Выбрать главу

Por primera vez, Michiko Kinuta se echó a reír.

– Muchísimas gracias. Ahora también estoy deseando conocerla, detective Ishizu.

Acordaron un lugar en el que verse y, acto seguido, colgó. Entonces, se le ocurrió que tal vez Michiko estuviera poniéndola a prueba. Era obvio que sabía que el capitán Ito no se encargaría personalmente de su caso y que lo asignaría a uno de sus agentes, alguien menos experimentado.

Y teniendo en cuenta eso, sabía perfectamente lo que debía de decir: «Tengo el día libre y voy a pasarlo con Kaori. Estoy de su lado. No es una pirómana». Era una chica muy inteligente. Si la persona reaccionaba con burla o indignación, no le pediría su ayuda. Puesto que no se trataba de una petición formal, podía mandar a paseo a quien quisiese. Probablemente tenía bien estudiado el guión de toda la conversación telefónica.

«Esta chica sabe perfectamente lo que hace.»

Sus expectativas eran cada vez mayores. Chikako salió de casa con paso acelerado.

Capítulo 13

Michiko Kinuta era alta. «Últimamente parece que solo me topo con personas altas», musitó Chikako, observándola desde lejos.

Describir el edificio donde residía Kaori Kurata como un bloque de viviendas de lujo era quedarse corto. Se trataba de un deslumbrante rascacielos. Michiko la esperaba frente a las gigantescas puertas automáticas de la entrada. Al dirigirse hacia ella y atravesar los jardines que quedaban frente al edificio, Chikako tuvo la impresión de estar en mitad de un anuncio publicitario.

– ¿Detective Kinuta? Soy Chikako Ishizu -dijo a lo lejos.

La esbelta mujer se sobresaltó. Pestañeó y miró a Chikako de hito en hito.

– Oh, disculpe, detective Ishizu. Sí, soy Michiko Kinuta. – Caminó a grandes zancadas hacia Chikako, tendió el brazo y le dio un fuerte apretón de manos-. Le he dicho a Kaori que una compañera me acompañaría. -Michiko la puso en antecedentes mientras entraban al edificio. Pero el suntuoso espacio que se extendía ante sus ojos cogió a Chikako por sorpresa y perdió el hilo de la explicación.

¿Cómo llamar ese lugar? ¿Tal vez un vestíbulo? Era enorme. La casa de Chikako podía caber perfectamente ahí dentro. Sobre sus cabezas, se alzaba una bóveda de tres plantas de altura. Era como entrar en una pirámide gigantesca de granito y cristal.

Chikako giró sobre sí misma sin apartar la mirada del techo, cual estudiante de excursión a la sede de la Dieta [9].

– Es precioso, ¿verdad? -masculló.

Michiko caminaba unos pasos por delante de Chikako. Se detuvo y lanzó una sonrisa.

– ¿Verdad que sí? ¡La primera vez que vine, quedé tan fascinada que casi me desmayo aquí mismo!

Chikako despegó la mirada del techo, giró sobre sí misma una vez más, examinó lo que la rodeaba. En el lateral izquierdo de la grandiosa sala, quedaba el mostrador de recepción. Tras él, se encorvaba un hombre de mediana edad, ataviado con un traje impecable. El teléfono sonó, y el recepcionista atendió la llamada. El lugar podría confundirse perfectamente con un hotel de lujo.

La pared opuesta quedaba salpicada de arreglos florares, con numerosos capullos de rosa. Frente a dos anchos sofás se alzaban unas mesitas de cristal adornadas con gisófilas o «velos de novia». Los divanes miraban hacia un mural, un esmerado mosaico que representaba una góndola navegando por un canal veneciano.

Chikako dejó escapar un suspiro, no de envidia, sino más bien de asombro. Un rayo de incomodidad la sobrecogió. ¿Estaba ese lugar hecho para familias normales?

– ¿Vamos? -Del tono de Michiko apenas se desprendía un débil atisbo de impaciencia. Chikako se apresuró a encaminarse con ella hacia otra puerta automática, de cristal esmerilado y algo más pequeña que aquella por la que acababan de pasar. A la izquierda de ésta, se alzaba un pilar de granito no más grande que una fuente en un parque, y cuya terminación estaba provista de un teclado y de un auricular.

