Mehta ajustó otro dial, frunció de nuevo el ceño, lo volvió.
—Almirante Vorkosigan.
Ah, amor, seamos sinceros el uno con el otro… Cordelia se concentró en el uniforme azul de Mehta. Obtendría un géiser si excavaba allí. Probablemente ya lo sabe, está tomando otra nota…
Mehta miró su cronómetro, y se inclinó hacia delante con gran atención.
—Hablemos del almirante Vorkosigan.
Mejor no, pensó Cordelia. Dijo:
—¿Qué pasa con él?
—Trabaja mucho en su sección de Inteligencia, ¿lo sabe?
—No lo creo. Su especialidad principal parece ser la de táctico de Estado Mayor… cuando no está en patrulla de servicio.
—El Carnicero de Komarr.
—Eso es una maldita mentira —dijo Cordelia automáticamente, y deseó de inmediato no haber hablado.
—¿Quién le ha dicho eso? —preguntó Mehta.
—Él.
—Él. Ah.
Ya te daré yo a ti por ese «Ah». No. Cooperación. Calma. Me siento tranquila… Desearía que esta mujer dejara de fumar o apagara esa cosa. Me pican los ojos.
—¿Qué prueba le ofreció?
Ninguna, advirtió Cordelia.
—Su palabra, supongo. Su honor.
—Bastante intangible. —Tomó nota otra vez—. ¿Y le creyó usted?
—Sí.
—¿Por qué?
—Parecía… coherente con lo que vi de su carácter.
—Fue usted prisionera suya durante seis días en aquella misión de Exploración, ¿verdad?
—Eso es.
Mehta dio un golpecito con su lápiz óptico y dijo «mm», de modo ausente, mirando a través de ella.
—Parece bastante convencida de la sinceridad de ese Vorkosigan. ¿No cree que le haya mentido nunca, entonces?
—Bueno… sí, pero después de todo, yo era una oficial enemiga.
—Sin embargo, parece aceptar sus palabras sin cuestionar nada.
Cordelia trató de explicarse.
—La palabra de un hombre es en Barrayar algo más que una vaga promesa, al menos para los tipos a la antigua usanza. Cielos, es incluso la base de su gobierno, juramentos de fidelidad y todo eso.
Mehta silbó sin sonido.
—¿Aprueba usted su forma de gobierno ahora?
Cordelia se agitó, incómoda.
—No exactamente. Estoy empezando a comprenderla un poco, eso es todo. Podría funcionar, supongo.
—Así que ese asunto de la palabra de honor… ¿cree que él nunca la rompe?
—Bueno…
—La rompe, entonces.
—Lo he visto hacerlo. Pero el coste fue enorme.
—La rompe por un precio, entonces.
—Por un precio no. A un coste.
—No soy capaz de ver la diferencia.
—Un precio es por algo que obtienes. Un coste es algo que pierdes. Él perdió… mucho, en Escobar.
La conversación derivaba hacia terreno peligroso. Tengo que cambiar de tema, pensó Cordelia, adormilada. O echar una siestecita… Mehta volvió a mirar la hora, y estudió intensamente el rostro de Cordelia.
—Escobar —dijo Mehta.
—Aral perdió su honor en Escobar, ¿sabe? Dijo que iba a irse a casa y a emborracharse después. Escobar le rompió el corazón, creo.
—Aral… ¿lo llama usted por ese nombre?
—Él me llama «querida capitana». Siempre me pareció gracioso. Muy revelador, en cierto modo. Me considera una mujer soldado. Vorrutyer tenía razón otra vez: creo que soy la solución a una dificultad que tiene. Me alegro…
La habitación empezaba a caldearse. Cordelia bostezó. Los anillos de humo se enroscaban como tentáculos a su alrededor.
—Soldado.
—Él quiere a sus soldados, ¿sabe? De verdad. Está lleno de ese peculiar patriotismo barrayarés. Todo el honor para el emperador. El emperador apenas parece merecedor de ello…
—Emperador.
