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En realidad, solicitó el empleo cuando encontró un apartamento que le gustó. Quería que el trabajo quedase cerca de casa para evitar los largos desplazamientos diarios en el transporte público. Se convenció, además, de que trabajar de camarera la ayudaría a reducir al mínimo complejas relaciones interpersonales.

Se decantó por la zona septentrional de Tokio puesto que ya había vivido en el este y centro de la ciudad. Deseaba probar un lugar distinto, en el que no hubiese vivido nunca. De modo que se limitó a tomar el tren dirección norte y apearse en cada una de las estaciones para visitar las agencias inmobiliarias que quedaban por los alrededores.

El entorno jugó como factor decisivo a la hora de tomar una decisión. El agente inmobiliario se ofreció a llevarla en su coche para que echase un vistazo al apartamento. Dejaron atrás la avenida central y se adentraron en una estrecha calle de sentido único que desembocaba en un pequeño estanque. Se asomó por la ventanilla y murmuró:

– Un estanque…

– Parece muy sucio, ¿verdad? En verano, es un verdadero caldo de cultivo para mosquitos. Una auténtica lata -apuntó el agente, con una mueca. Probablemente, lo había dicho sin pensar, por lo que se apresuró a añadir-: Pero el lugar que voy a enseñarle queda bastante lejos. Y, desde luego, fumigan todos los veranos, así que no tiene de qué preocuparse.

– No importa -sonrió Junko.

Siempre y cuando hubiera agua cerca, poco le preocupaban los bichos. Había contemplado la idea de instalarse cerca de un río, pero las amplias y acondicionadas orillas de los ríos solían atraer a la gente. Si existía el mínimo riesgo de que alguien la viera, no era una opción inteligente. ¿Qué pasaría si se acercaba al río en mitad de la noche para liberar energía y la sorprendiera una pareja joven que acampaba por allí para ahorrarse el hotel? No podía permitir que sucediese algo así.

– ¿El estanque es privado?

– Sí. Por eso el ayuntamiento no puede hacer nada al respecto.

– Entonces, no desaparecerá de ahí en una buena temporada, ¿verdad?

– No creo -repuso el agente que lanzó a Junko una mirada suspicaz.

Y fue así como Junko decidió alquilar el apartamento: no pese a, sino porque el problemático estanque quedaba a tan solo diez minutos a pie. Desempeñó su papel de exutorio desde el día en el que se mudó hasta mediados de junio de ese mismo año. Pero con el verano, tal y como había advertido el agente -no, peor de lo que había advertido el agente- hordas de mosquitos se adueñaron del estanque, y a Junko le resultaba imposible permanecer allí más de cinco minutos. Por lo visto, de la fumigación que iban a llevar a cabo los propietarios, ni rastro. Con lo cual, Junko tuvo que renunciar y deambular por los alrededores de la zona, en busca de otra fuente de agua.

Fue entonces cuando dio con la fábrica abandonada, en los confines de Tayama.

Junko se vistió con un jersey grueso, unos pantalones cómodos y se colocó precipitadamente el abrigo y unas manoplas. Acto seguido, metió una linterna en el bolsillo y salió de casa. Su apartamento quedaba en la segunda planta, en el número 203. Bajó la escalera de incendios con el mayor sigilo posible, desencadenó la bicicleta y se marchó.

Las calles, a excepción de algunas farolas encendidas aquí y allá, quedaban sumidas en la oscuridad. Y completamente desiertas. Las noches en aquella zona residencial transcurrían con calma; los noctámbulos preferían divertirse en cualquier otro lugar. Además, era martes -para ser exactos, miércoles- y, aunque en diciembre había mucho bullicio en la ciudad, la probabilidad de topar con alguien pasada la medianoche era bastante escasa. En las calles de Tayama, se cruzó con dos taxis que iban en dirección contraria. Uno, fuera de servicio; el otro, vacío.

El trayecto hacia la fábrica abandonada era prácticamente recto. A medio camino, se encontraban unos apartamentos en venta. Más adelante, la carretera se dividía en tres carriles, pero lo único que debía hacer para llegar a su destino era seguir la misma dirección por el carril de en medio. Había hecho esa ruta tantas veces desde que empezó el verano, que seguramente pudiera hacerla dormida.

La conocida silueta de la fábrica abandonada no tardó en asomar a lo lejos, en la oscuridad. Se trataba de un edificio de estructura de acero, con unas paredes de chapa que culminaban en un tejado de hierro galvanizado. Contiguo a él, se alzaba un pequeño edificio de tres plantas que probablemente albergó una vez oficinas. Entre ambas construcciones, se extendía una amplia zona de aparcamiento, quizá destinada a los camiones.

