo que consideraba una nueva muestra de resistencia.

El sargento Bothari había estado deambulando por la habitación, moviendo la cabeza de un lado a otro y meneando la estrecha mandíbula, como Cordelia lo había visto hacer antes, un signo de agitación.

Vorrutyer, concentrado en ella, no prestó ninguna atención a los movimientos a su espalda. Por eso su momento de absoluta sorpresa fue muy breve cuando el sargento lo agarró por el pelo rizado, tiró hacia atrás de su cabeza y pasó el cuchillo enjoyado con gran maestría por su cuello, cortando las cuatro venas mayores en un rápido movimiento doble. La sangre borboteó sobre Cordelia como un surtidor, horriblemente caliente y viscosa.

Vorrutyer dio una sacudida convulsiva y perdió la conciencia cuando la presión de la sangre en su cerebro se redujo a la nada. El sargento Bothari le soltó el pelo, y Vorrutyer cayó entre las piernas de Cordelia y se deslizó hasta perderse de vista por el extremo de la cama.

El sargento permaneció de pie, acechante, respirando de manera entrecortada. Cordelia no podía recordar si había gritado. No importaba, en cualquier caso era más que probable que nadie prestara atención a los gritos que salían de aquella habitación. Sentía las manos, la cara y los pies congelados y sin sangre; el corazón le martilleaba.

Se aclaró la garganta.

—Uh, gracias, sargento Bothari. Ha sido un gesto, uh, muy caballeroso. ¿Cree que podría desatarme también? —Su voz temblaba de manera incontrolable, y tragó saliva, irritada por ello.

Observó a Bothari con aterrada fascinación. No había absolutamente forma alguna de predecir qué podría hacer a continuación. Murmurando para sí, con expresión de asombro en el rostro, él desató su muñeca izquierda. Rápidamente, envarada, ella se giró y soltó la muñeca derecha, y luego se sentó y se liberó los tobillos. Se sentó un instante en el centro de la cama, completamente desnuda y cubierta de sangre, frotándose tobillos y muñecas y tratando de poner en marcha su paralizado cerebro.

—Ropa. Ropa —murmuró para sí. Se asomó al borde de la cama y vio la forma desmoronada del almirante Vorrutyer, los pantalones en los talones y su última expresión de sorpresa congelada en el rostro. Los grandes ojos marrones habían perdido su brillo líquido y empezaban a vidriarse.

Cordelia bajó de la cama por el lado de Bothari y empezó a buscar frenéticamente por los cajones de metal y los armarios de la habitación. Un par de cajones contenían su colección de juguetitos, y los cerró rápidamente, asqueada, comprendiendo por fin lo que quiso decir él con sus últimas palabras. El gusto de aquel hombre en perversiones tenía desde luego una variedad notable. Algunos uniformes, todos con demasiadas insignias amarillas. Se limpió la sangre del cuerpo con una suave bata, y la tiró.

Mientras tanto, el sargento Bothari se había sentado en el suelo, enroscado y con la cabeza apoyada en las rodillas, hablando entre dientes. Ella se arrodilló a su lado. ¿Estaba empezando a alucinar? Tenía que ponerlo en pie y salir de allí. No podían contar con que no fueran a descubrirlos de un momento a otro. Sin embargo, ¿dónde podrían esconderse? ¿O era la adrenalina, y no la razón, la que exigía huir? ¿Había una opción mejor?

Mientras ella vacilaba, la puerta se abrió de golpe. Dejó escapar un grito por primera vez. Pero el hombre que había en el umbral, la cara blanca y el arco de plasma en la mano, era Vorkosigan.

8

Cordelia suspiró temblorosa al verlo, y el pánico paralizador pareció escapar de ella con aquella explosión de aliento.

—Dios mío, casi me da un ataque al corazón —consiguió decir con voz tensa—. Pase y cierre la puerta.

Los labios de él formaron en silencio su nombre, y entró, el súbito pánico de su rostro casi igual que el de ella. Entonces Cordelia vio que lo seguía otro oficial, un teniente de pelo castaño y rostro blando y regordete. Así que no se abalanzó sobre Vorkosigan y le lloriqueó al hombro, como apasionadamente deseaba, sino que dijo en cambio, con cautela:

—Ha habido un accidente.

—Cierra la puerta, Illyan —le dijo Vorkosigan al teniente. Sus rasgos se volvieron tensos y controlados mientras el joven le obedecía—. Vas a tener que ser testigo de esto con la mayor atención.

Con los labios convertidos en una rendija blanca, Vorkosigan recorrió lentamente la habitación, anotando los detalles, algunos de los cuales señaló en silencio a su compañero. El teniente dijo «Er, ah» al primer gesto, que fue con el arco de plasma. Vorkosigan se detuvo ante el cadáver, miró el arma que tenía en la mano como si la viera por primera vez y la guardó en su funda.

—Leyendo otra vez al Marqués, ¿eh? —le dijo al cadáver con un suspiro. Le dio la vuelta con la puntera de la bota, y un poco más de sangre brotó del corte carnoso de su cuello—. Aprender ciertas cosas es peligroso. —Miró a Cordelia—. ¿A quién debo felicitar?

Ella se humedeció los labios.

—No estoy segura. ¿Cuánto se va a molestar la gente al respecto?

El teniente estaba examinando los cajones y armarios de Vorrutyer, usando un pañuelo para abrirlos, y por su expresión al hallar aquello quedó claro que su educación cosmopolita no era tan completa como había supuesto.

Se quedó mirando largo rato el cajón que Cordelia había cerrado tan presurosamente.

—El emperador, para empezar, estará encantado —dijo Vorkosigan—. Pero estrictamente en privado.

—De hecho, yo estuve atada todo el tiempo. El sargento Bothari, ejem, hizo los honores.

Vorkosigan miró a Bothari, todavía sentado en el suelo, hecho un ovillo.

—Mm.

Contempló la habitación una vez más.

—Hay algo en esto que me recuerda cierta escena notable cuando irrumpimos en mi sala de máquinas. Tiene su firma personal. Mi abuela tenía una frase para ello… algo referido a llegar tarde y un dólar…

—¿Un día tarde y un dólar menos? —sugirió Cordelia involuntariamente.

—Sí, eso era. —Él controló un gesto irónico—. Una observación muy betana… Empiezo a ver por qué.

Su rostro seguía siendo una máscara de neutralidad, pero sus ojos la escrutaron llenos de secreta agonía.

—¿Llegué, uh, tarde?

—En absoluto —lo tranquilizó ella—. Llegó, hum, muy a tiempo. Estaba intentando controlar el pánico, preguntándome qué hacer a continuación.

Él tenía la cara vuelta, de modo que Illyan no podía verla, y una sonrisa rápidamente reprimida iluminó sus ojos un instante.

—Entonces parece que estoy rescatando a mi flota de usted —murmuró entre dientes—. No es exactamente lo que tenía en mente cuando venía, pero me alegro de rescatar algo. —Alzó la voz—. En cuanto acabes, Illyan, sugiero que nos reunamos en mi camarote para seguir la discusión.