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—Supongo que el otro agente era… el cirujano jefe.

—En efecto.

—Qué encantador.

—Pero no lo fue. —Él se tendió en la hierba, contemplando el cielo turquesa—. Ni siquiera pude ser un asesino honrado. ¿Recuerda cuando dije que quería entrar en política? Creo que estoy curado de esa ambición.

—¿Qué hay de Vorrutyer? ¿Tenía que matarlo también?

—No. En el guión original era el chivo expiatorio. Después del desastre, a él le habría tocado pedir disculpas al emperador por el fracaso, en el pleno sentido japonés antiguo del término, como parte del desplome general del partido de la guerra. A fin de cuentas era el consejero espiritual del príncipe, así que no le envidié su futuro. Mientras me ponía la zancadilla, yo podía ver que el suelo se derrumbaba bajo sus pies. Eso lo sacaba de quicio. Siempre conseguía que perdiera los nervios. Cuando éramos jóvenes, eso era un gran deporte para él. No podía comprender por qué había perdido la habilidad. —Sus ojos permanecieron enfocados en algún lugar del cielo azul, sin mirar a los de ella.

—En cualquier caso, su muerte salvó muchas vidas. Habría intentado continuar la lucha, para salvar su pellejo político. Eso fue lo que me convenció al final. Pensé que si estaba en el lugar adecuado en el momento oportuno, podría dirigir mejor la retirada que ningún otro miembro del Alto Mando.

—Así que todos nosotros no somos más que herramientas de Ezar Vorbarra —dijo Cordelia lentamente, asqueada—. Mi convoy y yo, usted, los escobarianos… incluso el viejo Vorrutyer. Y luego hablan de fervor patriótico y de ira justa. Todo una charada.

—Así es.

—Me deja helada. ¿Tan malo era el príncipe?

—De eso no había duda. No abundaré en los detalles de los informes de Negri… Pero el emperador dijo que si no se hacía ahora, todos intentaríamos hacerlo nosotros mismos, dentro de cinco o diez años, y probablemente meteríamos la pata y haríamos que mataran a nuestros amigos, todo en medio de una guerra civil a escala planetaria. Él ha vivido ya dos. Ésa es la pesadilla que le acecha. Un Calígula, o un Yuri Vorbarra, puede gobernar durante mucho tiempo, mientras los hombres buenos vacilan en hacer lo que es necesario para detenerlo, y los malvados se aprovechan.

»El emperador no escatima nada. Lee los informes una y otra vez… se los sabía casi al pie de la letra. Esto no era algo que tomarse a la ligera, ni desenfadadamente. No quería que muriera rodeado de vergüenza, ¿sabe? Fue el último regalo que pudo hacerle.

Ella permaneció sentada, abrazada a sus rodillas, memorizando su perfil, mientras las suaves brisas de la tarde se arremolinaban en el bosque y agitaban la hierba dorada.

Vorkosigan volvió la cara hacia ella.

—¿Me equivoqué, Cordelia, al entregarme a esto? Si no hubiera ido, el emperador habría utilizado a otro. Siempre he intentado recorrer el camino del honor. ¿Pero qué se hace cuando todas las opciones son malas? Acción vergonzante, inacción vergonzante, todos los caminos conducen a un bosque de muerte.

—¿Me está pidiendo que lo juzgue?

—Alguien debe hacerlo.

—Lo siento. Puedo amarlo. Puedo sentir pena por usted, o con usted. Puedo compartir su dolor. Pero no puedo juzgarlo.

—Ah. —Él se tumbó boca abajo y contempló el campamento—. Hablo demasiado con usted. Si mi cerebro me librara alguna vez de la realidad, creo que sería un loco de los que charlan sin parar.

—No habla así con nadie más, ¿verdad? —preguntó ella, alarmada.

—¡Santo Dios, no! Usted es… usted es… no sé lo que es. Pero lo necesito. ¿Se casará conmigo?

Ella suspiró y apoyó la cabeza en sus rodillas, retorciendo un tallo de hierba entre los dedos.