Una valla metálica cercaba ambos edificios, y frente a ésta, obstruía el paso una barrera de hierro. Junko pasó de largo esta entrada, cuyas cadenas y aparatoso candado la hacían infranqueable. Se dirigió hacia la parte trasera de la nave.

Cuando vio por primera vez el lugar, lo rodeó varias veces hasta dar con el modo de colarse dentro. Era demasiado perfecto: grande, desierto, y sin ninguna casa adyacente. Unas estrechas carreteras bordeaban el edificio por sus flancos este y oeste, y al norte se levantaba el decrépito almacén de alguna compañía de transporte. Al sur, no había más que un solar que, según anunciaba un cartel, era propiedad del Gobierno de Tokio. Los residentes, tal vez molestos con la administración municipal que se empecinaba en dejar el terreno sin aprovechar, lo utilizaban como vertedero. Nadie se acercaba con otro propósito que no fuera arrojar basura, y los niños tampoco jugaban por allí.

Reunía todas las condiciones. La única pega: no conseguía entrar.

No podía renunciar a aquel sitio, así que volvió una segunda vez para explorarlo más detenidamente y encontrar una entrada. Resultó ser mucho más fácil de lo esperado. La puerta de hierro que daba al este -lo que más o menos equivalía a la puerta trasera de una casa- y hacia una calle de sentido único estaba, como era de esperar, cerrada a cal y canto, con cadenas y candado. Pero las bisagras estaban sueltas y, al empujar, se abría un espacio de unos cincuenta centímetros. La puerta era tan inestable que resultaba peligroso dejarla en ese estado. Pero ya que nadie pasaba por allí ¿quién se percataría de ello o presentaría una queja? Al otro lado de la carretera, había un edificio de viviendas sociales aunque ninguna de sus ventanas daba a la fábrica. De todos modos, también se erguía una torre de agua entre dicho edificio y la carretera. En cuanto a la calle en sí, una vez pasada la fábrica abandonada y el edificio de viviendas sociales, giraba precipitadamente hacia un callejón sin salida que no conectaba con nada ni llevaba a ningún lugar.

Junko no era de la zona y no estaba muy familiarizada con la historia de Tayama, pero a juzgar por la decadente valla y el candado oxidado, supuso que la fábrica llevaba cerrada mucho tiempo. No tenía ni idea de por qué razón no había sido derribada, remodelada o vendida. Era de suponer que tenía una serie de problemas asociados: derechos de propiedad, la imposibilidad de conseguir una licencia para ponerla en marcha de nuevo… Sin mencionar la pésima coyuntura económica.

Contando esa noche, ¿cuántas veces había ido hasta allí? Estaba segura de que, al menos, en diez ocasiones. Y aun así, el lugar seguía poniéndole la piel de gallina.

Para evitar atraer la atención de cualquiera, dejó la bicicleta detrás de la fábrica y se acercó a pie hacia la entrada. Junko se coló por la abertura y, en el acto, encendió la linterna para ver hacia dónde se dirigía. Hecho esto, se armó de fuerza para cerrar la puerta y dejarla tal y como la había encontrado.

El olor a lodo y hierro oxidado la envolvió.

Nunca había ido allí de día, por lo que aún no se había hecho una idea muy clara de la disposición del espacio en su conjunto. Aunque al penetrar en la planta por esa entrada trasera, intuyó que a su derecha se encontraban dos máquinas enormes que enlazaba una cinta transportadora. A su izquierda, la pared de la fábrica quedaba cubierta por desmedidas estanterías que acumulaban densas capas de polvo. Martillos, llaves inglesas, y gigantescos tornillos de cabeza cruciforme, de unos treinta centímetros de largo, quedaban esparcidos sobre los estantes. Había una especie de disco, similar a un plato giratorio enorme, acoplado a las máquinas unidas por la cinta transportadora. Quizá lo utilizaban para cortar o pulir el hierro cuando la fábrica aún funcionaba. Para Junko, que no era muy ducha en la materia, no existía modo de averiguar qué podía haberse fabricado allí hacía tanto tiempo. Tenía la vaga impresión de que fuera lo que fuese, dicha producción requirió mucho espacio, y debió de ser una actividad muy pesada y ruidosa. Quizá ferrocarriles o cables de acero.