– Pero ¿sabes qué? -continuó Koichi, ignorando la falta de interés de su acompañante-. La única que realmente me gustaba no me hacía ni caso. Cuando teníamos catorce años, todos los chicos del colegio estábamos locos por ella. Yo estaba convencido de que tarde o temprano se fijaría en mí. Era muy popular. Pero resultó que ella ya le había echado el ojo a un chico mayor del equipo de béisbol que no solo era un increíble lanzador, sino que además sabía manejar el bate.
Junko dejó de contar las gotas de aguanieve.
– Decidí adoptar otra estrategia y le escribí una carta de amor. Pasé días trabajando en ello. Plagié clásicos románticos. Mi madre no podía creer que me quedara sentado al escritorio, inmerso en libros que no habían asignado en clase. ¡Incluso me hizo un pastel!
Junko se echó a reír.
– La última noche, no pude conciliar el sueño. Mi borrador final era una obra de arte. Estaba tan emocionado, que me eché a llorar. Era una confesión de amor que venía del fondo del alma. Al día siguiente, se la entregué. Dos días más tarde, encontré la carta en mi buzón. Ni siquiera la había abierto.
Junko se volvió para mirar a Koichi que, a su vez, le lanzó una mirada de reojo.
– Al menos podría haberla leído, ¿no? -rió él de nuevo-. No la hubiera matado abrirla y echar un vistazo.
– Bueno, probablemente no te correspondiera.
– ¿En serio? ¿Y eso por qué?
– Quizá pensó que traicionaría al otro chico si leía tu carta. Aún quedan adolescentes tradicionales.
– Hum.
– ¿Acaso te alegraría más saber que su novio y ella se sentaron juntos a leer tu carta?
– ¡Eso es horrible! ¿Cómo se te ocurre tal cosa?
– Solo digo que no es imposible que una chica contemple esa idea.
Entre las malas condiciones meteorológicas y la estampida de gente que salía de compras en esas fechas, el tráfico era horrible. El coche avanzaba hacia adelante y se detenía, se arrastraba unos metros más y volvía a pararse. Cada vez que Koichi frenaba, el payaso se balanceaba de un lado para otro.
– Me sacó de mis casillas. -Koichi tenía una mirada soñadora-. De modo que le di un «empujoncito». -La sonrisa de Junko se esfumó. Koichi ya le había dicho que fue a los trece años cuando se dio cuenta de que tenía el poder de controlar a los demás. Y eso significaba que probablemente aún no era dueño de su capacidad cuando sucedió lo que le estaba contando.
– ¿Se te fue de las manos?
– Tenía el corazón roto. -Koichi aún lucía una débil sonrisa en los labios.
– ¿Qué ocurrió?
– Tuvimos una cita.
– ¿La «empujaste» a acudir a una cita contigo?
– Sí. Hice que me lo prometiera en el colegio y, cuando acabaron las clases, fui a recogerla a casa. Incluso llegué a presentarme a su madre. Cuando el efecto se pasó, le di un nuevo empujón. Y otro.
Temía que si volvía en sí y quería regresar a casa, me viera metido en algún lío.
– ¿Y adonde fuisteis?
– No había muchos sitios a los que pudiéramos ir los chicos de nuestra edad. Fuimos a un museo de arte. Supuse que a sus padres les gustaría. Era parte de mi estrategia.
Condujeron en silencio durante unos instantes.
– ¿Os lo pasasteis bien? -preguntó Junko finalmente.
– No -repuso Koichi sin dudarlo un segundo.
Ya lo imaginaba. Junko cerró los ojos. Podía vislumbrar a un par de adolescentes cogidos de la mano, caminando con torpeza por los pasillos del museo. Cualquier adulto que los viera, pensaría que eran adorables. Pero ¿hubo alguien que se volvió a su paso, atraído por la más leve sospecha? ¿Alguien imaginó que no eran una pareja, sino una marioneta y un titiritero?
– Tuve que pararme a vomitar hasta tres veces de camino a su casa.
Koichi debió de haber utilizado más poder del que podía manejar.
– ¿Castigo divino?
