—Con los saludos del almirante, señora. Desea saber si le importaría comprobar los datos de la tumba que ha mandado hacer para su oficial. Está en su despacho.
—Sí, por supuesto.
—Cordelia, por el amor de Dios —susurró la teniente Alfredi—, no vayas sola.
—No pasa nada —respondió ella, impaciente—. Vorkosigan no es un problema.
—¿No? ¿Y qué quería ayer?
—Ya te lo he dicho, hablar de la tumba.
—Eso no requiere dos horas enteras. ¿Te das cuenta del tiempo que estuviste fuera? Vi cómo te miraba. Y tú… tú volviste con cara de muerta.
Cordelia ignoró sus preocupadas protestas, irritada, y siguió al amabilísimo guardia hasta las cavernas depósito. Las oficinas administrativas de las fuerzas de Barrayar en el planeta se encontraban en una de las cámaras laterales. Tenían un cuidadoso aire de trabajo que sugería la cercana presencia de oficiales del Alto Mando, y de hecho, cuando entraron en el despacho de Vorkosigan, con su nombre y rango brillando sobre la mugre que había pertenecido a su predecesor, lo encontraron dentro.
Illyan, un capitán y un comodoro se agrupaban con él en torno a un terminal de ordenador, evidentemente enfrascados en alguna especie de reunión informativa. Él se interrumpió para saludarla con un cuidadoso gesto de cabeza, al que ella respondió de igual manera.
Me pregunto si mis ojos parecen tan ansiosos como los suyos, pensó Cordelia. El minueto de modales que ensayamos para ocultar nuestra intimidad a la muchedumbre no servirá para nada si no ocultamos mejor nuestras miradas.
—Está en la mesa del secretario, Cor… capitana Naismith. —Él la dirigió con un gesto de la mano—. Examínelo. —Devolvió su atención a sus oficiales.
Era una sencilla tableta de acero, un artículo militar barrayarés estándar, y la ortografía, los números y las fechas estaban en orden. Ella la acarició un instante. Desde luego, parecía duradera. Vorkosigan terminó su reunión y se le acercó.
—¿Está bien?
—Bien. —Ella le dirigió una sonrisa—. ¿Pudiste encontrar la tumba?
—Sí, tu campamento es todavía visible desde el aire a baja altura, aunque otra estación de lluvias lo destruirá y…
La voz del oficial de guardia llegó desde la puerta, donde había una conmoción.
—Eso es lo que usted dice. Por lo que sé, podrían ser bombas. No puede entrar ahí.
Otra voz respondió:
—Tiene que firmarlo personalmente. Ésas son mis órdenes. Actúan ustedes como si hubieran ganado la maldita guerra.
El segundo hablante, un hombre con el uniforme rojo oscuro de los técnicos médicos de Escobar, retrocedió en la puerta, seguido de una plataforma flotante de control que parecía una especie de extraño globo. Estaba cargada con grandes recipientes, cada uno de medio metro de altura, repletos de paneles de control y aperturas de acceso. Cordelia los reconoció de inmediato y se envaró, sintiéndose asqueada. Vorkosigan parecía inexpresivo.
El técnico se quedó mirando.
—Tengo una factura que requiere la firma personal del almirante Vorkosigan. ¿Está aquí?
Vorkosigan dio un paso al frente.
—Yo soy Vorkosigan. ¿Qué es esto, un…?
—Tecnomed —susurró Cordelia.
—¿Tecnomed? —Vorkosigan terminó la frase, aunque la exasperada mirada que le dirigió sugería que aquélla no era la pista que quería.
El tecnomed sonrió agriamente.
—Los devolvemos al remitente.
Vorkosigan caminó alrededor de la plataforma.
—Sí, ¿pero qué son?
—Todos sus bastardos —dijo el tecnomed.
Cordelia, al captar la auténtica perplejidad en la voz de Vorkosigan, añadió:
—Son replicadores uterinos, hum, almirante. Contenidos en sí mismos, con energía independiente… aunque necesitan ser observados…
—Todas las semanas —coincidió el tecnomed, viciosamente cordial. Mostró un disco de datos—. Les enviaron instrucciones con ellos.
