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– Qué extraño eres. Tienes los ojos de dos colores.

Jim le sonrió.

– Es cierto. Es por mi trabajo. ¿Sabes que piloto helicópteros?

– ¿En serio? ¿Y qué tienen que ver con eso los ojos?

– Uno sirve para observar la tierra, y el otro, para observar el cielo.

Seymour lo miró un poco perplejo. Luego su expresión se amplió en una pequeña mueca astuta.

– Ah, ya entiendo. Te estás burlando de mí.

– ¿Yo? No. Cuando vengas conmigo en el helicóptero ya verás como es verdad.

Seymour no respondió pero miró a su madre en busca de confirmación. Con un movimiento de cabeza, April dio su tácito asentimiento. Como consecuencia se produjo una explosión de puro entusiasmo. Seymour empezó a saltar sobre la cama, con esa energía que solo puede generar la felicidad de los niños.

– ¡Viva! ¡Iré en helicóptero! ¡Iré en helicóptero!

Esa fue la primera verdadera conversación que Jim mantuvo con su hijo. Cuando salió de la habitación, Silent Joe se hallaba echado sereno sobre un tapete situado bajo la ventana. April se sentó en la cama de Seymour, intentando calmar el frenesí de su hijo. Antes de cerrar la puerta lo miró. Jim pensó que lo que había en esos ojos y en esa habitación valía por sí solo la certeza de haber vivido.

En la sala encontró a Charlie aguardando. El semblante del viejo indígena denotaba cansancio, pero su cuerpo seguía erguido como siempre. Jim se preguntó cómo lograba soportar tantas fatigas y emociones a su edad.

– Charlie, creo que debemos hablar. Pero no aquí.

El viejo comprendió que en ese momento era lo único que podían hacer.

– De acuerdo.

Salieron y anduvieron sin decir nada el breve trayecto hasta la cabaña de Jim. Ahora estaban el uno frente al otro, sentados a la mesa. Ambos sabían qué significaba el último hallazgo. Alan, April y Seymour corrían peligro, junto con otras personas. Y así seguiría siendo hasta que encontraran una solución. A Jim le quedaba la única esperanza de aferrarse a lo que pudiera saber Charlie.

Por poco o mucho que fuese.

– ¿Qué pasa, bidà’í? ¿Hay algo que ignoro y debería saber?

Charlie dijo pocas palabras. En su tono había mucha más certidumbre de la que Jim podía esperar. Y también un cansancio inesperado en la voz.

– Mira entre las esencias de tu abuelo.

En la sucesión de los hechos recordó que había olvidado por completo las muñecas y el sobre impermeable encontrados en la casa de Caleb, en eso que él definía con optimismo como «la caja fuerte de la familia».

«Mi herencia…»

Se levantó y fue al dormitorio a ver las kachinas, todavía abandonadas en el fondo del armario y envueltas en sus hojas transparentes de plástico de embalar. Entre los diversos bultos, descubrió uno que en un primer momento se le había pasado por alto. Su consistencia era diferente. Era blando al tacto, y no parecía contener una estatuilla. Lo cogió y fue hasta el sillón, donde había dejado su chaqueta de tela tejana. La noche que encontraron las pocas pertenencias de su abuelo guardó el sobre en el bolsillo interior de la chaqueta. Luego no se la puso más y el paquete quedó olvidado, relegado a un segundo plano con respecto a los hechos mucho más importantes que reclamaban mayor atención.

Jim volvió a la habitación donde estaba Charlie y dejó los dos objetos sobre la mesa. Tuvo que utilizar unas tijeras para abrir el sobre. A pesar de las dimensiones, dentro había solo un documento compuesto por algunas páginas. Todo el resto era material de embalaje para preservar esas hojas de la humedad. Jim las extrajo con delicadeza y les echó un rápido vistazo.

El documento parecía bastante viejo.

Era un anexo al tratado de 1872 entre Estados Unidos de América y la Tribu de los Indígenas Navajos que otorgaba a un jefe llamado Eldero, y a sus descendientes, una extensa área de las tierras que rodeaban el lugar conocido con el nombre de Flat Fields.

