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Frente a él, un poco a la izquierda, habían fabricado para los más grandes una casa en la copa de un árbol.

Era de madera y tenía un letrero al estilo de los viejos pioneros donde ponía: HOUSE ON THE TREE. Otro cartel advertía que ese juego solo estaba permitido a los niños mayores de doce años. Además de una escalera de acceso a un lado, en la parte delantera colgaba una cuerda con nudos que permitía a los más pequeños subir y bajar.

Aferrado a la cuerda colgaba Seymour.

Vivo.

Debajo de él, Silent Joe se agitaba presa de una furia incontenible. Mostraba los dientes rechinantes y gruñía hacia donde se hallaba el niño. Resultaba evidente que el perro lo había sorprendido con su ataque mientras bajaba por la cuerda. Luego, Seymour ya no tenía fuerzas para subir y la presencia del perro le impedía deslizarse a tierra.

Jim experimentó una oleada de alivio tan fuerte que por poco no vomitó. Sus pulmones semejaban dos esponjas secas sin más posibilidad de recibir y proveer aire. Quién sabe dónde consiguió encontrar todavía un soplo suficiente para gritar el nombre de su hijo.

– ¡Seymour, no te muevas!

Jim se asombró de que su propia voz hubiera logrado superar el estrépito de los ladridos. Seymour volvió la cabeza y lo vio.

Lo reconoció enseguida.

– Jim, Silent Joe quiere morderme.

Se alegró de no verlo demasiado asustado.

– Agárrate fuerte. Ya llego.

Se acercó al árbol para socorrer a Seymour y calmar el ímpetu del perro. Cuando había recorrido la mitad de la distancia, su mirada se posó en la tierra. Le pareció que una sombra oscura llegaba de algún rincón ignoto para cogerlo y llevarlo a un mundo de tinieblas del que nadie había regresado nunca.

En la base del árbol habían dispuesto un fondo de arena bastante grueso, para atenuar eventuales caídas. Y en la superficie suave, letales a la vista como una estela de serpientes venenosas, se hallaban las huellas de pies descalzos. Destacaban nítidas en su absurdo relieve, invertidas del mismo modo que las otras veces. Solo que en los casos anteriores eran el testimonio inmóvil de una presencia pasada.

Ahora aparecían en movimiento, como si alguien del otro lado del suelo y de la razón hubiera sentido la presencia de su víctima y se moviera alrededor del árbol al acecho del momento justo para atacar. Era el rastro visible de la muerte misma, que no teme al tiempo porque del tiempo proviene, al igual que esa sombra antigua venida a cumplir una misión de venganza que se le había encomendado tantos años atrás.

Y Jim comprendió, con una infinita sensación de gratitud por ese animal que era Silent Joe, el motivo de su ataque a Seymour. Era el único medio de que disponía para atemorizarlo e impedirle bajar del árbol. Acaso porque sabía, con la lógica de su instinto, que si hubiera tocado la tierra habría sido su fin.

Oyó a sus espaldas el ruido de los pasos de April que surgía en el claro. Jim dudó un instante. El hallazgo de que era descendiente directa de uno de los hombres que habían llevado a cabo la matanza de Flat Fields la incluía también en la lista de las posibles víctimas. Lo ignoraba todo sobre el ente al que se enfrentaba. No sabía si, una vez errado el blanco del niño, Chaha'oh se vengaría en ella. Pero escogió ir hacia Seymour, porque sabía que era lo mismo que habría elegido April.

En ese momento las manos de Seymour cedieron.

En su óptica acelerada por el horror, Jim vio a cámara lenta cómo Caía el cuerpo de su hijo. Vio sus cabellos negros que se movían, los brazos que se agitaban y la leve nube de polvo que levantó tras el impacto contra la arena.

Y vio cómo las huellas se dirigían rápidas hacia él.

