Te veré en el infierno primero… no. Debo permanecer tranquila, seguir hablando, tal vez pueda salir de ésta.
—¿Aunque vaya en contra de mis consideraciones privadas?
—Se trata de un serio asunto de seguridad. Me temo que no admite consideraciones privadas.
—¡Oh, venga ya! Incluso el capitán Negri ha admitido consideraciones privadas, según dicen.
Había dicho algo equivocado. La temperatura de la habitación bajó de golpe.
—¿Cómo conoce al capitán Negri? —dijo Tailor, con voz helada.
—Todo el mundo ha oído hablar del capitán Negri. —Ellos la estaban mirando—. ¡Oh, ve-venga ya! Si yo fuera una agente de Negri, ustedes nunca lo sabrían. ¡No es tan inepto!
—Al contrario —dijo Mehta con tono entrecortado—, creemos que es tan bueno que usted nunca lo sabría.
—¡Chorradas! —dijo Cordelia, disgustada—. ¿Cómo ha llegado a esa conclusión?
Mehta contestó literalmente.
—Mi hipótesis es que está usted siendo controlada, inconscientemente, tal vez, por ese siniestro y enigmático almirante Vorkosigan. Que su programación comenzó durante su primer cautiverio y fue completada, probablemente, durante la última guerra. Estaba usted destinada a ser la cabecilla de una nueva red de inteligencia barrayaresa aquí, para sustituir a la que fue desmantelada. Un topo, tal vez, puesto en su sitio y que permanecerá desactivado durante años, hasta que se presente una situación crítica…
—¿Siniestro? —interrumpió Cordelia—, ¿Enigmático? Aral. Me dan ganas de reír.
Me dan ganas de llorar…
—Obviamente es su control —dijo Mehta, complaciente—. Al parecer ha sido programada para obedecerle sin discusión.
—No soy un ordenador. —Tump, tump, hizo su pie—. Y Aral es la única persona que nunca me ha constreñido. Una cuestión de honor, creo.
—¿Ve? —dijo Mehta. A Tailor, no a Cordelia—. Todas las pruebas señalan en una dirección.
—¡Sólo si se po-pone boca abajo! —chilló Cordelia, nerviosa. Miró a Tailor—. No tengo que aceptar esa orden. Puedo dimitir de mi puesto.
—No necesitamos su permiso —dijo Mehta fríamente—. Ni siquiera como civil. Si un pariente accede.
—¡Mi madre nunca permitiría que me hicieran eso!
—Ya lo hemos discutido con ella, en profundidad. Está muy preocupada por usted.
—Ya ve-veo. —Cordelia se aplacó bruscamente, mirando hacia la cocina—. Me preguntaba por qué ese café estaba tardando tanto. Conciencia culpable, ¿eh? —Tarareó una musiquilla entre dientes, luego se detuvo—. Han hecho ustedes su tarea. Han cubierto todas las salidas.
Tailor consiguió ofrecer una sonrisa tranquilizadora.
—No tiene nada que temer, Cordelia. Tendrá a los mejores profesionales trabajando para… con…
En, pensó Cordelia.
—… usted. Y cuando acabe, podrá regresar a su antigua vida como si nada de esto hubiera sucedido jamás.
Borrarme, ¿no? Borrarlo a él… Analizarme hasta la muerte, como a mi pobre y tímida carta de amor. Le sonrió con tristeza.
—Lo siento, Bill. Tengo la horrible visión de ser pe-pelada como una cebolla, en busca de las semillas.
Él sonrió.
—Las cebollas no tienen semillas, Cordelia.
—Por eso lo digo —respondió ella con sequedad.
—Y sinceramente —continuó él—, si tiene usted razón y, uh, nosotros estamos equivocados, la manera más rápida de demostrarlo es acompañándonos. —Sonrió con la sonrisa de la razón.
—Sí, cierto…
A excepción de aquel pequeño asunto de una guerra civil en Barrayar… ese pequeño obstáculo, esa piedra, la piedra envuelve al papel…
—Lo siento, Cordelia.
Lo sentía de verdad.
—No importa.
—El plan de los barrayareses es notable —expuso Mehta, reflexiva—. Ocultar una red de espionaje bajo la tapadera de una historia de amor. Puede que incluso me la hubiera tragado, si los participantes hubieran sido más creíbles.