Vorkosigan parecía anonadado.
—¿Y qué demonios voy a hacer con ellos?
—Creí que iba a hacer que nuestras mujeres respondieran a esa pregunta —replicó el tecnomed, tenso y sarcástico—. Personalmente, sugeriría que los colgaran del cuello de sus padres. Los complementos genéticos paternos están marcados en cada uno, así que no debería tener problemas para identificar a quién pertenecen. Firme aquí.
Vorkosigan tomó el clasificador de la factura, y lo leyó dos veces. Caminó de nuevo despacio alrededor de la plataforma flotante, contando, con aspecto profundamente preocupado. Llegó junto a Cordelia tras completar el circuito y murmuró:
—No sabía que se pueden hacer esas cosas.
—En casa las usan constantemente, para emergencias médicas.
—Deben de ser extraordinariamente complejas.
—Y caras también. Me sorprende… Tal vez no querían discutir si llevárselos o no a casa con algunas de las madres. Un par de ellas tenían sus dudas respecto a abortar. Esto os carga la culpa a vosotros. —Sus palabras parecían entrar en él como balas, y ella deseó haberlo expresado de otra manera.
—¿Están vivos ahí dentro?
—Claro. ¿Ves todas las luces verdes? Placentas y demás. Flotan en el líquido amniótico, como en casa.
—¿Se mueven?
—Supongo que sí.
Él se frotó la cara, contemplando aturdido los contenedores.
—Diecisiete. Dios, Cordelia, ¿qué hago con ellos? El cirujano, claro, pero… —Se volvió hacia el fascinado secretario—. Trae al cirujano jefe, rápido. —Se giró hacia Cordelia, bajando la voz—. ¿Cuánto tiempo funcionarán estas cosas?
—Los nueve meses enteros, si hace falta.
—¿Puede devolverme la factura, almirante? —dijo el tecnomed en voz alta—. Tengo otros deberes que cumplir. —Miró con curiosidad a Cordelia, enfundada en su pijama naranja.
Ausente, Vorkosigan garabateó su nombre al pie de la factura con un lápiz óptico, la marcó con el pulgar y se la entregó, todavía ligeramente hipnotizado por la plataforma llena de contenedores. Cordelia, morbosamente curiosa, caminó alrededor de ellos también, inspeccionando los indicadores.
—El más joven parece tener unas ocho semanas. El mayor tiene más de cuatro meses. Debe de haber sido justo después de que empezara la guerra.
—¿Pero qué hago con ellos? —murmuró él de nuevo. Cordelia nunca lo había visto tan perdido.
—¿Qué se suele hacer con los bastardos de los soldados? Sin duda que la situación se habrá planteado antes, aunque tal vez no a esta escala.
—Normalmente abortamos a los bastardos. En este caso, parece que ya se ha hecho, en cierto modo. Tantos problemas… ¿Esperan que los mantengamos con vida? ¿Fetos flotantes, bebés en lata…?
—No sé. —Cordelia suspiró, pensativa—. Qué grupito tan triste de seres humanos rechazados son. Excepto que… si no hubiera sido por la gracia de Dios y el sargento Bothari, uno de esos niños en lata podría haber sido mío y de Vorrutyer. O mío y de Bothari, en todo caso.
A él pareció enfermarlo la idea. Redujo la voz a un susurro y empezó de nuevo:
—¿Pero qué hago… qué quieres que haga con ellos?
—¿Me estás pidiendo que dé las órdenes?
—Yo nunca… Cordelia, por favor… qué modo honorable…
Debe de ser toda una conmoción descubrir de repente que estás embarazado, diecisiete veces, y a tu edad, pensó ella. Reprimió el humor negro (él estaba claramente desorientado), y se apiadó de su confusión.
—Cuida de ellos, supongo. No tengo ni idea de qué implicará eso, pero… bueno, has firmado por ellos.
Él suspiró.
—Cierto. Di mi palabra, en cierto modo. —Trató de analizar el problema en términos familiares y encontró el equilibrio—. Mi palabra como Vorkosigan, de hecho. Cierto. Bien. Objetivo definido, plan de ataque propuesto… ahora podemos actuar.