Ella dedujo que el anciano conde no contaba con la confianza del emperador en este asunto, y pensó que no era el fracaso de Aral lo que amargaba su espíritu, sino su éxito. En voz alta, dijo:
—La lealtad para con su emperador era un tema de honor muy importante para él, lo sé.
Casi su último bastión, y su emperador escogió arrasarlo hasta los cimientos al servicio de su gran necesidad…
—¿Por qué no sube? —sugirió el anciano—. Aunque hoy no tiene un buen día… será mejor que se lo advierta.
—Gracias. Comprendo.
Él se la quedó mirando cuando salió del recinto amurallado y empezó a ascender por el serpenteante camino. Estaba protegido por árboles, la mayoría importados de la Tierra, y alguna otra vegetación que tenía que ser local. El seto de arbustos con flores (ella supuso que eran flores, Dubauer lo habría sabido) que parecían plumas rosa de avestruz era particularmente llamativo.
El pabellón era una estructura de madera ajada y aspecto vagamente oriental, que dominaba el chispeante lago. Estaba recubierto de enredaderas que parecían reclamarlo al suelo de roca, abierto por cuatro lados y amueblado con un par de sillas de mano, un gran sillón y un taburete, todo de aspecto muy viejo, y una mesita con dos escanciadores, algunos vasos y una botella de espeso líquido blanco.
Vorkosigan estaba tumbado en el sillón, los ojos cerrados, los pies descalzos sobre el taburete, un par de sandalias caídas al lado. Cordelia se detuvo para estudiarlo con una especie de delicada diversión. Llevaba unos pantalones negros de uniforme, muy viejos, y una camisa civil, de estampado floreado chillón e inesperado. Obviamente no se había afeitado esa mañana. Ella advirtió que los dedos de sus pies tenían una pelusa de pelo negro, como el dorso de sus manos. Decidió que le gustaban sus pies; de hecho, podía aficionarse fácilmente a cualquier parte de él. Su aspecto, generalmente imponente, era menos divertido. Parecía cansado, y más que cansado. Enfermo.
Él entreabrió los ojos y extendió la mano hacia un escanciador de cristal lleno de un líquido ambarino, pero luego pareció cambiar de opinión y tomó la botella blanca. Al lado había una tacita para medir, pero la ignoró, y prefirió engullir un buen trago del líquido blanco directamente a morro. Contempló un instante la botella, y luego la cambió por el escanciador de cristal y dio un trago. Se volvió a acomodar en el sillón, un poco más recto que antes.
—¿Desayuno líquido? —preguntó Cordelia—. ¿Es tan sabroso como las gachas y la salsa de queso azul?
Él abrió los ojos de golpe.
—Tú —dijo roncamente después de un momento—. No eres una alucinación.
Empezó a levantarse, y luego pareció pensárselo mejor y se hundió en el pesimismo.
—No quería que vieras…
Ella subió los escalones hasta la sombra, acercó una silla y se sentó. Rayos, pensó, lo he avergonzado al pillarlo desprevenido de esta forma. ¿Cómo tranquilizarlo? Lo prefiero tranquilo, siempre…
—Intenté llamar con antelación, cuando aterricé ayer, pero te echaba de menos. Si lo que esperas son alucinaciones, eso que bebes debe de ser bien fuerte. Sírveme una copa, por favor.
—Creo que preferirías lo otro. —Le sirvió del segundo escanciador, con aspecto aturdido. Curiosa, ella dio un sorbito.
—¡Puaf! No es vino.
—Coñac.
—¿A esta hora?
—Si empiezo después del desayuno —explicó él—, normalmente puedo conseguir estar totalmente inconsciente a la hora del almuerzo.
Ella advirtió que ya faltaba muy poco para esa hora. Su forma de hablar la había confundido al principio, pues parecía perfectamente clara, aunque algo más lenta y vacilante que de costumbre.
—Debe de haber anestésicos generales menos nocivos. —El licor pajizo que le había servido era excelente, algo seco para su gusto—. ¿Haces esto todos los días?