—Sí —reconoció Cordelia cordialmente, rebulléndose por dentro—. No es de esperar que una mujer de treinta y cuatro años se enamore como una adolescente. Es un… regalo bastante inesperado a mi edad. Y aún más inesperado a los cuarenta y cuatro, supongo.
—Exactamente —dijo Mehta, satisfecha con la rápida capacidad de comprensión de Cordelia—. Un oficial de carrera maduro no es precisamente materia de romances.
Tailor, tras ellas, abrió la boca como para decir algo, pero luego la volvió a cerrar. Se miró las manos, meditabundo.
—¿Cree que puede curarme de eso? —preguntó Cordelia.
—Oh, sí.
—Ah.
Sargento Bothari, ¿dónde estás ahora? Demasiado tarde.
—No me deja ninguna opción. Curioso.
Retrásalo, susurró su mente. Busca una oportunidad. Si no puedes encontrarla, créala. Finge que esto es Barrayar, donde todo es posible.
—¿Hay algún problema si me do-doy una ducha… me cambio de ropa, hago las maletas? Supongo que será un asunto que irá para largo.
—Por supuesto. —Tailor y Mehta intercambiaron una mirada de alivio. Cordelia sonrió agradablemente.
La doctora Mehta, sin el tecnomed, la acompañó a su dormitorio. La oportunidad, pensó Cordelia, mareada.
—Ah, bien —dijo, cerrando la puerta tras la doctora—. Podremos charlar mientras hago las maletas.
Sargento Bothari… hay un momento para las palabras, y hay un momento en que incluso las mejores palabras fracasan. Usted era un hombre de muy pocas palabras, pero no fracasaba. Ojalá lo hubiera entendido mejor. Demasiado tarde…
Mehta se sentó en la cama, observando a su espécimen, tal vez, mientras se rebullía bajo su pinza. Su triunfo de deducción lógica. ¿Tiene planeado escribir un estudio sobre mí, Mehta?, se preguntó Cordelia agriamente. El papel envuelve la piedra…
Revoloteó por la habitación, abriendo cajones, cerrando armarios. Allí había un cinturón, dos cinturones, uno de ellos de cadena. Allí estaban sus tarjetas de identidad, las tarjetas bancarias, el dinero. Fingió no verlo. Mientras se movía, hablaba. Su cerebro ardía. La piedra aplasta las tijeras…
—Sabe, me recuerda usted un poco al difunto almirante Vorrutyer. Los dos quieren abrirme, ver qué me hace patalear. Pero Vorrutyer era más bien un crío. No tenía ninguna intención de recoger los destrozos después.
»Usted, por otro lado, me abrirá y ni siquiera se divertirá. Naturalmente, pretende unir las piezas después, pero desde su punto de vista eso apenas importa. Aral tenía razón respecto a la gente de las habitaciones de seda verde…
Mehta parecía sorprendida.
—Ha dejado de tartamudear —advirtió.
—Sí… —Cordelia se detuvo ante el acuario, considerándolo con curiosidad—. Es verdad. Qué extraño.
La piedra aplasta las tijeras…
Quitó la tapa. La vieja náusea familiar de aturdimiento y miedo le hizo un nudo en el estómago. Caminó hasta colocarse casualmente tras Mehta, el cinturón de cadena y una camisa en las manos. Debo elegir ahora. Debo elegir ahora. ¡Debo elegir… ahora!
Dio un salto, envolvió el cinturón en torno al cuello de la doctora, levantándole los brazos tras la espalda, y asegurándolos dolorosamente con el otro extremo del cinturón. Mehta emitió un chillido estrangulado.
Cordelia la sujetó por detrás y le susurró al oído:
—Dentro de un momento le permitiré recuperar el aire. Cuánto tiempo, depende de usted. Está a punto de recibir un cursillo acelerado de las auténticas técnicas de interrogación de Barrayar. No las aprobaba, pero últimamente he llegado a comprender que tienen su utilidad… cuando tienes prisa, por ejemplo.
No puedo dejar que se dé cuenta de que estoy fingiendo. Estoy fingiendo.
—¿Cuántos hombres ha colocado Tailor alrededor de este edificio, y cuáles son sus posiciones?