Chikako no podía permitir oírlo de sus propios labios, por lo que le interrumpió y le ahorró la pena.
– Sospecharon que fue usted quien prendió fuego a su hermano.
Makihara guardó silencio una fracción de segundo antes de responder:
– Sí.
El frío aire también cristalizaba el vapor que expelía; y Chikako lo notaba por primera vez desde que empezara a contar su historia.
Como si su aliento fuera invisible; como si la temperatura de su cuerpo hubiese caído en picado y, ahora que concluía el relato, su sangre recobraba un calor humano. Makihara parecía haber muerto mientras rememoraba la historia y, ahora, regresaba otra vez a la vida. Esa fue la sensación que ella tuvo.
– Tras la muerte de Tsutomu, mi padre y mi madrastra no volvieron a reír nunca -señaló Makihara-. Como si decir algo divertido, contar alguna anécdota de vuelta a casa, reír por ello equivaliera a traicionar su memoria.
Chikako pensó en aquella madrastra que había decidido que para no herir los sentimientos de su hijastro debía tratar con dureza a su propio hijo. Había perdido a su niño, pero tenía que vivir con su hijastro, sospechoso de su asesinato. ¿Cómo se las había arreglado para seguir con las tareas domésticas o llevar a cabo algún tipo de vida familiar?
– Entré en una residencia de estudiantes y me marché de casa. No regresé ni durante el verano ni durante las vacaciones de invierno. Una vez lejos de allí, se me hacía muy duro volver. Estaba asustado y resentido.
– Y tus padres…
– Mi padre murió cuando yo tenía veinticinco años. Sufrió una hemorragia cerebral y jamás recobró la consciencia. No lo había visto en diez años, pero ya era demasiado tarde. No podíamos hablar. Mi madrastra… -Makihara enmudeció un instante, cargado de dudas-. Hablamos tras el funeral de mi padre. Supe que quizá no volviéramos a vernos nunca, de modo que antes de que ambos siguiésemos nuestros caminos, le pedí que me dijera todo aquello que había estado guardándose para sí.
– ¿Y qué le dijo? -preguntó Chikako con delicadeza.
Cabía esperar que no le costara demasiado recordar ese momento, puesto que lo llevaría grabado a fuego en su corazón, pero Makihara se detuvo a reflexionar un instante. Quizá, para armarse de valor.
– Me dijo: «¿Has entrado en la policía para redimir lo que hiciste entonces?».
Chikako enmudeció.
– Le contesté que no, porque no había hecho lo que ella pensaba. Y después de eso, no tuvo más que añadir.
Capítulo 15
Esa misma noche, Chikako Ishizu tomó un baño bien caliente para relajarse, aunque no lograba quitarse de la cabeza lo que Makihara había relatado en el parque.
«Murió en extrañas circunstancias. El fuego apareció de la nada.»
Piroquinesis. Makihara pasó sus años de juventud buscando ese término. Le enumeró los títulos de los libros que había leído, las personas a las que había acudido. Le confesó las preguntas cuyas respuestas tan desesperadamente necesitaba y lo que había sacado en claro de sus pesquisas. Aquel era un mundo desconocido para Chikako, pero confiaba en la sinceridad de Makihara. Aunque también era cierto que, en algunas ocasiones, solo había un paso entre la sinceridad y la locura.
«Existen personas que poseen poderes piroquinéticos, pero escasean. Bajo la sombras que la noche proyectaba sobre el tobogán del parque…»
«Tanto me da si me cree o no. Se nos ha brindado una oportunidad única. Aprovechémosla y observemos a Kaori muy de cerca. Ella tiene esos poderes. Estoy totalmente seguro. Si consigue acercarse a Kaori Kurata, detective Ishizu, se le quitarán las ganas de reír.»
Una niña que podía despedir un fuego tan potente como para carbonizar a un ser vivo sin utilizar ningún tipo de combustible.
Chikako negó con la cabeza y se echó algo de agua en la cara.