—Pobre cretino. Atormentado como Bothari. Tal vez igual de loco.
—¿Bothari? ¿Quién es Bothari?
—Habla con demonios. Los demonios le responden. Le gustaría Bothari. A Aral le gusta. Y a mí. Es un buen tipo para tenerlo al lado en el próximo viaje al infierno. Habla su idioma.
Mehta frunció el ceño, volvió a tocar los diales, y dio un golpecito a su pantalla de lectura con una larga uña. Retrocedió.
—Emperador.
Cordelia apenas podía mantener los ojos abiertos. Mehta encendió otro cigarrillo y lo colocó junto a la colilla del primero.
—El príncipe… —dijo Cordelia. No podía hablar del príncipe…
—El príncipe —repitió Mehta.
—No puedo hablar del príncipe. Esa montaña de cadáveres… —Cordelia entornó los ojos ante el humo. El humo… el extraño y acre humo de los cigarrillos, encendidos y nunca llevados a la boca…
—Me está usted… drogando… —Su voz se apagó en un extraño aullido, y se tambaleó hasta ponerse en pie. El aire era como pegamento. Mehta se inclinó hacia delante, los labios entreabiertos en un gesto de concentración. Luego saltó de la silla y retrocedió sorprendida mientras la otra mujer se abalanzaba hacia ella.
Cordelia barrió la grabadora de la mesa y le cayó encima cuando chocó con el suelo, golpeándola con la mano derecha, la mano buena.
—¡No hablaré! ¡No más muertes! ¡No puede obligarme! A la mierda… no podrá conseguirlo, lo siento, perro guardián, recuerda cada palabra, lo siento, lo fusiló, por favor, hábleme, por favor, déjeme salir, por favor déjeme salir, porfavordejemesalir…
Mehta intentaba levantarla del suelo, hablando tranquilizadoramente. Cordelia captó retazos mezclados con su propia cháchara.
—… no puede hacer eso… reacción idiosincrática… muy habitual. Por favor, capitana Naismith, tiéndase…
Algo destelló en la mano de Mehta. Una ampolla.
—¡No! —gritó Cordelia, tendiéndose de espaldas y pataleando. La alcanzó. La ampolla salió volando hasta perderse bajo una mesa—. Nada de drogas, nada de drogas, no no no…
Mehta estaba verdosa.
—¡Muy bien! ¡Muy bien! Pero tiéndase… eso es, así…
Salió corriendo para poner el aire acondicionado a máxima potencia, y apagó el segundo cigarrillo. El ambiente se despejó rápidamente.
Cordelia se tumbó en el sofá, recuperando el aliento y temblando. Tan cerca, había estado tan cerca de traicionarlo… y ésta era sólo la primera sesión. Gradualmente empezó a sentirse más refrescada y más despejada.
Se sentó, la cara enterrada en las manos.
—Ha sido un truco sucio —dijo con voz átona.
Mehta sonrió, una sonrisa de plástico que enmascaraba su excitación.
—Bueno, sí, un poco. Pero ha sido una sesión enormemente productiva. Mucho más de lo que esperaba.
Apuesto a que sí, pensó Cordelia. Disfrutaste de mi actuación, ¿verdad? Mehta estaba arrodillada en el suelo, recogiendo piezas de la grabadora.
—Lamento lo de su máquina. No sé qué me ha pasado. ¿He… he destruido los resultados?
—Sí, debería haberse quedado dormida. Extraño. Y no. —Triunfal, sacó un cartucho de datos del destrozo y lo colocó con cuidado sobre la mesa—. No tendrá que pasar otra vez por esto. Todo está aquí. Muy bien.
—¿Y qué ha encontrado? —preguntó Cordelia secamente, controlando su tensión.
Mehta la observó con fascinación profesional.
—Es usted sin duda el caso más fascinante que he tratado jamás. Pero esto debería despejar su mente de cualquier duda sobre si los barrayareses han, ah, reorganizado violentamente su pensamiento. Sus indicadores prácticamente se han salido de la escala. —Asintió con conocimiento.