—Te quiero. Supongo que lo sabes. Pero no puedo aceptar a Barrayar. Barrayar devora a sus hijos.

—No todos son esos malditos políticos. Algunas personas viven sus vidas prácticamente ignorándolos.

—Sí, pero tú no eres una de esas personas.

Él se sentó.

—No sé si podría conseguir un visado para la Colonia Beta.

—Me temo que este año no. Ni el siguiente. Todos los barrayareses son considerados criminales de guerra en este momento. Políticamente hablando, no hemos tenido tanto revuelo en años. Todos están un poco embriagados ahora mismo. Y luego está lo de Komarr.

—Ya veo. Tendría problemas para conseguir trabajo como instructor de judo, entonces. Y difícilmente podría escribir mis memorias, considerando cómo están las cosas.

—Ahora mismo creo que tendrías problemas para evitar que te lincharan. —Ella le miró a la cara. Un error: se le encogió el corazón—. Tengo… tengo que ir a casa, durante algún tiempo. Ver a mi familia, y pensar en paz y con tranquilidad. Tal vez podamos llegar a alguna solución alternativa. Podemos escribirnos, de todas formas.

—Sí, supongo que sí.

Él se incorporó y la ayudó a levantarse.

—¿Dónde estarás, después de esto? Has recuperado tu rango.

—Bueno, voy a terminar de hacer todo este trabajo sucio. —Indicó el campamento de prisioneros con un gesto de la mano, y por implicación toda la aventura de Escobar—. Luego, creo que también me iré a casa. Y me emborracharé. Ya no puedo seguir sirviéndolo. Me ha usado hasta el fondo con esta historia. La muerte de su hijo, y de los cinco mil hombres que lo escoltaron hasta el infierno, ya siempre se interpondrá entre nosotros. Vorhalas, Gottyan…

—No te olvides de los escobarianos. Y de unos pocos betanos también.

—Los recordaré.

Caminaron juntos sendero abajo.

—¿Hay algo que necesites en el campamento? He intentado encargarme de que se proporcionara de todo, dentro de nuestro límite de suministros, pero puede que se me haya pasado algo por alto.

—El campamento parece estar bien ahora. No necesito nada especial. Lo único que nos hace falta de verdad es irnos a casa. No, ahora que lo pienso, quiero un favor.

—Pídelo —dijo él ansiosamente.

—La tumba del teniente Rosemont. No tiene lápida. Puede que yo nunca regrese allí. Mientras aún sea posible encontrar los restos de nuestro campamento, ¿podrías hacer que tu gente marcara la tumba? Tengo todos sus números y fechas. Manejé sus impresos de personal con bastante frecuencia, y me los sé de memoria.

—Me encargaré personalmente.

—Espera. —Él hizo una pausa y ella extendió una mano. Sus gruesos dedos abarcaron los de ella; su piel era cálida y seca, y la quemó—. Antes de ir a recoger al pobre teniente Illyan…

La tomó en sus brazos y se besaron, por primera vez, durante largo rato.

—Oh —murmuró ella después—. Tal vez eso haya sido un error. Duele mucho cuando te paras.

—Bueno, déjame…

Su mano le acarició amablemente el pelo, y luego desesperadamente se enredó en un mechón. Se besaron de nuevo.

—Esto… ¿señor? —El teniente Illyan, que subía por el sendero, se aclaró ruidosamente la garganta—. ¿Ha olvidado la conferencia de Estado Mayor?

Vorkosigan se separó de ella con un suspiro.

—No, teniente. No la he olvidado.

—¿Puedo felicitarlo, señor? —sonrió.

—No, teniente.

Illyan dejó de sonreír.

—Yo… no comprendo, señor.

—No importa, teniente.

Continuaron caminando, Cordelia con las manos en los bolsillos, Vorkosigan con las suyas cruzadas a la espalda.

La mayoría de las mujeres de Escobar ya se habían marchado en lanzadera hacia la nave que llegó para transportarlas a casa, a última hora de la tarde anterior, cuando un delgado guardia barrayarés apareció en la puerta del refugio preguntando por la capitana Naismith.