Jim tomó conciencia de que tenía ante los ojos algo importante. Esas pocas páginas encerraban el poder de disipar varias zonas de sombra. El territorio concedido a Eldero formaba parte de la propiedad actualmente denominada Cielo Alto Mountain Ranch. Si ese documento decía la verdad, Cohen Wells debería modificar sustancialmente sus sueños de expansión.

Jim alzó la cabeza buscando los ojos de Charlie.

– Éste es el documento del que hablaban en la grabación. ¿Qué tiene que ver con mi abuelo y conmigo?

Como respuesta, Charlie señaló el otro paquete apoyado en la mesa.

– Tal vez deberías abrir también ese.

Jim tuvo que usar de nuevo las tijeras, con cuidado de no dañar el contenido. A medida que se abría el envoltorio, cuatro ojos vieron salir a la luz los colores y el tejido de una antigua manta indígena. Jim la desplegó con suavidad y la extendió sobre la mesa. Los dibujos eran los mismos que los de la que Caleb había encontrado en la cueva de los Peaks: los símbolos del poder de un jefe indígena llamado Eldero. Envueltos en el interior había dos amuletos, obra de un artesano muy diestro. Dos medallones, quizá en su origen dólares de plata, que llevaban en relieve la figura de Kokopelli, el flautista, el protector benéfico del Pueblo.

Jim buscó otra vez la mirada de Charlie.

– ¿Qué significa?

Charlie le devolvió la mirada, desconcertado porque aún no entendiera.

– Lo que ves es lo que significa.

El viejo se levantó y se colocó detrás de Jim. Le apoyó una mano en el hombro. Mediante ese pequeño contacto, Jim sintió su presencia como nunca hasta entonces.

– Tú eres el descendiente directo de Eldero, Tres Hombres. Después de lo que pasó en Flat Fields, su hija, Thalena, se refugió con su niña recién nacida con el Herrero, un jefe que vivía con su gente cerca de Fort Defiance. Eldero se quedó solo para cumplir su rito de venganza, con el que lograría que esos hombres y todos sus descendientes pagaran sus culpas con una muerte horrible.

La mano se apartó, pero el espíritu de Charlie permaneció. Sus palabras esculpían la piedra y del mismo modo resonaban en la mente de Jim.

– Linda, la hija de Thalena, era la madre de Richard Tenachee, tu bichei, tu abuelo.

Charlie hizo una pausa, para permitirle asimilar la información.

– ¿Por qué nunca me dijiste nada?

– Porque no estabas. No has estado nunca, ni siquiera cuando aún vivías aquí. Tu mente corría hacia otros lugares y no había manera de frenarla. Tu abuelo y yo decidimos que era justo dejar que siguieras tu camino y dispusieras de libertad para elegir.

Jim captó en esas palabras toda la melancolía por el pasado y la imposibilidad de acceder al presente.

– Además, él no era el único que pensaba así. Veíamos lo que sucedía alrededor de nosotros. Veíamos que las cosas cambiaban poco a poco. Hasta que nos encontramos frente a chicos indígenas que deberían sentir el orgullo de los jefes y en cambio no saben quiénes son. Que andan por ahí vestidos como esos estúpidos raperos que se ven por la televisión, esos que se disfrazan de hombres recios. Hemos olvidado hasta tal punto quiénes somos, que nos vemos obligados a usar un disfraz, mucho más pesado que los que nos ponemos para contentar a los turistas.

En el semblante del viejo Charles Owl Begay se leían la derrota y la capitulación.

– Somos tantos… Podríamos ser una sola voz potente. Y en cambio somos solo un coro de voces débiles y sometidas.

Jim percibió de golpe lo que escondían las palabras de aquel hombre.

– Tú lo sabes todo. Lo has sabido desde el comienzo. Y no has dicho nada.

– He rogado a todos los dioses capaces de escuchar mis plegarias que todo se detuviera. Que encontrara la manera de ayudarte…

Jim se volvió de pronto, sin alzar la voz.

– ¿Ayudarme? Son todas esas pobres personas muertas a quienes deberías haber ayudado.

La voz de Charlie rezumaba incredulidad.