Se precipitó a toda la velocidad que su cuerpo de hombre le permitía, y logró alcanzar al niño a tiempo. Lo cogió en brazos y lo estrechó contra sí, orgulloso de ese primer contacto con su hijo, dispuesto a dar la vida para que él no perdiera la suya.

Los pasos de la Sombra se hallaban a escasos metros de ellos.

Sintió que el miedo le estrujaba el corazón con una fuerza peor que cualquier maldición. Mientras esperaba eso que no conocía, un grito salió de su garganta como si ya no tuviera voluntad propia.

– Doo da!

Sin darse cuenta, había gritado un «¡no!» perentorio utilizando por instinto la lengua navajo.

Un paso más, y las huellas se detuvieron.

Se produjo ese silencio suspendido que precede a la tempestad, cuando el viento se inmoviliza y las nubes se persiguen a la espera del estruendo del primer relámpago y el estrépito del primer trueno.

No sucedió nada más.

Ninguna otra huella que recorriera la tierra, ningún aullido, ninguna señal de muerte.

Jim Tres Hombres Mackenzie sintió que le subía un suspiro desde algún lugar de su ser cuya existencia ignoraba, y de sus extraños ojos de dos colores cayeron lágrimas de la misma transparencia.

Sin dejar de estrechar a su hijo contra sí, solo podía pensar que estaba a salvo.

Lo mantuvo así por todo el tiempo pasado y por el que esperaba que le fuera concedido.

Lo mantuvo así y para siempre, hasta que la ansiedad de April se lo permitió.

Cuando llegó junto a ellos, dejó a Seymour en el suelo y se apartó, porque el abrazo de los dos no lo incluía.

– Seymour, pero ¿qué te ha pasado por la cabeza?

– No volveré a hacerlo, mamá. Te lo prometo.

Se alejó unos pasos y los dejó ser ellos dos, porque por el momento el tres no era un número contemplado. Charlie observaba en silencio la escena. Jim no sabía qué había visto ni si existía una explicación. Pero si la había, llegaría también la hora de conocerla.

Silent Joe, entretanto, se había calmado. Se acercó con paso vacilante, como si no se sintiera del todo seguro de que ese ser que se obstinaba en andar por allí sobre dos patas hubiera comprendido qué había ocurrido en realidad. Cuando vio que Jim se acuclillaba y le abría los brazos con una sonrisa, fue a buscar sus caricias y el contacto con su cuerpo.

Apoyó la cabeza en su percho y se quedó inmóvil.

Mientras le transmitía como podía toda la gratitud de que era capaz, Jim lo vio hacer algo que ese extraño perro nunca había hecho hasta entonces.

Silent Joe, el indiferente, estaba meneando el rabo.

43

Charlie y Jim entraron en la casa de Beal Road en silencio.

Apenas se hallaron dentro, sin decir nada, Jim fue a encender todas las luces. La claridad en el interior dio de pronto una sensación de seguridad, las sombras que se creaban no eran más que siluetas inofensivas en las paredes y el suelo. Fuera todavía era de noche y ninguno de los dos tenía idea de cuándo terminaría. En su mente sabían que no bastaría con la salida del sol para expulsar la oscuridad.

Habían dejado a April, para que acostara a Seymour. El niño había explicado con voz contrita que, como no podía dormir, había salido con el perro a jugar en la casa del árbol, algo que en general no se le permitía debido a su edad. No era consciente del peligro que corría. Para él, solo era responsable de una desobediencia descubierta y que por el momento parecía haber pasado sin mayores consecuencias.

Jim le explicó que no debía temer a Silent Joe. Le dijo que el animal no tenía verdaderas intenciones de morderlo, sino que había actuado de esa manera solo para protegerlo. Seymour, sentado en la cama, lo miraba con aire tranquilo.

– No, no tengo miedo. Sé que Silent Joe es un gran perro.

No preguntó por qué Jim se encontraba allí a esas horas. Quizá porque su atención se centró de pronto en algo más singular. Al fin se decidió a sacarlo a la luz.