—Dios, no. —Él se estremeció—. Dos o tres veces a la semana como mucho. Un día bebiendo, el día siguiente enfermando… una resaca es casi tan buena como emborracharte para apartar tu mente de otras cosas… y el día siguiente haciendo encarguitos para mi madre. Ha bajado mucho el ritmo en los últimos años.
Él conseguía concentrarse gradualmente, a medida que su terror inicial a resultarle repulsivo iba menguando. Se enderezó y se frotó la cara con la mano en un gesto familiar, como para disolver el abotargamiento, y trató de iniciar una conversación más ligera.
—¡Qué bonito vestido! Una gran mejora sobre esos monos naranja.
—Gracias —dijo ella, siguiéndole inmediatamente la corriente—. Lamento no poder decir lo mismo de tu camisa… ¿representa por casualidad tu nuevo gusto?
—No, fue un regalo.
—Menos mal.
—Una especie de broma. Algunos de mis oficiales se reunieron y la compraron con motivo de mi primer ascenso a almirante, antes de Komarr. Siempre pienso en ellos, cuando me la pongo.
—Bueno, eso está bien. En ese caso supongo que podré acostumbrarme.
—Tres de los cuatro están ahora muertos. Dos cayeron en Escobar.
—Ya veo.
Se acabó la charla animada. Ella agitó el licor en el fondo de su copa.
—Tienes un aspecto espantoso, ¿sabes? Hinchado.
—Sí, dejé de hacer ejercicio. Bothari está bastante ofendido.
—Me alegro de que Bothari no tuviera muchos problemas con lo de Vorrutyer.
—Fue peliagudo, pero conseguí librarlo. El testimonio de Illyan ayudó.
—Sin embargo, lo dieron de baja en el Ejército.
—Honorablemente. Por motivos de salud.
—¿Hiciste que tu padre lo contratara?
—Sí. Me pareció lo más adecuado. Nunca será normal, tal como nosotros consideramos la normalidad, pero al menos tiene un uniforme, un arma y una serie de reglas que seguir. Parece que eso le proporciona un asidero. —Pasó lentamente un dedo por el borde de la copa de coñac—. Fue el conejillo de indias de Vorrutyer durante cuatro años, ¿sabes? No estaba demasiado bien cuando lo asignaron a la General Vorkraft. A punto de desarrollar doble personalidad… separando memorias, todas esas cosas. Da miedo. Ser soldado parece el único papel humano que es capaz de desempeñar, le permite una especie de autorespeto. —Le sonrió—. Tú, por otro lado, tienes un aspecto magnífico. ¿Puedes, ah… quedarte una temporada?
Había una expresión ansiosa en su rostro, deseo nervioso reprimido por la incertidumbre. Hemos vacilado demasiado tiempo, pensó ella, se ha convertido en una costumbre. Entonces se dio cuenta de que él temía que sólo estuviera de visita. Es un viaje demasiado largo para venir a charlar, mi amor. Sí que estás borracho.
—Cuanto quieras. Descubrí, cuando regresé a casa… que había cambiado. O que había cambiado yo. Nada encajaba ya. Ofendí a casi todo el mundo, y me marché pitando antes de, ejem, causar más problemas. No puedo volver. Dimití de mi cargo (lo envié desde Escobar) y todo lo que poseo está en la parte trasera de ese volador de ahí fuera.
Cordelia saboreó el placer que encendió los ojos de Aral mientras hablaba, cuando finalmente comprendió lo que quería decir. Se sintió satisfecha.
—Me levantaría —dijo él, deslizándose hasta el lado de su sillón—, pero por algún motivo mis piernas van primero y mi lengua después. Preferiría caer a tus pies de manera más controlada. Mejoraré dentro de poco. Mientras tanto, ¿quieres venir a sentarte aquí?
—Con mucho gusto. —Ella cambió de asiento—. ¿Pero no te apretujaré? Soy más bien alta.
—Ni pizca. Aborrezco a las mujeres pequeñitas. Ah, eso está mejor.
—Sí.
Ella se acurrucó a su lado, rodeando su pecho con los brazos, la cabeza apoyada en su hombro, y enganchando también una pierna sobre él, para completar su captura de manera más enfática. El cautivo emitió algo a caballo entre el suspiro y la risa. Ella deseó que pudieran permanecer así sentados eternamente.