La historia del hermano de Makihara era tan triste como espeluznante. Las extrañas circunstancias que rodearon su muerte se convirtieron en una obsesión para el detective. Aquel incidente lo marcaría de por vida.
¿Piroquinesis?
¿Fue aquella niña del tobogán la que prendió fuego al pequeño Tsutomu?
Era absurdo.
Pero sí, de acuerdo, le daría el beneficio de la duda. Admitiendo que existiera tal cosa como la piroquinesis, suponiendo incluso que aquella niña, que veinte años atrás se escondió bajo las sombras del tobogán, poseyera poderes piroquinéticos, ¿qué motivo tendría para carbonizar al niño? ¿Acaso la estaba acosando? ¿La amenazaba, quizá? De ser así, habría bastado con lanzarle un puñado de arena a los ojos. Podría haber pedido ayuda a gritos. No, lo mirara por donde lo mirase, era imposible que una niña quemara vivo a un crío de su edad.
«Le he dicho que me dejase en paz, pero seguía molestándome. Lo siento, siento haberlo quemado. Lo siento.»
¿Fueron esas las palabras exactas de la pequeña? Demasiado rocambolesco. Incluso un niño entendería que infligir semejante castigo era desmesurado. Y de ser algo que la niña hiciera a propósito, ¿por qué razón disculparse después?
«Es fantasía pura. La historia de Makihara no tiene ni pies ni cabeza.»
Chikako salió del cuarto de baño. Estaba tomando algo de té frío cuando su marido Noriyuki llegó a casa. Ya era pasada la medianoche, y tenía el rostro colorado. Su aliento desprendía tal olor a alcohol, que Chikako esbozó una mueca. Aunque pensó que tal vez hubiese algo que celebrar en el trabajo, puesto que se le veía feliz. Él dijo que tenía sed, le arrebató el vaso de la mano y apuró el té. Hecho esto, se desplomó sobre la silla que quedaba frente a Chikako, y dijo que le apetecía comer ochazuke [10].
Su marido estaba como una cuba y sus modales dejaban mucho que desear. Chikako le soltó un buen sermón, aunque para sus adentros sonreía ante el buen humor de su cónyuge. Preparó su comida en un santiamén. Puso algo de agua a hervir y sirvió unos cuantos encurtidos para acompañar. Quería decirle que tenía mucha suerte de que ella hubiese abandonado la investigación de los homicidios múltiples. De lo contrario, no estaría en casa.
Noriyuki engulló su ochazuke y, cuando terminó, tomó el té caliente que Chikako había colocado frente a él. Acercó el cenicero, sacó un paquete de tabaco y se puso un cigarrillo en la boca.
Chikako observó a su marido utilizar el encendedor. Apenas le quedaba gas y él estaba demasiado bebido como para atinar. El pitillo se inclinaba a un lado y a otro mientras Noriyuki lo manipulaba con las manos. No lograba encenderlo.
Piroquinesis.
Chikako tuvo una repentina revelación. La piroquinesis significaba que ella podía permanecer allí sentada, frente a su marido, y encender su cigarrillo sin tan siquiera mover las manos. Lo único que debía hacer era concentrarse en la punta durante uno o dos segundos.
Una diminuta llama emergió del encendedor. Él dio una profunda bocanada. Chikako se puso de pie y empezó a recoger la mesa.
Su piel era muy sensible a cualquier tipo de detergente, por lo que se colocó unos guantes de goma que le llegaban hasta los codos y se puso a lavar los platos. Mientras lo hacía, no dejaba de darle vueltas a la cabeza.
La piroquinesis no tenía por qué suponer un problema si uno se limitaba a encender cigarrillos. Podría resultar muy útil, sobre todo en el exterior, en un día con mucho viento. Por otro lado, que una persona poseyera semejante don, no implicaba que lo ejerciera exclusivamente con fines altruistas. Podía carbonizar a cualquiera que hiciera algo que no le gustase. Eso podría pensar cualquiera que dominara tal fuerza, que una deflagración bastaba para deshacerse de cualquier acosador o maleante.