Cordelia contempló el cadáver, pensando en la carne asada.
—No importa.
Vorkosigan se echó el animal al hombro y se puso en pie.
—¿Dónde está su alférez?
Cordelia miró alrededor. No se veía a Dubauer por ninguna parte.
—Oh, señor —resopló, y corrió hacia el lugar donde se encontraba cuando Vorkosigan disparó. Dubauer no estaba allí tampoco. Cordelia se acercó al borde del riachuelo.
Dubauer estaba allí de pie, los brazos colgando a sus costados, mirando hacia arriba, como en trance. Flotando suavemente sobre su rostro vuelto había un gran radial transparente.
—¡Dubauer, no! —chilló Cordelia, y corrió hacia él. Vorkosigan la adelantó de un salto y ambos corrieron hacia la orilla.
El radial se posó sobre la cara de Dubauer y empezó a aplanarse, y él alzó las manos con un grito.
Vorkosigan llegó primero. Agarró la cosa semiflácida con su mano desnuda y la apartó de la cara de Dubauer. Una docena de oscuros apéndices parecidos a tentáculos estaban enganchados en la piel del alférez, y se estiraron y chasquearon cuando la criatura fue arrancada de su presa. Vorkosigan la arrojó a la arena y la pisoteó mientras Dubauer caía al suelo y se enroscaba de costado. Cordelia intentó quitarle las manos de la cara. Estaba haciendo ruidos extraños y roncos, y su cuerpo se estremecía. Otro ataque, pensó. Pero luego advirtió con horror que estaba llorando.
Sostuvo su cabeza sobre su regazo para detener los salvajes movimientos. Los lugares donde los tentáculos habían penetrado su piel eran negros en el centro, rodeados por círculos de carne roja que empezaban a hincharse alarmantemente. Había uno particularmente desagradable en la comisura de un ojo. Cordelia le quitó los tentáculos restantes de la piel y descubrió que le quemaban los dedos, como ácido. Al parecer la criatura estaba toda cubierta de un veneno similar, pues Vorkosigan estaba arrodillado, con la mano metida en el arroyo. Cordelia quitó rápidamente los demás tentáculos y llamó al barrayarés.
—¿Tiene algo en su botiquín que nos ayude con esto?
—Sólo el antibiótico.
Le tendió un tubo y ella roció un poco sobre el rostro de Dubauer. En realidad no era un ungüento adecuado para las quemaduras, pero tendría que valer. Vorkosigan contempló a Dubauer un momento y luego sacó reacio una pequeña píldora blanca.
—Esto es un potente analgésico. Sólo tengo cuatro. Deberá durarle hasta la noche.
Cordelia se lo colocó a Dubauer en la lengua. Evidentemente sabía amargo, pues él trató de escupirlo, pero ella lo recuperó y lo obligó a tragárselo. En unos pocos minutos pudo ponerlo en pie y llevarlo al campamento que Vorkosigan había elegido, dominando el canal arenoso.
Vorkosigan, mientras tanto, había recogido leña para el fuego.
—¿Cómo va a encenderlo? —inquirió Cordelia.
—Cuando era un niño pequeño, tuve que aprender a encender fuego por fricción —recordó Vorkosigan—. Campamento de verano de la escuela militar. No era fácil. Llevaba toda la tarde. Ahora que lo pienso, nunca llegué a conseguirlo. Lo encendí diseccionando un comunicador de la mochila.
Rebuscó en su cinturón y sus bolsillos.
—El instructor se puso furioso. Creo que el comunicador era suyo.
—¿No hay prendedores químicos? —preguntó Cordelia, haciendo un gesto con la cabeza hacia su actual inventario del cinturón.
—Se supone que si quieres calor, puedes encender tu arco de plasma. —Él palpó con los dedos la cartuchera vacía—. Tengo otra idea. Un poco drástica, pero creo que será efectiva. Será mejor que vaya con su botánico. Esto va a sonar fuerte.
Sacó un cartucho de energía del inútil arco de plasma de su cinturón.
—Oh-oh —dijo Cordelia, apartándose—. ¿No será un poco exagerado? ¿Y qué va a hacer con el cráter? Será visible desde el aire desde kilómetros de distancia.