– Acceso restringido, faltaría más -apuntó Chikako. Michiko asintió y tendió la mano hacia el auricular. Pulsó un botón que quedaba apartado de los demás.

– Hola, soy Kinuta -dijo Michiko con esa dulce voz suya.

Chikako no podía distinguir bien las palabras, pero alguien estaba diciendo algo al otro lado. Parecía ser un código.

Michiko asintió varias veces, y entonces, dijo:

– Vale, lo tengo.

Colgó y, casi simultáneamente, la puerta cerrada se abrió emitiendo un leve zumbido. Al cruzarla, encontraron un vestíbulo. Había dos ascensores a izquierda y derecha, y mozos uniformados aguardaban frente a ellos.

– ¿En qué piso viven los Kurata?

– En el ático, piso treinta y nueve -contestó Michiko-. Hay un ascensor de uso exclusivo que conduce hasta ahí arriba. -El aparato en cuestión quedaba algo más allá, al final de un pequeño pasillo que se abría a la derecha de este segundo vestíbulo. Era mucho más pequeño que los ascensores de la comunidad. En la pared, junto a él, figuraba un panel numérico electrónico.

Michiko marcó con destreza cuatro números.

– Este ascensor solo se abre si se introduce el código de cuatro dígitos correcto. Y el número cambia cada domingo -explicó.

De ahí, la breve charla a través del portero automático.

Era normal que se preocuparan por la seguridad en un edificio de lujo como aquel, sobre todo, tratándose del ático. Sin embargo, cuando Chikako siguió a Michiko hacia el interior del pequeño ascensor privado, consideró el hecho de que ocho de los incendios hubieran tenido lugar dentro de la residencia de los Kurata, según rezaba el informe de la propia detective de Menores. Y para que alguien provocara esos incendios, tenía que pasar primero por el mostrador de recepción, abrir la puerta de cierre automático e introducir el código secreto del ascensor privado.

En otras palabras, los Kurata vivían en una fortaleza inexpugnable. Toda estadística admitía un mínimo margen de error; aun así, era poco probable que alguien consiguiera, incluso con un golpe tremendo de suerte, alcanzar el ático tan solo una vez. Pero desde luego, no una segunda ni una tercera vez.

No cabía otra posibilidad: el autor de los incendios debía de ser algún miembro de la familia Kurata o alguien cercano que tuviese libre acceso al apartamento. Era un cálculo de lo más racional asumir que a esas pocas personas se ceñía el círculo más amplio de posibles sospechosos.

Entonces, ¿qué sospechosos quedarían una vez se procediera a acotar la lista por eliminación? ¿Qué había de los otros diez focos de incendio? Cuatro ocurrieron en un aula, uno en el patio de la escuela, tres en la calle, uno en una biblioteca y otro en la sala de espera de un hospital. Una variopinta lista de escenarios. Si no fuera por la recurrente presencia de Kaori Kurata podría sugerir que no existía conexión alguna entre todos esos sucesos.

Con lo cual, el círculo de sospechosos se cercaba alrededor de la pequeña Kaori. O bien era la fuente de los dieciocho incendios, o bien el objetivo. Dejando a un lado la cuestión de si alguien pretendía dañar a la niña o señalarla como pirómana, el autor no podía sino situarse en la lista inicial de sospechosos. De momento, ese punto era terreno desconocido para Chikako. No obstante, en todos los demás aspectos, el caso comenzaba a tomar un cariz que le resultaba bastante familiar.

El incendio intencionado constituía un crimen proyectado en un lugar determinado. En términos de clasificación de hechos criminales, ocupaba una categoría aparte ya que, a diferencia de los demás, el impulso individual por sí solo no bastaba como para que fuera consumado. Debía entrar en juego todo un conjunto de elementos: el factor humano, el espacial y una motivación concreta para que el comportamiento pirómano fuera activado.

вернуться

[9] El Palacio de la Dieta (kokkai), alude al emblemático edificio que alberga el equivalente del congreso nipón, considerado como joya de la arquitectura japonesa contemporánea. (N. de la T.)