– Algo parecido. -Koichi frunció el ceño y Junko recordó cómo se había iniciado la conversación. Intentaba averiguar si ella había tenido novio alguna vez.
– Yo siempre he estado sola -reconoció-. No he tenido ninguna cita.
– Lo suponía -contestó Koichi con tono respetuoso.
– No soy como tú con todo ese ejército de admiradoras detrás.
– Probablemente te aseguraste de que nadie se interesara por ti.
Las palabras fueron sencillas, pero dieron en el clavo.
– Ni siquiera tenía amigos. Desde que soy pequeña, he ido mudándome de un sitio a otro.
Ella había empezado a utilizar su poder mucho antes de que Koichi supiera que lo poseía. De bebé, incluso mientras se quedaba sentada jugando, sus padres no podían apartar la vista de ella ni un solo segundo. No podían anticipar cuándo o dónde se iniciaría el fuego.
Junko le habló a Koichi sobre sus padres y abuelos. Le dijo que ninguno poseía ese poder, pero que todos la aceptaban tal y como era. Le contó que siempre se habían mostrado muy protectores con ella, que inconscientemente, se culpaban por ello. Por su parte, Junko jamás les reprochó nada. Estaba convencida de que sus propios hijos o nietos jamás la condenarían, por la sencilla razón de que no tendría descendencia.
Sabía que el árbol genealógico de sus padres, abuelos, y todos sus ancestros, acabaría con ella. Estaba segura de que ningún hombre correría el riesgo de enamorarse de un lanzallamas humano.
– Mis padres hicieron todo lo posible para enseñarme a controlar mi poder. Pero fue como domar a un animal salvaje. Mis emociones se me escapaban de las manos y desencadenaban un incendio tras otro. De modo que tuvimos que mudarnos constantemente. Siempre anduve cambiando de colegio. Los profesores no sabían qué hacer conmigo.
– Debiste de sentirte muy sola.
Junko estuvo a punto de reconocer que sí, pero optó por decir algo completamente diferente.
– Contaba con el amor incondicional de mis padres. -Koichi la miró durante un instante, y después, volvió a concentrarse en la carretera. El aguanieve caía con más fuerza que nunca-. Ambos sacrificaron sus vidas por mí. El éxito profesional, un buen estatus social y, en general, todo lo que se suele asimilar a la felicidad… Tuvieron que renunciar a ello y vivir exclusivamente para mí. Ahora que vuelvo la vista atrás, me parece un sacrificio increíble. No me veo capaz de pasar por algo así. No podría criar a un niño tan… peligroso. Sin embargo, ellos no me abandonaron. Se ocuparon de mí hasta el día de su muerte.
Al otro lado de la espesa cortina gris de aguanieve, se distinguían las luces de las tiendas de electrónica de Akihabara [13]. Junko, repentinamente avergonzada por el giro que había dado a la conversación, se apresuró a cambiar de tema.
– No me digas que hasta las organizaciones secretas adquieren su equipo en las tiendas de toda la vida.
– Comprar en ese tipo de comercios hace más difícil que rastreen nuestros movimientos -contestó Koichi con semblante serio antes de estallar en carcajadas-. ¡Es coña! Pero ya sabes, hay que ahorrar siempre que se pueda.
Al final, resultó que Koichi era un experto en ordenadores. Junko no entendió ni una palabra de la conversación que mantuvo con los vendedores mientras recorrían las gigantescas tiendas.
– ¿De qué habláis? -preguntaba una y otra vez.
– Ya te lo explicaré después -respondía siempre el joven.
Junko acabó perdiendo la paciencia.
– Vivo en un apartamento diminuto. ¡Elige algo que no ocupe demasiado espacio!
– No tendrá capacidad suficiente.
– ¿Cuánta capacidad necesitas para mandar un correo electrónico? No estás buscando algo para mí, ¡estás eligiendo un ordenador que te gusta a ti!
– ¿Tanto se me nota?
Por fin, eligieron un modelo de sobremesa pequeño. Koichi lo metió en un carrito, lo empujó hacia el aparcamiento, y lo cargó en el maletero.