—¿Quiere sentarse aquí y frotar dos palitos? Pero supongo que será mejor que haga algo respecto al cráter.
Pensó un instante y luego se acercó al borde del vallecillo. Cordelia se sentó junto a Dubauer, rodeó sus hombros con un brazo y se encogió, esperando la explosión.
Vorkosigan llegó corriendo desde el borde del valle y alcanzó el suelo rodando. Hubo un brillante destello blanquiazul, y una explosión que estremeció el terreno. Una gran columna de humo, polvo y vapor se alzó al aire, y guijarros, tierra y trozos de arena fundida empezaron a caer como lluvia alrededor. Vorkosigan desapareció de nuevo tras el risco y regresó poco después con una antorcha encendida.
Cordelia fue a echar un vistazo a los daños. Vorkosigan había colocado el cartucho cortocircuitado corriente arriba, a unos doscientos metros, en el borde exterior de un recodo donde el arroyo se curvaba corriente arriba. La explosión había dejado un espectacular cráter cristalino de unos quince metros de ancho y cinco de profundidad que todavía humeaba. Pero mientras ella miraba el arroyo erosionó el borde y entró en el hueco, provocando una columna de vapor. Dentro de una hora sería un agujero de aspecto natural.
—No está mal —murmuró, aprobando la acción.
Para cuando el fuego se redujo a un lecho de brasas, tenían trozos de oscura carne roja preparados ya en las espetas.
—¿Cómo le gusta la carne? —preguntó Vorkosigan—. ¿Poco hecha? ¿En su punto?
—Creo que será mejor que esté bien pasadita —sugirió Cordelia—. Todavía no habíamos completado la investigación sobre parásitos.
Vorkosigan miró su carne con gesto dubitativo.
—Ah. Vaya —dijo débilmente.
La cocinaron a conciencia y luego se sentaron junto al fuego y se lanzaron a la humeante carne con feliz salvajismo. Incluso Dubauer consiguió alimentarse solo, con pequeños bocados. La carne era dura y correosa, quemada por fuera y con un saborcillo amargo, pero nadie sugirió un acompañamiento de gachas o salsa de queso azul.
Cordelia se sintió de buen humor. Las ropas de Vorkosigan estaban sucias, húmedas y salpicadas de sangre seca por haber arrastrado la cena, igual que las suyas. Él tenía barba de tres días, su rostro brillaba a la luz de la hoguera con grasa de hexápodo y apestaba a sudor seco.
A excepción de la barba, ella no tenía mejor aspecto y sabía que tampoco olía mejor. Se sintió inquietantemente consciente del cuerpo de él, musculoso, compacto, completamente masculino, agitando sentidos que ella creía haber suprimido. Sería mejor que pensara en otra cosa…
—De hombre del espacio a cavernícola en tres días —meditó en voz alta—. Imaginamos que la civilización está en nosotros mismos, cuando en realidad está en nuestras cosas.
Vorkosigan miró con una sonrisa torcida a Dubauer, tan cuidadosamente atendido.
—Parece que usted lleva la civilización por dentro.
Cordelia se ruborizó, incómoda, y se alegró del camuflaje que le prestaba la hoguera.
—Sólo cumplo con mi deber.
—Algunas personas consideran que su deber es más elástico. O… ¿estaba usted enamorada de él?
—¿De Dubauer? ¡Cielos, no! No soy una cazadora de bebés. Pero era un buen chico. Y me gustaría devolvérselo a su familia.
—¿Tiene usted familia?
—Claro. Mi madre y mi hermano, allá en la Colonia Beta. Mi padre también se dedicaba a la Exploración.
—¿Fue uno de esos de los que nunca volvieron?
—No, murió en un accidente con una lanzadera, a unos diez kilómetros de casa. Había estado en casa de permiso, y regresaba.
—Mis condolencias.
—Oh, eso fue hace muchísimos años.
Se pone un poco personal, ¿no?, pensó ella. Pero era mejor que intentar esquivar un interrogatorio militar. Cordelia esperó fervientemente que el tema, digamos, del último equipamiento betano no saliera a colación.